Salimos
a pasear, tras unos días de ausencia en la capital por parte mía,
como veníamos haciéndolo antes de las fiestas de Navidad. Según
los meteorólogos, el frío ya estaba remitiendo. Las temperaturas,
afirmaron, no tardarían en subir. No dijeron cuando, así que nos lo
tomamos con humor, y calculamos que sería en agosto, más o menos.
Bien abrigados y bien animosos, pusimos, pues, rumbo a la fuente de
las afueras del pueblo. Todavía se respiraba un cierto aire
navideño.
-¿Qué
tal le ha ido por la ciudad? ¿Le han hecho a usted muchos regalos
sus amigos y conocidos?
-No,
Azorín, no he tenido muchos regalos. Digamos que los justos. Tampoco
yo me he explayado con deudos y parientes.
-Ya.
Imagino que debe de ser un fastidio ir de compras estos días.
-Forma
parte del ritual, y es difícil sustraerse a él, aunque yo casi lo
he conseguido.
-Y
por otra parte se reciben regalos que rara vez sirven para algo, ¿no
le parece?
-Lo
mejor es preguntar lo que se necesita o hace ilusión, y regalarlo.
Pero si se procede así, la mayoría de la gente se siente
decepcionada y no sabe qué contestar.
-Porque
siempre se espera algo maravilloso, algo indefinido que no se sabe
bien lo que es, algo mágico... Es absurdo y humano. Luego se regala
lo que nadie espera; pero que, por desgracia, no es la maravilla
entresoñada y deseada, y que no sirve para nada. Por eso el mejor
regalo es un libro, ¿no le parece a usted, querido amigo? Siempre se
puede recurrir a él en momentos de soledad, abatimiento,
aburrimiento, o por simple y mera curiosidad. Y, además, puede ser
maravilloso. Y, tal vez, peligroso.
-Estoy
totalmente de acuerdo con usted, Azorín. Pero es difícil también
acertar con el libro. Si no se acierta, este termina siendo un trasto
más, una pequeña molestia a la que hay que quitar el polvo de vez
en cuando, en algún rincón de la casa.
-¿Entonces?
-Lo
mejor es no regalar nada. Que cada cual se compre lo que necesite. Me
parece más adecuado invitar a cenar a un amigo que hacerle cargar
con un paquete ante el cual se ve obligado a ser un pésimo actor, y
declamar, llevándose el dorso de la mano a la frente, aquello de
“¡Oh, cuánta ilusión me hacía. Es, en verdad, el mejor regalo
que me han hecho en mi vida. ¡Ah, qué maravilla!”
-Tal
vez tenga usted razón. Además, una cena, con el vino adecuado, en
un lugar agradable, se puede convertir en una delicia. Máxime con un
buen conversador como usted.
-Sí,
y máxime cuando se está perdiendo el gusto por estar juntos, y por
hablar. Es horrible lo que sucede ahora, Azorín: la gente se mete en
restaurantes llenos hasta la bandera. Allí hablan todos a voz en
grito, fuman, y ven la televisión, todo al mismo tiempo.
-Es
imposible que saboreen la comida.
-Por
supuesto: no saben comer, ni beber, ni estar en compañía y
disfrutar de ella; ni dialogar. Están acompañados, que no es lo
mismo. Me imagino que me entiende.
-Claro
que sí, querido amigo.
-Perdone,
Azorín: tardan en perderse los viejos hábitos: cuando en clase daba
alguna explicación, siempre terminaba con ese latiguillo: “me
imagino que me entendéis.”
-¿Y
lo entendían?
-Eso
depende del grado de imaginación que le eche usted.
-¿No
añora usted las aulas?
-No.
En absoluto. Echaba de menos estos paseos con usted, la soledad y los
campos; el silencio y el aire puro. En las clases no hacía sino
pensar que sólo en la soledad se puede ser buena persona.
-Bien.
Pues ya está usted aquí. Y dado que ya tenemos un poco de
confianza, permítame preguntarle por los regalos que le han hecho.
¿Ha actuado usted como un mal actor y se ha llevado el dorso de la
mano a la frente?
-No,
Azorín, yo como actor soy bastante bueno: no olvide usted que fui
profesor.
-Es
usted terrible.
-No,
no lo soy. Cabe tener en cuenta, además, que fui profesor de una
asignatura que no había estudiado... Es como estar viviendo como la
mujer equivocada, a la que hay que hacerle creer, día tras día, que
se la ama con pasión. La vida de muchas personas, para qué
engañarnos. La diferencia residía en que yo sabía que estaba
actuando.
-Deduzco,
querido amigo, que no le ha sentado bien el viaje a la ciudad.
