Habíamos
quedado en celebrar las fiestas de Navidad sin ningún
sentimentalismo de ninguna clase. Como todas las noches, en
Nochebuena, yo cenaría en mi casa, solo; y solamente tras la cena,
me acercaría a casa del maestro a tomar un café y una copa de
champán. Nada más. A mí, y así se lo dije a Azorín, nunca me ha
molestado la soledad. Es más, en determinadas circunstancias, la
prefiero. Como prefiero, en muchas ocasiones, no salir de casa. Ni
que decir tiene que el maestro lo comprendió todo y que respetó mi
voluntad. Por lo tanto, y siguiendo lo convenido, no salí de casa
hasta que no recibí su llamada telefónica.
-Buenas
noches, Azorín –le dije estrechándole la mano con efusión-, y
felices fiestas una vez más.
-Buenas
noches, querido amigo –me respondió con una voz cálida y amable-
e igualmente le deseo unas felices fiestas y lo mejor de esta vida.
-Muchas
gracias.
-¿Ha
cenado usted bien?
-Muy
bien. No sabía por qué decidirme: si por una tortilla de
alcachofas, o por patatas fritas y chuletas. Y al final he hecho
alcachofas con chuletas.
-Eso
se llama sincretismo culinario.
Sonreí
ante la broma. El maestro me hizo pasar a una habitación caldeada.
Tenía un hogar cerrado con fuerte puerta de hierro y cristal. Ardía
un buen fuego. En una mesita había una pequeña bandeja con
pastelillos de moniato, y dos copas preparadas para tomar el champán,
que imaginé oculto en alguna fresca nevera.
Nos
sentamos el uno frente al otro. Nada más hacerlo, el maestro me
alargó la bandeja. Cogí un pastelillo.
-¿Sabe
que este es el único dulce por el que siento verdadera pasión?
-No,
no lo sabía. Pero me alegro de haber acertado.
-Mis
padres –le conté- tenían un horno...
-Como
Pío Baroja.
-Pío
Baroja –le maticé sonriendo, llegando casi a la risa- tenía una
tahona.
-Esa
puntualización está muy bien. Efectivamente él habla de tahona.
Pero siga usted, querido amigo.
-A
mi madre le gustaba la repostería: hacía magdalenas, tortas,
pasteles, brazos de gitano...
-Qué
nombre tan curioso ese de brazo de gitano, ¿no le parece?
-Sí.
Muy extraño. Yo jamás he conseguido entender qué relación tiene
una masa dulce, esponjosa, fina, enrollada sobre sí misma, y con una
capa de chocolate y nata, con un gitano.
-Es
posible que fuera debido, según dicen, a que al final el pastel,
salido del horno, tiene un color moreno, como el de un brazo expuesto
al sol, o porque al cortarlo, el chocolate y la nata semejan las
pulseras de las gitanas.
-Entonces
tendría que llamarse brazo de gitana o pulseras de zíngara.
-¡Qué
nombre más precioso le acaba usted de poner! Pese a ello, usted sabe
–me dijo casi en susurros, sonriendo -, que vivimos en una sociedad
machista.
-No
tanto, Azorín, no tanto: tenemos las tortas, las magdalenas, las
tortillas, las alcachofas, las tortas cristinas, la tarta de manzana,
etc. –dije remarcando bien los artículos femeninos.
-Sí,
pero usted prefiere los pasteles de moniato –respondió él
poniendo énfasis también en el artículo.
-Lo
confieso: son mi debilidad. Por cierto, ¿qué es lo correcto,
moniato o boniato, o son cosas diferentes?
-Es,
como dice Agustín de Rojas en El
viaje entretenido: pato,
ganso y ansarón, tres vocablos distintos y una misma cosa son.
-A
mí, sin embargo, me gusta más la palabra moniato.
-¿Por
alguna razón especial?
-Me
recuerda a una tía que tenía: siempre que discutía con su marido,
con mi tío, lo llamaba moniato. Mi tío nunca se lo tomaba a mal.
-Quizás
por las reminiscencias tan dulces de la palabra.
