Aquella
mañana, nada más levantarme de la cama, noté, enseguida, que
habían subido las temperaturas, pues me fui a la ducha sin pasar
frío; tampoco, después, tuve que recurrir a ningún sufrido y viejo
jersey. Hacía una temperatura agradable. En el cielo todavía
brillaban las últimas estrellas. Me hice un negro y espeso café, y
entretuve el tiempo leyendo y repasando anotaciones, hasta que se
hiciera la hora de ir a buscar al maestro a su casa. Era mi intención
que habláramos sobre Erasmo de Rotterdam. Azorín, como siempre, me
complació.
-Buenos
días, Azorín, ¿Ha descansado usted bien?
-Buenos
días, querido amigo. Sí, he descansado muy bien. ¿Y usted?
-Bien,
aunque me acosté tarde buscando datos para la conversación de hoy.
-La
conversación de hoy... ¡Ah, ya recuerdo! Quería usted que
habláramos de Erasmo, ¿es así?
-Así
es, Azorín, aunque más que hacia la vida y la obra de Erasmo, mi
interés va encaminado hacia la interpretación que hacen de su
figura dos intelectuales, uno de ellos historiador, y novelista el
otro. Entre ambas biografías median catorce años.
-Esos
intelectuales eran, si no recuerdo mal, Stefan Zweig y Johan
Huizinga.
-Exacto.
Son las dos visiones que le propongo a usted a fin de analizarlas.
-Muy
bien, querido amigo; pero antes, y espero que convenga en ello,
tendremos que ponernos nosotros de acuerdo, aunque sea en líneas
generales, sobre quién fue Erasmo y lo que representó en su época.
Sin olvidar, si nos centramos en los autores antes citados, que
dejamos de lado a Bataillon y su Erasmo
en España.
-Tiene
usted razón, Azorín. No obstante, y como no se le escapa, en cuanto
comencemos a hablar, tendremos que hacer interpretaciones, o valernos
de las que han hecho otros. Y es posible que Bataillon esté muy
presente en nuestros comentarios.
-Muy
bien, así no estamos constreñidos solamente a estos dos autores.
Pero tratemos, a fin de iniciar la conversación, de ponernos de
acuerdo sobre alguna de esas visiones. ¿Le parece a usted?
-Sí,
estoy de acuerdo. Para iniciar la conversación, querido Azorín, le
voy a hablar a usted de la interpretación de Erasmo que más me ha
molestado siempre, y que ha motivado, en parte, en una mínima parte,
mi renovado interés por tan excelso humanista.
-Es
decir, vamos a comenzar por el final: rebatiendo lo que no sabemos si
es cierto.
-Sí,
algo así.
-Es
una forma de comenzar. Como otra cualquiera. Adelante, querido amigo,
adelante.
-En
casi todas las biografías, opúsculos, introducciones, prólogos y
notas a pie de página, siempre he leído lo mismo: que Erasmo fue un
espíritu débil, es un eufemismo para no llamarlo un cobarde, que no
tomó partido por nada ni por nadie, salvo por su egoísmo, por su
tranquilidad, por su habitación y su sosiego.
-¿Y
no le parece a usted sospechosa tanta coincidencia? Porque imagino
que eso lo dirán estudiosos, y no detractores suyos, como podría
ser Lutero.
-Sí,
lo dicen los estudiosos. Pero también ha dicho usted, en más de una
ocasión, que algunas historias de la literatura, no lo cito
literalmente, están hechas más con pereza que con métodos nuevos
de investigación. Es decir: que se limitan unas a repetir lo que
dicen otras.
-Sí.
No me cita literalmente, pero así es. La pereza también hace valer
su visión.
-No
creo que los historiadores sean de una pasta diferente a los
filólogos. Por lo tanto, tal vez lo que es bueno para unos, también
lo sea para otros.
-¿Quiere
usted decir que todos cuentan lo mismo sobre Erasmo?
-Exacto.
Y eso resulta sospechoso. Fíjese, hasta Zweig, y quizás no podía
ser de otra forma, acusa a Erasmo de cobardía por no haber asistido
a la Dieta de Worms, aun cuando poco antes ha dicho que al
intelectual no le está permitido tomar partido; la patria del
intelectual es la justicia, que siempre está por encima de toda
discusión.
-Muy
bien, querido amigo: ya estamos entrando en materia. ¿No le parece a
usted que, muchas veces, escribiendo una biografía, sea de quien
sea, escribimos la nuestra propia, o que justificamos nuestras
acciones a través de las de los otros?
-Por
supuesto. Ese es un buen asunto para entablar una preciosa discusión.
Entre otras cosas porque plantea el problema de la objetividad.
-Efectivamente.
Y ahora debería responderme usted: ¿Es el señor Zweig objetivo
cuando habla de Erasmo?