-No,
no me ha sentado nada bien, la verdad. Y con respecto a los regalos,
sólo he tenido dos. Dos libros. Sobre uno de ellos me abalancé como
un lobo hambriento sobre un tierno corderillo.
-Y
se manchó de sangre.
-Si
llama así a la desilusión, se lo concedo.
-¿Y
de qué libros se trata, si se lo puedo preguntar?
-De
una biografía de Stefan Zweig. Me gusta mucho este escritor. Durante
una época de mi vida leí de él cuanto pude encontrar, que fue
bastante. Y me quedé anonadado cuando me enteré, por la
contraportada de un libro, de que se había quitado la vida junto con
su segunda mujer.
-Sí,
esas noticias siempre impresionan un poco. Y más en personas
queridas o admiradas.
-Yo
lo hacía el hombre más feliz del mundo: triunfó enseguida, de muy
joven; ganó muchísimo dinero con la literatura, escribió libros
maravillosos, viajó mucho, era querido y admirado...
-Pero
le tocó vivir una época terrible, querido amigo: la primera guerra
mundial, el brote antisemita, y el estallido de la segunda guerra
mundial... Nada hay peor para un escritor, para un espíritu
sensible, que la guerra, la muerte y el exterminio. Es el fin de la
civilización. Zweig se vio privado de sus libros, de su casa, del
medio en el que podía desarrollarse...
-Además
era judío, cosa nada baladí ¿Sabe, Azorín? Durante una época
estuve interesado en averiguar el por qué de esos odios entre los
humanos, de unos a otros sea por la religión, por el color de la
tez, del pelo o de lo que sea y por lo que sea.
-Y
seguro que no averiguó nada.
-Exacto:
no averigüé nada. No había, dicho de otra forma, planteamientos
filosóficos, o grandes misterios que descubrir. Eso sí, me leí
todos los volúmenes de León Poliakov; Historia
de la intolerancia, creo
que se titulaban.
-Pero
llegaría usted a alguna conclusión.
-A
lo que llegué fue a una depresión terrible, Azorín.
-Se
toma usted los libros demasiado en serio, amigo mío.
-No
me diga usted esas cosas, Azorín: tanto para usted como para mí los
libros han tenido la misma entidad, y a veces más, que las propias
personas.
-Tiene
razón: a veces se vislumbra excesiva tristeza a través de ellos.
¿Es eso lo que le ha sucedido con la biografía de Zweig?
-He
pasado por diversas etapas a lo largo de la biografía: me ha
molestado un poco que el autor no analizara la obra de Zweig, o no
dijera algo sobre ella. A mí siempre me ha impresionado la capacidad
de este hombre para meterse en la piel de los demás: de Balzac,
María Antonieta, Castellio, María Estuardo...
-Eso,
querido amigo, es lo que hace todo buen novelista. Desde Cervantes
hasta Pereda, pasando por Tolstoi.
-Sí,
tiene razón. Es evidente.
-Y
tenga en cuenta además que se hace a través de la lengua, del
idioma. Por lo tanto, el manejo de éste es imprescindible.
-Y
también el conocimiento del mundo. Esa ha sido la segunda cuestión
que me ha llamado la atención de esta dichosa biografía.
-¿A
qué se refiere exactamente?
-Zweig
viajó mucho. Y conoció a gente de primer orden: Thomas Mann,
Hermann Hesse, Rilke, Richard Strauss...
-Y
esos conocimientos le impresionan a usted.
-¿Qué
quiere que le diga? Quizás se trate de provincianismos míos, pero
en tanto Zweig se mueve por toda Europa, por el centro de al cultura,
aquí nos movemos por entre poblachos, sierras y gente sin el más
mínimo interés.
-En
eso está usted equivocado, amigo mío. Yo no trato de restarle
importancia al señor Stefan Zweig, ni de contraponerlo a Castilla.
Pero tan difícil y arduo puede ser componer una novela o un cuento
en Salzburgo como en Acalá de Henares. Aunque pensándolo bien, tal
vez en Alcalá exija más esfuerzo.
-Sí,
Azorín, pero Salzburgo, o Viena, están en el centro de la cultura.
-Ha
regresado usted de la capital lleno de espejismos.
-¿Qué
quiere decir?
-¿Cree
usted que si se va a vivir a Viena, o a Nueva York, va a ser usted
capaz de componer una maravillosa novela? ¿O de conocerse mejor, que
es de lo que se trata? Y aunque así sea, ¿no le parece a usted que
tiene más mérito, muchísimo más mérito, levantar a dos
personajes en un lugar de la Mancha que en París o Moscú?
