En España el
trabajo y la inteligencia se han visto menospreciados. Aquí todo lo
manda el dinero.
Ramón
María del Valle-Inclán, Luces
de bohemia.
Tengo un amigo, Ramón
Zapater, que es un gran aficionado al teatro. Me cuenta él que la
tal afición se le despertó unas Navidades, cuando, siendo un niño,
su padre lo llevó a la capital. Entonces, según relata, en
Valencia, en el paseo de la Alameda, montaban una gran feria. A mi
amigo Ramón no le gustaban las atracciones fuertes: norias,
balancines, etc. Él prefería los números de magia o de efectos
ópticos, y los muñecos de guiñol cuando los descubrió.
En el pueblo no había
ni teatro ni muñecos. Tuvo que esperar a la emigración para volver
a ver una pequeña representación. Entretanto, durante el
bachillerato, leyó alguna que otra obra clásica; pero leído no lo
gustó el teatro.
-Está claro -decía
una y otra vez, justificando la pereza que le daba enfrentarse con un
texto de Lope o de Cervantes- que el teatro está escrito para ser
representado, no leído.
Pero
como no había otra cosa, siguió leyendo e imaginando las escenas.
Un día, sin embargo, a finales de julio, tuvo su gloriosa caída del
caballo: se fue con unos amigos a hacer el Camino de Santiago, en
autoestop. Al regreso, como sucede siempre tras los viajes, pasó
varios días nervioso, aclimatándose. Y un domingo por la tarde
salió a pasear sin saber muy bien qué hacer. La casualidad, o el
azar, o su destino, lo llevaron a pasar por la puerta del teatro
Principal. Dentro de poco más de una hora iba a comenzar la
representación de Luces
de bohemia. A
Ramón le sonaba la obra y el autor. Hay que decir en su favor que
los libros de texto de literatura de su época comenzaban con el
Poema
de Mio Cid,
y terminaban, con suerte, con don Benito Pérez Galdós. A
Valle-Inclán apenas si lo nombraban. Pero Ramón, no teniendo nada
mejor que hacer, sacó una entrada cerca del escenario, y vio la
obra. Le impresionó la fuerza y el lenguaje de la misma. Desde
entonces ya no paró de ver teatro.
-Tuve
mucha suerte -reconoció-. No recuerdo quién la dirigía, pero la
interpretó José María Rodero, en el papel de Max Estrella, quien,
al día siguiente, interpretó, también, Calígula,
y
ya no sé cuántas más. Las vi todas.
En aquella época
todavía estábamos bajo la dictadura de Franco. Y por paradójico
que parezca entonces se representaba mucho teatro. Con la llegada de
la democracia estas representaciones estuvieron a punto de
desaparecer.
-Y con la llegada de
las autonomías -apuntaba Ramón- el teatro se convirtió en aquello
que ya denunciaba Séneca en Roma: mero espectáculo para que el
contribuyente se percatara de cuánta era la riqueza de su ciudad y
cuánto era el dinero que había. Y el dinero se iba en hacer
estupideces, es decir en convertir una nave industrial en un teatro
cuando tenemos el teatro romano, el teatro Principal, y otros, que se
han dejado morir de inanición. En aquella nave industrial había
goteras, así que más de un espectáculo tuvo que ser aplazado por
miedo a la lluvia y a posibles cortocircuitos. Se gastaban millones
en hacer absurdos decorados o en poner música que nada aportaba al
texto, o en contratar actrices a las que no se les entendía nada
porque sí, tenían mucho renombre, pero no sabían hablar ni el
castellano ni el español, dicho sea para mayor claridad.
Más hacia delante
Ramón se apuntó al festival de verano de Sagunt a escena. Según me
decía, todos los veranos, en las desgastadas piedras del teatro
romano, le era dado ver tres o cuatro obras que, verdaderamente,
valían la pena. Pero llegó la restauración del viejo y sufrido
teatro romano. Y tirios y troyanos, en sempiterna lucha por el poder,
se enzarzaron discutiendo en si estaba bien o estaba mal hecha dicha
restauración. En este país, para desgracia nuestra, se politiza
todo. Se cerró la Nave por el enorme calor que hacía allí, y las
pocas disposiciones teatrales que tenía. Y en el teatro romano,
amenazado de cierre, comenzaron a hacerse danzas, bailes, cantos,
contorsiones y circo. Todo menos teatro.
Desaparecieron Edipo,
Electra, Antígona, Salomé y hasta el mágico prodigioso. A mi amigo
le dio un terrible ataque de melancolía.
Una tarde del mes de
julio, añorando viejos tiempos, subió la cuesta del teatro como si
fuera a entrar en él. Llegó hasta la puerta, donde se entretuvo en
mirar la programación. Había otra persona leyéndolo.
-¡Nada que valga la
pena! -exclamó Ramón con desprecio.
-Tiene usted razón
-apuntó aquel hombre con acento anglosajón-. Nada que valga la
pena.
-La sempiterna crisis
del teatro.
-No diga eso -replicó
el anglosajón, que obedecía al nombre de William, que fue tal y
como se presentó.
-Pues ya me explicará
-le dijo Ramón contento de encontrar a alguien con quien
desahogarse.
-Dicen que la energía
ni se crea ni se destruye sino que se transforma, ¿no es eso?
-preguntó-. Pues lo mismo sucede con el teatro -respondió sin darle
tiempo a Ramón a intervenir.
