Galería
Uffizzi… Quien gusta del gran placer que brinda el arte concentrado en los
museos, y ha tenido la oportunidad de estar en Florencia, sin duda alguna, ha
visitado la Galería Uffizzi.
El
arribo a este lugar, en sí, es toda una experiencia: turistas del mundo entero,
atropellan y se atropellan al detenerse a admirar cualquier cantidad de
esculturas, tiendas y exposiciones callejeras; gente que sale de Dios sabe dónde
para ofrecer souvenirs, bolsas y pinturas en casi todos los idiomas; personas
de todas las edades que disfrutan de los famosos helados en cada esquina y
bocacalle… Y artistas, de la música y la pintura, engalanando la entrada
principal a la Galería.
Ahí
fue donde conocí a M.M.M. Ramazzotti. Difícil para mí definir su edad, aunque
seguramente rebasa los cincuenta y tantos años, pues, entre trazo y trazo,
comentó que tiene 50 años viviendo en Florencia, 22 de ellos trabajando en ese
espacio.
No
estaba entre mis planes, ni presentes ni futuros, contar con un retrato mío. De
hecho, quien me conoce, sabe que ‘posar’ nunca ha sido mi estilo. Sin embargo,
algo detuvo mi apresurado andar al pasar junto a Ramazzotti; quizá la curiosidad,
o su inquieta mirada de artista, hicieron que terminara por decidirme. Una vez
superada la barrera del idioma, me senté frente a él… y, sin saberlo aún
(aunque debí suponerlo) frente al mundo entero.
Desde
los primeros trazos, firmes y decididos, comenzaron a desfilar distintas
culturas frente a mí y de espaldas al artista. Unas miradas estaban llenas de
curiosidad, quizá preguntándose qué tan fidedigno resultaría el retrato. Otras
miradas, adultas unas, infantiles otras, rebosaban asombro. Lo que es seguro,
es que el interés por el trabajo de Ramazzotti incrementaba conforme aparecía
un rizo despeinado, el inicio del labio superior…
Después
de 22 años de trabajar a la sombra de tantos ojos, está claro que el juicio
mudo aunque latente a través de gestos mundialmente
conocidos de aprobación que el pintor recibe mientras trabaja, no sólo no le
incomoda: lo alientan, lo motivan… lo alimentan.
Otra
historia y circunstancias se cuentan desde el otro lado, el de la improvisada
aunque voluntaria modelo: yo. Aún cuando sabía que no era el principal centro de
atracción, sí lo era de manera secundaria, pues me constituí en el obligado
punto de comparación del trabajo del artista. Y ahí, en ese papel no
protagónico, fui observada y fotografiada una, cinco, dieciséis… me atrevo a
especular que decenas de veces.
Sentada
sobre una silla de tela, pude escuchar expresiones de aprobación en, al menos,
cinco idiomas que fui capaz de identificar… pero pude observar esa misma
aceptación en el lenguaje universal de la mirada, confabulada con el hermoso
lenguaje de la sonrisa, al menos un centenar de ocasiones.
Las
fotografías se tomaron por cámaras de distintos colores y tamaños,
pertenecientes a personas de una interesante variedad de nacionalidades;
instantáneas que iban seguidas, todas, de una cómplice sonrisa…
El
momento en que finalmente acepté mi papel secundario (quizá una hora después de
estar abrazada por la silla), posé, sin reserva alguna, para la cámara de una
persona de rasgos asiáticos. En respuesta, recibí una amable y sutil reverencia
de agradecimiento, acompañada de la mirada y sonrisa más tiernas que había
recibido en todo el día… en semanas, tal vez… Agradecimiento no perceptible por
el oído, pero decididamente claro para mis ojos.
Una
vez finalizada la obra, el rostro del pintor no podía ser, creo, más alegre: se
encontraba plenamente satisfecho con su trabajo.
Por
mi parte, yo estaba profundamente agradecida… Porque esta experiencia me ayudó
a constatar, una vez más, que la sonrisa es un lenguaje universal; que
mostrarme tal y como soy no sólo es un ejercicio auténtico de honestidad, sino
también una experiencia de gratas enseñanzas… y puedo conservar, en un pedazo
de papel, muchos instantes repletos de infinitas miradas…