“Ahí viene el hombre, ahí
viene/ embarrado, enrabiado contra la desventura, furioso/ contra la
explotación, muerto de hambre, allí viene/debajo de su poncho” -
escribió el poeta chileno Gonzalo Rojas, hijo de un minero.
El
minero dice “haiga”, el minero dice: “al dentrar”: ¿Será que en las
profundidades de la tierra hay verbos en estado puro, verbos sin reales
academias, verbos con la fuerza del volcán y con el testimonio de la primera
piedra del mundo, verbos con la gramática del socavón?
La
tiranía de la definición indica que la minería es una de las actividades más
antiguas de la humanidad, consiste en la obtención selectiva de minerales y
otros materiales a partir de la corteza terrestre. Sin embargo, la definición
omite que el minero es el panadero de la tierra, el jardinero de la flor del
petróleo, el sacerdote que celebra la misa de la roca y el cerro escondido.
“...creadores de la
profundidad,/saben, a cielo intermitente de escalera,/ bajar mirando para
arriba,saben subir mirando para abajo...” (César Vallejo)
El
minero integra la hermandad de los soles recónditos, la cofradía de las
profundidades de la tierra, la congregación de los hombres que confunden el día
con la noche, pues los ojos del minero se enfrentan al sol como virgen ante el
bullicio del deseo, porque el minero es el obrero del oro de la sombra, peón de
los ocasos dormidos bajo el mundo.
“Juan Navarro insepulto y
sepultado/ yace en el fondo de la mina oscura./ Afuera el sindicato con
premura/ un grandioso homenaje ha preparado./ "Fue mártir del progreso,
fue soldado..."/ Declama el intendente en su lectura/ y en solemne
responso el señor cura/ lo llama "boliviano iluminado"./ De qué
sirven los cirios y oraciones/ y ese cheque que firman los patrones/ y ese
cura, ese juez, esa bandera?/ De qué sirve todo eso Juan Navarro/ si estás
muerto y pudriéndote en el barro/ sin saber que en Oruro es primavera?”
(Carlos E. Figueroa)
Minero,
profanador del secreto hondo del planeta, tiene una santa de las profundidades,
Santa Bárbara, y un espectro de mujer que cada tanto lo acecha, la viuda negra.
Como se sabe, la mujer tiene prohibido el ingreso a la mina, se cree que si
ella penetra en el socavón la maldición caerá sobre los mineros. Extraño, si se
tiene en cuenta que la Pachamama, la Madre Tierra, es mujer, pero también
curioso si se considera la importancia de la Palliri (mujer que selecciona los
minerales) a la que Manuel J. Castilla le dedicara un poema: “Qué trabajo más simple que
tiene la palliri./Sentada sobre el cáliz de su propia pollera,/elige con los
ojos unos trozos de roca/que despedaza a golpes de martillo en la tierra...Qué
inútil que sería decir que en sus miradas/hay un pozo de sombra y otro pozo de
ausencia;/que pudo ser pastora de las nubes/ y se quedó en minera,/que pudo
hilar sus sueños por las cumbres/viendo bailar la rueca” Víctor
Montoya, escritor boliviano, sostiene: “Cuentan
que el Tío (El Tío, deidad andina de los mineros) se enamoró de la Palliri más
hermosa del campamento minero. Respondía al nombre de Soledad Chungara; tenía
las trenzas largas y la piel más blanca que la porcelana china, y aunque a
veces parecía una monja, mantilla blanca en la cabeza y pollera negra que le
daba más abajo de las rodillas, era tenida por mujer de mala vida. Los mineros
no se atrevían a mirarla a los ojos, porque decían que su desgracia estaba
escondida en su belleza”
El
minero es el intérprete del ancestral canto de la tierra, devenido en piedras.
Él habita las hondas oficinas del planeta, allí donde las ventanas muestran los
antiguos océanos de la humanidad ¿Será por eso que los mineros urden los
primeros inventarios de la noche secreta del mundo?
Las
manos del minero develan el antiguo testimonio del corazón del planeta,
rasguean la guitarra paleolítica, tocan el viejo tambor del mundo.
Ebrio
del vino de abajo, de la sangre de la tierra, del rocío planetario, el minero
navega a través del río de los siglos de la roca, de ese vino, sudor de los
primeros que sembraron el día nocturno de la mina, lágrimas de los que lloraron
el paraíso perdido en el oro, arroyo seco de los pobres ricos que hacen tumbas
llamadas minas, sangre del Cristo minero que perdura en cada piedra que el obrero
del socavón trabaja, sin saber que está urdiendo con sus manos, su propia
lápida.