-Si
me concede que yo no tengo datos objetivos, pero que sospecho de
cuanto hay detrás de los intereses de Zweig, la respuesta es que no
es objetivo. Es más, le diría que ni siquiera hace un libro de
historia, o una biografía en el pleno sentido de la palabra.
-Está
usted haciendo unas afirmaciones un tanto fuertes. Pues suponen que
sabe usted lo que es una biografía o un libro de historia.
-¡Ay,
Azorín! Qué más quisiera yo que saber eso. No, no lo sé. Pero
resulta sospechoso el contraste, hecho por Zweig, entre Lutero y
Erasmo. Lutero aparece como la bestia negra, la energía, el mal; en
tanto que Erasmo es el ser débil, enfermizo, sin ánimo ni ganas
para la lucha, pues la sabiduría no necesita de la violencia.
-Y
usted ve en eso, corríjame si me equivoco, el contraste del
intelectual con la fuerza bruta, es decir de Zweig con Hitler. Sí,
tal vez tenga razón en un primer momento, pues el señor Zweig
escribe la biografía en 1938, durante la guerra civil española, y
un año antes del inicio de la II guerra mundial, cuando todo estaba
ya anunciando lo peor. ¿Es así?
-Sí,
así es.
-¿Y
no le parece a usted una terrible osadía comparar, aunque no se haga
de forma explícita, a Lutero con Hitler?
-Tal
vez lo sea. Pero tenga en cuenta que Zweig, practicante o no, era
judío; que Lutero se jactó de tener las manos manchadas con la
sangre de los campesinos y, sobre todo, con la de Thomas Müntzer; y
que esto no casa muy bien con quien quiere reformar el cristianismo.
-De
lo cual se deduce que se quiera reformar lo que se quiera reformar,
el camino no es el de la violencia, al menos entre los cristianos.
-Efectivamente.
Y es así donde adquiere todo su sentido la famosa frase de Erasmo:
Dulce bellum inexpertum.
Si me permite una
licencia, yo traduciría inexpertum
por necio.
-Sí,
se la permito. Yo también lo traduciría así: sólo al necio le
complace la guerra. Pero no olvide, querido amigo, que de necios está
lleno el mundo.
-Lo
sé: omnium malorum
stultitia est mater. La
necedad es la madre de todos los males, dice Erasmo.
-¿Y
qué es la necedad? ¿No es esta relativa? ¿No le parece a usted una
enorme necedad todos los intentos de Erasmo por olvidar y hacer
olvidar sus orígenes, a su familia?
-Hoy
en día podría parecerlo. Pero ser hijo de un clérigo en aquellos
tiempos, ser bastardo, podía cerrarle muchos caminos y poner en
entredicho su persona.
-¿Y
eso le parece cristiano? ¿Le parece a usted que está bien que la
Iglesia cierre el paso a los bastardos?
-Le
diría que es consecuente con la Biblia, con el famoso Pecado
Original: ¿qué culpa tengo yo de los errores de mi padre? ¿Por qué
me tengo que bautizar? Sin embargo, la Biblia acepta este pecado que
pasa de padres a hijos. En consecuencia, también tiene que pasar el
de la bastardía.
-¿No
le parece a usted que nos estamos desviando del asunto? ¿Qué tiene
que ver esto con Erasmo?
-Se
está usted sonriendo, Azorín. Tiene mucho que ver, y usted lo
sabe... Muchas veces he sospechado que Erasmo, en el fondo, no era
creyente. ¿Cómo una persona inteligente como él se podía creer
todas esas patrañas de la redención?
-¿Quiere
usted decir que crucificando a un tercero, Erasmo hubiera quedado
curado de su bastardía?
-¡Dios
mío, Azorín! En la Edad Media estaríamos ya sobre una pira y
rodeados por hermosas llamas.
-Sí,
querido amigo; pero los tiempos cambian que es una barbaridad, ¿no
le parece?
-Es
posible. ¿Sabe? Usted y yo somos erasmistas sin saberlo. Estamos
aquí en nuestro retiro dedicados a los libros, a la lectura, a la
contemplación y a todo aquello que hubiera deseado el bueno de
Erasmo.
-Tal
vez. Pero ni usted ni yo publicamos nada, ni queremos incidir en el
mundo, o en la religión, ni corregir errores. Ignoro si hubiera sido
esto lo apetecido por Erasmo. Además, no hay ninguna guerra en
lontananza.
-No
estoy yo tan seguro de eso. Otra cosa en la que insiste Stefan Zweig,
y que también le sirve para marcar la diferencia con Lutero, es que
Erasmo, según él, es el primer europeísta: Europa es un concepto
moral, que permanece unido gracias al latín y a la religión. Lutero
descarga su puño de hierro, le gusta la imagen a Zweig, sobre tan
frágil entramado: vierte la Biblia al alemán, y rompe con Roma. Se
desgaja Europa.
