Me
hubiera gustado comentar este sábado la importancia que ha ido adquiriendo el
deporte y también algunos eventos desafortunados que tienen lugar en ese
ambiente, como las peligrosas malcriadeces de Maldonado, los recientes insultos de Mourinho a una
ciudadana catalana, o la reacción de algunos alemanes ante el papel que hizo su
selección de fútbol en la Eurocopa, achacando la pérdida de ésta a que sus jugadores de
ascendencia turca y tunecina no cantaron a voz en cuello el himno teutón. Pero la
campaña presidencial ya comenzó y si antes era difícil sustraerse a la política
nacional ahora es casi imposible. Creo que fue Robert Dahl el que dijo que si
había algo peor que no preocuparse de la política era sólo preocuparse de la
política; y no le faltaba razón, como podemos dar fe quienes hemos estado sometidos
a este proceso político durante ya catorce largos años.
Sugerí
en mi columna pasada que iba a ser muy difícil que el candidato del gobierno le
sustrajera el cuerpo al debate presidencial; que quien había hecho de la
palabra su principal arma al fin no aguantaría la tentación de debatir
públicamente con su oponente. Pues bien, esta semana, aunque ha dicho que no debatirá con la “nada”, el mismo
presidente inexplicablemente (si atendemos a su estrategia política) le ha dado
más aliento al tema. Lo novedoso, sin embargo, es que Capriles ha exigido además ciertas condiciones para que las elecciones sean
“libres” y “justas”, como, por ejemplo,
que se reduzcan las cadenas o no se utilicen con fines propagandísticos.
El presidente ha argumentado a su vez que la Constitución le da el derecho de hacer
esas cadenas cuantas veces él lo desee.
Aunque
no soy muy ducho en estos menesteres no creo que la Constitución le otorgue ese
derecho. Hasta donde yo sé es la ley Resorte la que habla de ello y, siempre, con
ciertas limitaciones (como, por ejemplo, el artículo 10 cuando habla de la prohibición de hacer propaganda electoral
en esos espacios), ya que la Constitución sólo expresa ambiguamente en el
artículo 143 el derecho que tenemos los ciudadanos a ser informados veraz y
oportunamente por la Administración Pública de todas sus actuaciones.
En todo
caso , lo que se trata de averiguar es si debemos aceptar la ley cuando es ésta
manifiestamente injusta; si las leyes
por el hecho de ser elaboradas por un parlamento o, en su defecto, por un Asamblea Constituyente son de por sí
justas; si el entramado judicial , por el hecho de serlo, es justo por sí mismo;
y si, en definitiva, se puede hablar de justicia o no fuera o al margen de la ley, a lo cual se opusieron
en su momento ciertos pensadores políticos (como Hobbes, por ejemplo).
Sabemos
que ciertos regímenes se han valido de
la legalidad para imponerse (el caso de los famosos “juristas del horror”
nazis, ya tratados en este mismo espacio), pero también que si las leyes fueran
justas sin más no se explicarían las
constantes modificaciones que se hacen a los diferentes ordenamientos jurídicos.
Si en un régimen político no somos todos iguales ante la ley y no se respeta el
principio de igualdad política (o de imparcialidad, como diría Rawls); o si en
dicho régimen las decisiones que tome la
mayoría violentan los derechos de las minorías, seguramente estaremos muy lejos
de considerar dicho régimen como democrático.
Para
terminar, simple y llanamente no es “justo” que las cadenas de radio y
televisión, así como la cantidad ingente de medios que posee el Estado, se usen para que el candidato oficialista
apabulle a su contrario, por mucho que la ley diga lo que diga. Si el candidato
López Obrador se queja de que las elecciones en México deben ser anuladas
porque no han sido limpias ni justas (pues según él sus oponentes habrían pagado
por gran cantidad de votos), ¿qué podremos decir nosotros al final de estos
tres meses de campaña?