A pesar de que toda la extensa filmografía de Kenji Mizoguchi podría inscribirse dentro de la cumbre del cine mundial, con Cuentos de la luna pálida de agosto (1953) inició su etapa de mayor plenitud creativa. En este periodo, que abarca hasta el año 1956, fecha de su muerte por leucemia, pertenecen sus mayores y más reconocidas obras maestras, como Los amantes crucificados (1954), El intendente Sansho (1954) o La calle de la vergüenza (1956). Muchas de ellas, ambientadas en ese Japón feudal en el que tan bien se mueve el director, comparten algunos de los temas más recurrentes de su obra: el drama de la prostitución -donde es patente su preocupación por el papel infravalorado de las mujeres en la sociedad japonesa-, el poder destructivo de la guerra o la institución familiar como valor indispensable para alcanzar la felicidad. En Cuentos de la luna pálida de agosto, Mizoguchi incorpora otra peliaguda cuestión: cómo la avaricia y la ambición desmedida pueden destruir al individuo. La historia, que se desarrolla en pleno S.XVI, narra la vida de Genjurô y Miyagi, dos campesinos que abandonan a sus familias para ir en busca de fama, poder y dinero; uno se dedica a la alfarería y, convencido de que todo se arregla con dinero, anhela convertirse en rico; el otro se empeñará en ser un destacado samurái. Ambos vivirán todo tipo de aventuras, al tiempo que sus familias deben hacer frente a poder devastador de una guerra civil que parece no tener fin. Al final, y tras conocer la fatalidad de primera mano, esos dos seres ingenuos no tendrán más remedio que regresar a sus hogares -o lo que queda de ellos- con la lección aprendida: no es más feliz el que más tiene, sino que el que menos necesita.