-No
sé por qué: las dificultades son las mismas.
-Según
sus espejismos, no. Por los caminos de la Mancha los personajes se
van a encontrar con cabreros, labradores, arrieros, zafios y
mastuerzos... y por Salzburgo o París con cualquier artista
conocido, a veces no menos zafio que un molinero. Puede hablar
enseguida de teorías literarias, de cine, de ópera, de tal o cual
actriz y su último escándalo, y el libro puede resultar un viaje
ameno, agradable. ¿De qué hablar, por el contrario, en la Mancha?
-Ya.
Lo entiendo.
-¿Cree
usted que es más universal Zweig que Cervantes?
-No,
no lo creo. Y conozco, antes de que me lo diga, el viejo refrán:
“tonto en su villa, tonto en Castilla.”
-Sí,
lo imaginaba. Pero no deseo que me malinterprete, querido amigo. No
estoy en contra, ni mucho menos, de viajar, conocer ciudades, países
y nueva gente. Ahora bien, hay que hacerlo con talante abierto. En
caso contrario, no sirve de nada. Se termina por ver lo que se lleva
dentro, y no se cambia.
-Comprendo
lo que dice, Azorín. Y reconozco que tiene usted razón. No
obstante, me queda el resquemor de no haber salido lo suficiente del
país, de no haber vivido más tiempo en otros lugares.
-No
le digo lo contrario, querido amigo. Es importante hacerlo, conocer
otras lenguas y otras literaturas, otros mundos; pero eso no le va a
servir de nada si usted no lleva dentro a un artista, al inocente, en
el pleno sentido de a palabra.
-Ya.
Vamos encaminados a la famosa pregunta: ¿El poeta nace o se hace?
-No
era mi intención llegar a esa pregunta, compleja y de difícil
solución. Lo que yo pretendía decirle es que el escritor, como las
buenas plantas, aprovecha la tierra y el clima que tiene, en los que
ha nacido: Zweig, para florecer, necesitó Viena, su pasión por los
autógrafos, los viajes, los hoteles, las mujeres; y todo lo
aprovechó maravillosamente bien; fue una planta exuberante.
Cervantes es el cactus del desierto. Viajó tanto o más que Zweig,
pero por la Mancha, Alcalá, Sevilla, Barcelona; y trató, aunque
poco, con Quevedo, Lope, Góngora... ¿Cree usted que estos buenos
amigos le ayudaron a escribir el Quijote?
-No,
no lo creo. Se tuvo que reafirmar frente a ellos, por el contrario.
Tiene usted razón, Azorín.
-¡Ah,
querido amigo! Tengo la impresión de estar vapuleándolo. Me estoy
comportando con usted como un profesor cascarrabias después de unas
largas vacaciones, que dicho profesor hubiera querido más
productivas. Perdóneme.
-No
hay nada que perdonar, Azorín. Creo que sus observaciones son muy
atinadas. Sencillamente he llegado un tanto deslumbrado por ese mundo
de Zweig, y por su propia personalidad.
-Tal
vez ahora debería leerse alguna biografía de Cervantes o de
Quevedo.
-Son
cosas totalmente diferentes. Aunque España en aquellos momentos no
era un lugarón desierto y falto de cultura.
-No,
no lo era. Y tiene de todo: política internacional con Quevedo;
mujeres con Lope, y viajes y prisiones con Cervantes.
-He
leído biografías de estos tres autores. Pero en ninguna de ellas he
experimentado el dolor, físico, que he sentido leyendo la biografía
de Zweig. Ya sé que fue un hombre afortunado... no obstante, y aun
así.
-Yo
conocí a una persona, profesor universitario para más señas, que
siempre terminaba igual sus conversaciones. A veces, en alguna
reunión con amigos, alguien contaba sus viajes por la Mancha, por
Oviedo, Argamasilla, Gredos, o por donde fuera. Él siempre comentaba
que había estado, con su señora, en Oxford. De su país no conocía
nada, ni siquiera la literatura, pues en aquel momento estaban de
moda Dostoiewki, Gorki, Dickens. Oxford, él había estado en Oxford.
Conozca el tiesto en el que vive, querido amigo.
-Conozco
el tiesto bastante bien, Azorín. No, perdone por mi falta de
modestia. He viajado por el tiesto, que no es lo mismo... Se lo digo
porque leyendo la biografía de Zweig, el autor de la misma habla de
los libros del biografiado... Tuve que buscarlos por los estantes.
Los tenía todos, y todos están subrayados, lo cual quiere decir que
los he leído; pero no recuerdo nada de ninguno de ellos. ¡Es
horrible!