-Se
le ha olvidado añadir una cosa importantísima: Erasmo fue una
persona itinerante. Jamás vivió en un único sitio. No echó raíces
más que en los libros y en alguna que otra imprenta. Comprenda usted
que es muy difícil vivir así para el común de los mortales. Y su
latín, como el de todos los humanistas, ¿no le parece un latín
artificial, sin arraigo?
-No
lo sé. Lo que lamento, en serio, es haber recibido una educación
tan fragmentaria, una educación que no me permite leer a Erasmo en
latín.
-Ahí
tiene uno de los grandes fracasos de Erasmo: las lenguas romances
están tomando mucho impulso. En España tenemos, en aquel momento, a
los hermanos Valdés, Garcilaso de la Vega... nadie escribe en latín.
-Considerando
las cosas de esta forma, ¿no le parece a usted que vamos en sentido
contrario?
-Sí,
desde luego: partimos del Imperio Romano, llegamos al nacimiento de
las naciones, y terminamos como Dios nos da a entender. Pero cada vez
más fragmentados y compartimentados, con una Europa y una unidad
cada vez más lejana, dígase lo que se diga.
-¿Sabe
de quién me ha acordado leyendo las biografías de Erasmo, la de
Zweig sobre todo?
-Me
imagino que de infinidad de personas. ¿Cómo lo puedo saber?
-Tiene
usted razón. Me he acordado de don Juan Valera. No hace mucho leí
un libro suyo titulado Meditaciones
utópicas sobre la educación humana.
-Recuerdo
que hablamos de él. Creo que hizo usted una crítica del mismo
diciendo que muchas de las afirmaciones de Valera han quedado
obsoletas.
-Sí,
me dijo usted que todos tenemos que pagar tributo a nuestra época.
Pero Valera también dice otras cosas que no han quedado anticuadas,
por desgracia. Y que son verdades proféticas. Erasmo me ha hecho
recordarlas. Dice en las Meditaciones:
“El afán de singularizarnos, el empeño de distinguirnos, se
sobrepone a todo y raya a veces en la locura. Lejos de propender las
gentes a tener un idioma universal, tal vez por orgullo desentierren
antiguos idiomas que para las ciencias y las letras estaban muertos
o, por lo menos, jubilados. Más de temer es el cisma que de una
nacionalidad o casta puede producir tal capricho que la disolución
de la nacionalidad misma porque se confunda y esfume en otra
nacionalidad más amplia.
-Sí,
todo esto está muy bien, querido amigo; pero creo que los
nacionalismos componen un movimiento imparable.
-Lo
cual explica, entre otras cosas, que Erasmo haya sido arrumbado. Y
hay algo de ejemplar, de muy ejemplar, en su vida. No creo que Erasmo
fuera un cobarde o un pusilánime. Pocas personas han trabajado tanto
como él por la cultura. Y la política y la cultura no se llevan muy
bien que digamos.
-Yo
creo que toda su vida es ejemplar. Tampoco yo estoy de acuerdo con la
famosa cobardía de Erasmo. Erasmo era un filólogo, un amante del
latín y del griego. Conocía la mitología. Y tal vez pensara que,
de haber asistido a la Dieta de Worms, o a la de Ausburgo, se hubiera
convertido, en persona, en lo que ya era como intelectual: en la
imagen de Casandra revivida. ¿Para qué advertir sobre la guerra de
Troya cuando la gente quiere matarse ante sus muros? ¿No le parece?
-Estoy
con usted, Azorín. A Erasmo le gustaba la soledad, pero no vivía
aislado. Insiste Zweig en que Erasmo se rinde al saber, al espíritu.
Como lo hace los poderosos de aquel momento: Carlos V le recoge un
pincel a Tiziano; el Papa Julio II abandona la Capilla Sixtina
expulsado por Miguel Ángel; y todo el mundo desea tener una carta de
Erasmo. Pero todo esto, sin embargo, va a cambiar de forma radical. Y
Europa se enciende con guerras de religión y de todo tipo.
-¿Sabe,
querido amigo? Le voy a decir más cosas que, en la Edad Media, desde
luego, nos hubieran llevado a la hoguera: a la Dieta de Worms quien
debía haber asistido, haber entonado un mea culpa y actuado en
consecuencia, tenía que haber sido el Papa. Hubiera evitado mucho
derramamiento de sangre... En España se escribe Lázaro
de Tormes, que contiene,
como sabe, acerbas críticas a la Iglesia, y la respuesta de puesta
es colocar el libro en el Índice. Y el anonimato, pues el autor no
se atrevió a firmarlo, huyendo, sin duda, de los calurosos honores
que le esperaban.