-Es
probable, pues aunque terminaran enfadados, y cada uno por un lado,
mi tío se iba por el pasillo silbando alguna zarzuela, y sin dar más
importancia al asunto.
-Antes
lo he interrumpido, querido amigo. Le ruego que me perdone. Estaba
usted contando que sus padres tenían un horno...
Durante
unos segundos me quedé perplejo, sin saber de qué me estaba
hablando. Luego recuperé los inicios de la conversación.
-¡Ah,
sí, ya recuerdo! Nada, Azorín, era una tontería: estaba recordando
que al llegar las Navidades, mis padres me enviaban a un almacén a
comprar unas latas enormes de confitura de moniato. Con ella
elaboraban los pasteles.
-¿Era
un anticipo de las fiestas?
-Sí.
Lo era. Y tanto. ¿Sabe? Yo me comía los pasteles recién salidos
del horno. A veces no les daba tiempo ni a que se enfriaran.
-¿Y
no le sentaban mal a usted?
-¿En
aquella edad?
-También
tiene usted razón. ¿Y ahora?
-Bueno,
si me ofrece otro, no se lo voy a rechazar.
-Tenga,
tenga usted. Coma –me dijo riéndose y alargándome la elegante
bandeja.- Y recuerde –añadió riendo todavía más- que se está
atiborrando de poesía.
También
yo reí. Se había acordado de una vieja conversación. Le conté en
ella que un profesor de literatura comparaba a la poesía con los
pasteles; nos advertía contra unos y otra por miedo a la
indigestión. Pese a todo, no me hice de rogar. Cogí otro pastel que
llevé a la boca sin pérdida de tiempo. El maestro me miraba
divertido.
-No,
Azorín, no me mire usted así: esto no es la magdalena de Proust. El
pobre hombre no la disfrutó ni la paladeó. Yo, cuando me meto un
pastel de moniato en la boca, no pienso en nada, salvo en lo bueno
que está, y en el inmenso placer que me produce.
-Hombre,
pero la literatura está para embellecer estas bajas pasiones. Aunque
no sé por qué se tienen que llamar bajas.
-Yo
tampoco, máxime cuando la boca está bastante cerca del cerebro.
-Bien.
No nos metamos en honduras ni en distancias, que no sabemos dónde
podemos ir a parar.
-A
la tahona. ¿Se acuerda usted del cuento de Baroja en que unos
panaderos van al entierro de un compañero y se meten entre pecho y
espalda un almuerzo de padre y muy señor mío?
-Sí,
lo recuerdo. Es la ilustración del viejo refrán “el muerto al
hoyo, y el vivo al bollo.”
-A
mí, si hablamos de panaderos y refranes, me gusta aquel otro de “a
cuanta gente mantiene la harina, y ella fina que fina.”
-O
el otro: “de molinero cambiarás, y de ladrón no escaparás.”
-Azorín,
dentro de poco el bueno de don Quijote va a descargar algún lanzazo
sobre nuestras tiernas cabezas.
-No
creo que lo haga en una noche como esta. Tenga en cuenta que es un
buen cristiano.
-Sí,
pero tanto Sancho Panza junto puede llevar su enfado un punto más
arriba de su tolerancia.
-Bueno,
pues dejemos los refranes.
-No
quiero hacerlo, con su permiso, sin recordar el mejor de todos: “al
que cierne y masa, de todo le pasa.”
-Es
un aviso para caminantes, ¿no le parece?
-Yo
antes lo interpretaba como un refrán lleno de fatalismo; pero sí,
se puede tomar como un aviso para navegantes. Como La
Celestina lo es para los
amadores locos y faltos de seso.
-Nosotros
ya estamos libres de esas locuras, querido amigo, aunque usted
todavía tiene edad...
-Si
me toma usted como protagonista de cualquier novela de Valera,
todavía puedo pretender a alguna jovencita de dieciocho o veinte
años.
-Es
un tema recurrente en Valera. ¿No le parece significativo tanta
insistencia en la misma obsesión?
-Mucho.
Y ya sé que voy a pecar de vulgar, pero leyendo a Valera, también
me he acordado de un refrán, no muy amable, la verdad.
-Bueno,
esta noche, con este ambiente agradable, con el fuego, los
pastelitos...