-Los
extremos se tocan, querido amigo: al final de la vida, y con tantos
libros leídos, recuerda uno lo mismo que si no hubiera leído
ninguno. Tampoco, por desgracia, los comportamientos son distintos
entre quienes han leído y saben, y quienes no lo han hecho y saben
poco o nada. Aunque a veces... Recuerde que los cabreros y los
pastores de las novelas de Cervantes son siempre bellísimas
personas. Y los odios y rencores, zancadillas y puñaladas, que
habitan en nuestra sacrosanta universidad son de antología. ¿Con
quién se queda usted?
-Sí,
yo ya se lo he dicho más de una vez: la cultura, los libros, sirven
para bien poco. Apenas si modifican el comportamiento de los humanos.
Yo también he conocido a profesores universitarios que,
pretendidamente, saben mucho sobre Sócrates o Séneca, y que son las
personas más egoístas y egotistas de mundo. Este se les queda
pequeño para su enorme vanidad. Y total por saber traducir
correctamente, según dicen ellos, eros o simposium.
-¿Y
a usted lo han transformado los libros, querido amigo?
-No
lo sé, Azorín; pero no concibo mi vida sin ellos. Ya sé que eso
quiere decir muy poco, pero así es. Aunque no llegue al extremo de
Mendel, el de los libros, el personaje de Zweig.
-Yo
tampoco concibo mi vida sin ellos. No obstante, tampoco me atrevo a
decir que hayan mejorado mi persona para bien. He disfrutado mucho
con ellos. Eso sí.
-Demorémonos
un poco, Azorín. Ya oigo el glu-glu del agua de la fuente. Se me
acaba de ocurrir una cosa. Yo he estado dos veces en París. Fueron
dos estancias muy cortas; ninguna duró más allá de treinta días.
Era joven y pobre. Y me recorrí París, a pie, de cabo a rabo. Entré
en muchos museos, y compré un libro en una librería porque me
enamoré de su nombre, La
joie de lire, ¿no le
parece un nombre precioso para una librería? El gozo de leer...
¿Sabe, sin embargo, qué es lo que con más insistencia recuerdo de
París al cabo de tantos años?
-No
lo sé, querido amigo, pero si seguimos de pie y sin caminar, me voy
a congelar.
-Perdone
usted. Caminemos. Estaba solo en París. Estar solo en París fue,
para mí, toda una experiencia. Una mañana de agosto me fui a pasear
por el barrio de Les halles, cuando, de repente, se puso a llover.
Hacia mí, empapada en agua, caminaba una mujer alta, joven,
bellísima. Iba vestida con una sencilla blusa blanca. El agua le
había pegado la fina tela a los pechos. Se transparentaban a través
de ella. Eran unos pechos firmes, duros, bellísimos... Me acordé de
la Victoria de Samotracia, y rápidamente, apenas nos cruzamos, di la
vuelta a la manzana para tratar de ver otra vez a esa mujer... Fue
imposible. Nunca más nos hemos vuelto a cruzar en ningún sitio.
-¡Ah,
querido amigo! La belleza siempre es algo efímero. Se ve o
vislumbra, se goza durante unos segundos, y su recuerdo produce dolor
y el ansia de volver a contemplarla.
-Como
la biografía de Zweig.
-Sí;
pero no vuelva a París porque jamás se tropezará con aquella
hermosa joven. Es muy posible, querido amigo, que, bajo otra forma,
se le aparezca en el tiesto, en Argamasilla o aquí mismo.
-Tiene
usted razón, Azorín, tiene razón. Ya hemos llegado a la fuente.
Otro día, si le parece bien, hablaremos de Erasmo. Y de la biografía
que, sobre él, escribió Zweig.
-Será,
como siempre, un placer.
El maestro bebió agua.
Se tonificó con ella, y regresamos al pueblo a buen paso, pues hacía
frío. Esa misma tarde nevó. Recuperé la paz y la tranquilidad
leyendo al lado del fuego o viendo caer los copos de nieve tras los
cristales de mi caldeada habitación.
Eduardo Gallardón,
El Mundo de Ayer, Memorias de un Europeo. Supongo que nos referiremos al mismo libro de Stefan Zweig?
No es solamente un libro cautivante por la narración y el contexto histórico en que se sitúa. La transmisión que hace de los sentimientos y sensaciones personales y del ambiente son extraordinarios y escalofriantes. Es imposible no involucrarse más allá de la lectura.
No soy un historiador ni cronista para resolver la duda entre Cervantes y Zweig, pero si me atrevo a decir que éste último entrega un vértigo sobre la guerra que debemos procurar resulte contagioso.