-Sí.
Coincide, a bote pronto, con los años en que se prohibe a Erasmo en
España.
-Efectivamente:
no es nada grato aquello suyo de Monachatus
non est pietas. De donde
se deriva el famoso refrán que, un hombre como usted, conocerá sin
duda: “Quien no ama a Erasmo o es fraile o es asno.”
-Sí,
lo conocía. ¿Ha visto usted el grabado del libro de Bataillon? Me
refiero a ese que cayó en manos de un censor español: igual que
hace un alumno de la ESO con la fotografía de un profesor que lo ha
suspendido, está lleno de tachaduras, con un ojo entintando...
-Sí,
lo recuerdo. Y eso me ha hecho recordar que cuando comienza la
Contrarreforma, en algún convento de Andalucía, los frailes vivían
con mujeres en dicho convento, cada uno con la suya. Creo que
Cisneros los obligó a abandonarlas, y entonces se pasaron a
Marruecos, se convirtieron al Islam, y siguieron todos juntos.
-El
triunfo del amor. Se podían haber exclaustrado. Aunque tal vez eso,
en aquellos años, fuera excesivamente lento y complicado, si es que
se podía hacer.
-No
lo sé. Pero seguro que había otras formas de escapar y salir con
bien. O aceptar el matrimonio de los sacerdotes, como proponía
Lutero. Recuerde usted que, gracias a los procesos inquisitoriales,
sabemos que la gente se separaba y se volvía a casar: sencillamente
abandonaban a la mujer y se iban a otro pueblo. Sin papeles ni
documentos, uno tenía la oportunidad de ser lo que deseaba ser.
-Sí,
pero por lo que cuenta, cayeron en manos de la Inquisición.
-Algunos,
querido amigo, algunos; no todos. Aunque el brazo de la justicia
siempre ha sido largo. Y terrorífico.
-Con
los débiles. Y más el brazo de la justicia eclesiástica. Pero
volviendo a nuestro tema: también habla Zweig de que Erasmo, en sus
críticas, acentúa que el mantenimiento de las formas externas, en
la religión, no constituye la esencia de esta, ni mucho menos.
-Eso
es lo que, entre otras cosas, lo va a hacer atractivo para nuestro
país, lleno de conversos, cristianos viejos, marranos, judaizantes e
inquisidores.
-¡Qué
terrible! Si una persona no se convertía al cristianismo era
perseguido, y si lo hacía era un marrano con nulos o escasos
derechos.
-El
fracaso de Erasmo, querido amigo, el fracaso de Erasmo. O mejor
dicho, el fracaso de una época, porque hacerle cargar a él con todo
esto por no haber asistido a ambas Dietas me parece, cuanto menos,
una terrible hipocresía.
-A
veces, Azorín, cuando acusan a Erasmo de cobarde o pusilánime, me
pregunto si quien hace esta acusación se ha preguntado, a su vez, si
a Erasmo le interesaba la acción. Zweig dice que de haber sido más
audaz, Erasmo hubiera podido llevar a cabo una reforma, pues lo
seguía mucha gente.
-Eso,
querido amigo, es hacer cábalas. Quien tenía que haber tomado
conciencia de la situación, haberlo oído y seguido, era la Iglesia,
el Papa y el clero. Pero tal vez había ya demasiados intereses de
por medio. Y estos primaron sobre las enseñanzas de Cristo.
-En
tanto leía la biografía, y ya que estamos hablando del fracaso,
también me he acordado de san Francisco de Asís: este también
fracasó estrepitosamente.
-Pues
claro, querido amigo, igual que Jesús y Erasmo. ¿Y por qué? Por
exigir demasiado.
-En
eso tiene usted razón: todo lo que salga del planteamiento de
tenerlos encerrados en un aula, y de elevar el nivel de exigencia,
está destinado al fracaso.
-Efectivamente.
Ya tenemos la fuente ante nosotros. Pero me gustaría, con su
permiso, seguir hablando de Erasmo. Hay muchas cosas que se nos han
quedado pendientes. Aunque me temo que no lo agotaremos. ¿No le
parece?
-Estoy
convencido de ello. Pero aún así creo que vale la pena que sigamos
dialogando sobre él. ¿Sabe que en la catedral de Mallorca hasta
hace poco tiempo colgaban de sus muros la lista de todos los judíos
de la isla?
-Seguiremos
con Erasmo. Forma parte de nuestra historia. Y nosotros no tenemos
nada que temer.
Hacía
una mañana espléndida. El sol ya se anunciaba por encima de las
azuladas montañas. Bebió agua Azorín, un ritual que le encantaba y
al que no quería renunciar, y emprendimos el regreso al pueblo.
Ambos íbamos meditando sobre Erasmo y una parte de nuestra historia.