-Azorín,
¿le puedo pedir un favor?
-Por
supuesto que sí, querido amigo.
-¿Sería
posible tomar un café?
-Faltaría
más.
Poco
después tenía en mis manos una fina taza de cerámica en cuyo
interior humeaba un caliente y aromático café. Endulzado con miel.
Una delicia.
-Muchas
gracias, Azorín.
-No
me las dé. Se lo he dado a cambio de ese refrán, un tanto vulgar,
que le aplica usted a Valera, y que me ha dejado intrigado.
-Es
muy sencillo: ante la insistencia, en sus novelas, de los matrimonios
tan desiguales por la edad, el hombre siempre mayor y la mujer
siempre muy joven, me vino a las mientes aquello de “a burro viejo,
hierba tierna”.
-No
sé si a Valera le hubiera hecho gracia. Lo dudo. ¿Y qué le parece
a usted esos amores tan desiguales?
-Ante
todo, Azorín, y le respondo, no quisiera que me tomara por un
feminista de tres al cuarto. No quiero pertenecer a ningún ismo ni
formación de ningún tipo.
-Eso,
querido amigo, está de sobras entre nosotros. No creo que ni usted
ni yo seamos sectarios.
-Lo
digo –dije sonriendo, consciente de mi metedura de pata- por si
algún sabio, o avispado historiador, escribe, algún día, los
retazos de nuestras agudas conversaciones.
-Pierda
cuidado por eso. Y no porque no las considere interesantes sino
porque escribir exige mucho esfuerzo, y por ahora no tengo ganas de
emprenderlo.
-Bien.
Ha sido una tontería por mi parte. Disculpe. Para empezar Valera no
ha leído a Leandro Fernández de Moratín, o no le ha prestado
ninguna atención. Me refiero a El
sí de las niñas. En
esta obra de teatro se plantea un problema, como sabe, de un
matrimonio desigual, por la edad y la fortuna, que a mí siempre ha
tenido la virtud de ponerme los pelos de punta.
-¿No
tiene usted la impresión de que con el tiempo nos volvemos
sentimentales? Aunque también podría decirse que comenzamos a
percibir los problemas en toda su extensión, y con ello desaparece
la risa, la comedia.
-Ya
lo advirtió Cervantes: el Quijote, leído a una determinada edad,
hace llorar.
-Es
cierto, es cierto. Pero prosiga con Valera, querido amigo –me dijo
alargándome, una vez más, la bandeja de los pastelitos.
-El
último –prometí alargando la mano.
-Algo
así dijo Rasputín a quien envenenaron con pastelitos como, sin
duda, sabe usted.
-Tuvo
una muerte muy dulce. Por cierto, ¿se puede mezclar la cicuta con
los pasteles de moniato? ¿Es eficaz? ¿Y dónde se puede conseguir
la cicuta?
-No
lo sé. Pero ya que es usted tan aficionado, tal vez en Internet
halle la respuesta.
-Lo
miraré. Volvamos a Valera. Quizás lo que menos llame la atención
de sus novelas es que esos matrimonios tan desiguales, por la edad,
se den siempre entre mujeres muy jóvenes y hombres muy mayores;
nunca al contrario.
-Usted
mismo lo ha dicho: es lo que menos llama la atención de dichas
obras. No olvide que es el hombre quien ejerce el poder y posee la
riqueza.
-¿Ha
pensado usted lo terrible que tuvo que ser para estas mujeres tener
que soportar los abrazos, besos y apretujones de una persona a la que
no querían, y por la que, tal vez, hasta sentían asco y
repugnancia? ¡Dios mío, me pongo en su piel y me estremezco!
-Estoy
de acuerdo con usted. Nada tiene que ser más terrible que sufrir una
violación. Hasta la muerte puede ser preferible... Hace muchos años
leí, ya no recuerdo si un libro o un artículo, donde alguien
trataba de demostrar que la mentalidad antigua era distinta a la
moderna, y de alguna forma, los antiguos estaban preparados para eso:
para las violaciones, los cambios de fortuna, la muerte, etc.
-No
creo que nunca se pueda estar preparado para una vejación de ese
tipo. Lo de ese artículo me parece una zafiedad y pura hipocresía.
