. “Era un personaje que iba y venía, y de pronto me
traía vestidos extraños y traía mucho dinero”. Claro, era difícil explicar a
una niñita de 10 años lo que hacía su papá como “consultor internacional”. A la
distancia creo que hablar de las consultorías tras bambalinas puede resultar
jocoso, aunque en su momento no estuvieran exentas de una fuerte carga de stress.
Comencé a trabajar con el Centro
Interamericano de Comercialización, CICOM-OEA, en 1985, cuando me reclutó su
Director, Juan Luis Colaiácovo, luego de conocerme como becario en un programa
de Gerencia Internacional en el Instituto Mexicano de Comercio Exterior. Al
principio me hicieron tomar misiones con Cámaras Empresariales de Mendoza,
Córdoba, La Rioja, para luego comenzar a ser Instructor en los Cursos
Interamericanos que se dictaban cada año en Río de Janeiro. Después vinieron
giras intensas, recorriendo países enteros, como fue el caso de Colombia, en
pleno período de Escobar, donde cada fin de semana correspondía cambiar de
ciudad, Bogotá, Cali, Medellín, Bucaramanga, Cúcuta, Barranquilla. Allí supe lo
que era andar con un guardaespaldas de chofer y supe lo que sufría el pobre
cuando me iba solo al mercado de los esmeralderos en Bogotá.
Hubo giras complejas por Centro
América, en países como Honduras, el Salvador, Panamá. Digo complejas porque
las rutas interiores eran peligrosas, en algunos países se vivía en guerra
civil. De todos los recorridos, recuerdo
el trabajo de organización de un consorcio de exportación con AJOCOLSI, una
asociación de joyeros de Santander, donde diseñamos un proyecto para vender
joyería en Montecarlo. Parecido trabajo desplegué en Catacaos, y en Piura, Perú
de donde traje como recuerdo un caballo chalán en filigrana de plata,
autografiado por todos mis alumnos.
Anécdotas por montones, como
comer hormigas salteadas en Bucaramanga, cuyis con cabeza y garras en Arequipa; en
Lima, rocoto relleno, que confundí confiadamente con un tomate relleno y el
fuego aún se siente en la nostalgia, así como las risas de los amigos peruanos.
Recorrer picanterías, comer pescado con maní en Trujillo; comer sancocho bogotano
con arepas en Colombia o cebiche de
concha y caldo de patas en Quito; bailar vallenato en Barranquilla, recoger como
esponja esas crónicas de viaje que luego volcaba en mis columnas en la Estrella
de Valparaíso.
En el inicio de los 90, ALADI me
solicitó a la OEA y comencé a trabajar en promoción de exportaciones e
inversiones, en Ecuador y Bolivia. Fue trabajando en Quito junto a un querido
amigo, ahora octogenario, que surgió la
invitación del PNUD para asumir una Consultoría en República Dominicana para la
modernización de la Aduana de ese país. Más de dos años trabajamos con Mauricio
Guerrero en ese proyecto. La adrenalina formaba parte de cada misión, lo
exterior y bonito estaba en las detenciones en los duty free, donde los trenes eléctricos para los hijos llenaban
el equipaje autorizado; pero en la letra chica hubo que afrontar situaciones
difíciles, como lo fuera, por ejemplo, coordinar el Reglamento de la Ley de
Aduana de Bolivia y estudiar la desvinculación de personal sin funciones, o
sostener un Arbitraje por una discordancia contractual con una Cámara local de
La Paz y lograr ganarlo, a puro fuelle y capacidad gerencial.
Conocer toda América, como un trabajador
más que se involucraba con entusiasmo con cada proyecto, saltar de una realidad
a otra, registrar emociones, tener amigos con quienes te topaste en alguna
ocasión y quedó un sentimiento de afecto persistente, todo eso fue el gran
patrimonio acumulado durante mis 20 años como Consultor Internacional por
América Latina y el Caribe.
Y ahora con mi hija, Ingeniero
Comercial y Magister en Marketing UAI, comentamos riendo esa confusión de niña,
cuando debía explicar las locas carreras de su padre por los aeropuertos, sus
regalos exclusivos que venían de la sierra ecuatoriana, de la mitad del mundo o
del corazón multicolor del Caribe.
Hernán
Narbona Véliz para Concurso Reeditor. 21 de julio de 2012.