-Tal vez sea así, pero
los escenarios están vacíos.
-Porque estos se han
desplazado, mi querido amigo. Teatro siempre hay y siempre habrá.
Pero hay que saber descubrirlo, verlo, mirarlo. Y Ahora, igual que en
la Edad Media, está en la calle. No nos metamos en la Iglesia -dijo
irónico.
-Ya. Empiezo a intuir
por dónde va usted.
-Ustedes los españoles,
querido amigo, y espero que no se me ofenda, han creado dos géneros
maravillosos: la novela picaresca y el esperpento. Olvidemos ahora a
Cervantes y a la Celestina.
-Olvidados quedan.
Siempre nos toca cargar con lo negativo, ¿no le parece?
-Depende de como se
mire. No todo el mundo tiene una figura como la de don Ramón María
del Valle-Inclán. Ni todo el mundo es capaz de ver la historia de su
país con un ojo tan penetrante y demoledor.
-¿Y adónde nos lleva
eso? Si no hemos aprendido de nuestros errores.
-En eso tiene razón.
Aunque a veces parece que todo el país, de puro agradecido y bien
nacido, quiere rendir homenaje a don Ramón; y todo el país se
transforma en la calle del Gato, o en un puro esperpento. ¡Lo que
hubiera sido capaz de hacer Valle-Inclán con la realidad actual!
Aunque la verdad es que ya le daban la obra escrita y bien escrita.
-¿A qué se refiere
usted, don William? -preguntó Ramón con un tantico de sorna.
-Imagínese que se
levanta el telón, y aparece una condesa o baronesa, moño y peineta,
hace una zapateta y le pide a Braulio una peseta. Cocina de cerámica
al fondo. Y cuadros por las paredes.
BARONESA.-
Pues yo no soy gastosa (arrojando
con un mohín la vaciedad de su bolso sobre la coja mesa. El gato se
arrufa y maúlla).
BRAULIO.-
(Lanzando
miradas de borracho deseo).- Esas
carnes antaño no hubieran padecido las necesidades de los padres del
yermo.
BARONESA.- Braulio,
mañana me descuelgas un cuadro y me lo vendes. Sin excusas. Y ya
tendremos para unas semanas si estiramos la tela.
Mi amigo miraba al
inglés con cara de incredulidad. En ningún momento se sintió
ofendido, desde luego. Más bien le entraron ganas de reír.
-Añada
a eso -dijo él mismo- que banqueros y políticos han devorado bancos
y cajas de ahorro, que medio país está ardiendo, y que el
presidente del gobierno se va al fútbol por allá por tierras
cercanas a la Madre Rusia. Que una central nuclear está cercada por
las llamas, y que la gente por la calle, y con la cabeza llena de
ceniza, y no por aquello del memento
homo... va
cantando, bailando y bebiendo, deseando el triunfo de los futbolistas
iberos.
-¿Ve usted como
tenemos esperpento para rato?
-Sin olvidar, estimado
señor William, que somos un país intervenido, que estamos en manos
del Banco Central Europeo, o de los bancos alemanes, como en la época
de Carlos V, y que a cada nuevo recorte que el presidente del
gobierno anunciaba en el Parlamento, pérdida de sueldo, pérdida de
competitividad, pérdida de derechos... los señores parlamentarios
reían y aplaudían; y, parece ser, que alguna diputada hasta lanzó
procacidades en contra de los parados.
-¡Esperpento, querido
amigo, esperpento! Añada a eso que hay varios millones de personas
sin trabajo, que la testa coronada se va de cacería, y no de bichos
autóctonos, sino de elefantes, provoca un escándalo, y cuando llega
al Parlamento, los diputados le aplauden como si viniera de derrotar
a Pepe Botellas. Y a alguna noble hasta le tiembla la liga...
-Sin nombrar ni de
casualidad -añadió mi amigo con entusiasmo- todo el esperpento de
la familia...
-¡Ah, España, España!
¿Todo esto no le recuerda a usted lo que sucedió, años ha, con
María Cristina, viuda de Fernando VII, y su morganático marido?
Entre los dos, y su camarilla, estuvieron a punto de arruinar al
país. Y no se lo llevaron en la maleta porque no les cabía.
-Y no me olvide a su
hija, sus amantes, y su rasgo... Es verdad, tenía razón don Miguel
de Unamuno: por España no pasa el tiempo.
-Por eso está vigente
el esperpento. Yo, querido amigo, le diría a usted que lo
escribiera. Pero no se lo representarían: se puede ver gratis en la
calle o en el Parlamento, sede de los cráneos privilegiados.
-¿Y usted, don
William, por qué está aquí con lo bien que se lo montan ustedes
los ingleses? Con la unión monetaria han hecho lo mismo de siempre:
no participar en el movimiento de la maquinaria hasta que esta no
esté bien engrasada y en perfecto funcionamiento.
-¡Ah,
querido amigo! Yo estoy aquí porque como dice su tocayo soy
reumático, y me hace falta el sol de España.
-Menos mal que tenemos
ese sol, envidia de los extanjeros. ¿Qué sería sino de este corral
nublado?
-Ciertamente el
esperpento necesita del sol, como Drácula de las brumas. A cada cual
lo suyo. Y arda París, pero que el fútbol nos de alegrías, y que
los señores diputados tengan manos para seguir aplaudiendo sin ton
ni son y sin descanso. Y no digo más.