Yo, como usted dice, prefiero la muerte. Me horroriza el contacto
humano, y más, mucho más, el no deseado, el impuesto, el forzado.
-No
le falta a usted razón. Pero, por desgracia, el ser humano es así
de brutal.
-Además,
no hace falta que nos vayamos a la antigüedad: en los campos de
exterminio nazis muchos niños fueron violados por los guardianes de
las SS. Por no hablar de los casos de pederastia dentro de la
Iglesia.
-Es
terrible. De verdad. Terrible. Pero no creo –dijo sin duda para
quitarle hierro a una conversación que estaba resultando dura y
amarga- que podamos culpar de ello al bueno de don Juan Valera.
-No,
claro que no –contesté intentado salir de la tristeza y de la
desazón de los anteriores razonamientos-. A Valera se le puede
acusar, como mucho, de no ser un buen novelista.
-¡Vaya
por Dios! Ya está sacando usted ese crítico terrible que lleva
dentro.
-No
me negará usted que, hablando de problemas de la edad, de la
diferencia de edad entre hombres y mujeres que se pretenden, Juanita
la Larga no se lleva el
premio a lo inverosímil, a lo increíble, o a la otra vuelta de
tuerca.
-Sí,
tiene usted razón: fuerza un poco las situaciones.
-¿Un
poco? ¡Ay, Azorín, es usted una excelente persona!
-¡Hombre,
tampoco hay que ser tan extremista!
-Tal
vez tenga usted razón; pero si un novelista reclama el aplauso no
por lo que ha dicho, sino por lo que ha dejado de decir, también un
crítico puede hablar de aquello que el novelista no ha dicho.
-No
le falta razón a usted, vistas así las cosas. Pero no olvide,
querido amigo, que nos metemos en un terreno harto resbaladizo.
-Hasta
cierto punto, sí. Entremos en él. No deja de llamar la atención
que estos señores mayores, pretendientes de mujeres que pueden ser
sus hijas, jamás se planteen la licitud u honestidad de sus
pretensiones. Sí que lo hace, por el contrario, don Diego, el hombre
mayor, a quien van a casar con una jovencita, de El
sí de las niñas.
-No
olvide que lo hace después de unas transformaciones y unos avatares
por los que no pasan los personajes de Valera.
-Pues
ahí lo tiene, querido maestro: Valera nos hurta una parte, muy
importante, de la realidad.
-No,
querido amigo, en Juanita
la Larga no hace eso: es
más sutil y dota a Juanita de una cierta vida y sentimientos.
-Totalmente
engañosos.
-Digamos
que el personaje no está bien construido.
-Ninguno
de ellos, Azorín. Las situaciones descritas son inverosímiles, casi
de folletín: cambios bruscos de sentimientos, meter al enemigo en
casa, ahora no te quiero porque eres un viejo, pero luego te quiero
mucho porque te he visto haciendo arrumacos a una viuda de tu edad...
en fin, despropósitos. Uno detrás de otro.
-Convendrá
usted conmigo en que es muy difícil la creación de un personaje
literario.
-Y
tanto, Azorín, y tanto; yo jamás he conseguido escribir una novela,
ni una obra de teatro. Aunque a decir verdad tampoco he sido capaz de
componer una sinfonía ni un cuarteto.
-¡Ah,
la música, la música! Le gusta mucho a usted, ¿verdad?
-Mucho.
Últimamente me ha vuelto a dar por Bach y Beethoven. Me paso el día
oyendo la Pastoral, y la música de órgano... Voy a temporadas.
-Eso
está bien: cuando se siguen los propios impulsos, es cuando se
disfrutan de las cosas.
-Sí.
Además oyendo la Pastoral tengo un sentimiento de plenitud, de gozo
y de alegría, que es muy difícil de lograr y de experimentar.
-Tal
vez eso sea debido a la comunión completa que hay, ahora, entre
usted y Beethoven.
-Siempre
la ha habido, Azorín, y no sólo con Beethoven.
-Ya
me lo imagino. Yo he experimentado eso también. Aunque lo he hecho,
preferentemente, con la literatura clásica. Todavía recuerdo el día
que llegué a casa con los tomitos de los ensayos de Montaigne, o
cuando daba con algún libro en el Rastro, o en las librerías de
viejo... El corazón me reventaba de alegría.
-Sí,
sí. Además es usted un maestro, y ha sabido transmitir, como nadie,
esa admiración, esa alegría por los clásicos... Sus recreaciones
de los mismos son una delicia... He vuelto a releer la recreación
que hace de Calisto y Melibea... ¡Dios, cuánto lo envidio, Azorín!
¡Qué cosas más preciosas ha escrito usted! Y con un lenguaje tan
sencillo...
-Me
halaga usted en exceso. Pero sí, debo reconocer que disfruté y
padecí mucho escribiendo esas pequeñas evocaciones. Hice lo
imposible por vivir al lado de Calisto y Melibea aunque los convertí
en una pareja de burgueses.
-Y
a los que transformó en divinos ocultando lo humano.
-Sí,
desde luego. Seguí las premisas de Cervantes, pero me excedí un
poco, ¿no le parece?
-Si
quiere que lo critique por lo que no ha dicho, lo puedo acusar de no
nombrar a la Celestina. Pero, claro, entonces su artículo no sería
su artículo.
-Claro.
Tampoco hablo de Pármeno y Sempronio.
-Sí,
pero no por eso su artículo deja de ser inquietante.
-Si
me dice eso es porque lo leyó usted después de leer el libro de
Rojas.
-Por
supuesto. Porque ya puestos a hacer ficción con la crítica, si
Calisto hubiera sobrevivido, y también Melibea, tal como propone
usted, al ver este que a su hija la rondaban, como él rondó a
Melibea, sabe que, ahora, le toca a él hacer el papel de Pleberio. Y
nada más triste, patético y doloroso que ver a una hija hecha
pedazos por su propia mano.
-¿No
va usted un poco lejos, amigo mío?
-¿Usted
cree? –le pregunté sonriendo.
-No.
Francamente, tiene usted razón. Quizás intentando quitarle ruindad,
la aumenté, pues si los amores de Calisto se vuelven a repetir, ¿por
qué no el resto de las historias? El hombre siempre es idéntico a
sí mismo.
-Ahí
está lo inquietante, Azorín. Es posible que ya no haya Celestinas,
ni Sempronios, Elicias y Areusas, pero sí que hay gente dispuesta a
seguir matando por dinero, sexo o ruindad. Hasta son capaces de
comprar niñas...
-El
ser humano se repite en demasía. Tanto como la comedia áurea
española. Tal vez algún día, algún lejano día, la educación...
-La
educación no va a cambiar nada, Azorín. ¿Cómo países cultos como
Alemania o Argentina fueron capaces de llegar a lo que llegaron?
¿Cómo es posible tanto desprecio por el ser humano? ¿Cómo alguien
se puede deleitar con el horror de una simple persona? ¿Cómo un
sacerdote puede violar a un niño? De verdad, me sangra el corazón.
-No
tengo respuestas para eso, querido amigo. Sin duda porque, tal vez,
no le van a satisfacer las que pueda darle. Algunas ya las conoce
usted por La regenta, El
crimen del padre Amaro, Guerra y paz, o
Las tribulaciones del
joven Törless.
-Y
por La Celestina.
No olvidemos a la vieja Celestina.
-Sin
duda. Ni a doña Trotaconventos. Pero he visto a lo largo de estos
días, querido amigo, que tiene usted cierta predilección por las
novelas de tipo social, por hablar de alguna forma, y siendo
consciente del sin sentido que este término supone.
-Es
cierto, Azorín, tiene usted razón. Ahora bien, antes, de joven,
necesitaba que me dijeran las cosas de una forma clara, diáfana.
Ahora, ya mayor, soy capaz de leer entre líneas.
-Ese
ha sido uno de los grandes errores de nuestra educación: la
incapacidad de enseñar a apreciar los matices; tener que recurrir
siempre a la sal gruesa, o al grito desaforado.
-Es
verdad. Pero la sutileza sólo se logra con el paso de los años. El
buen violinista tiene que ensayar mucho. Igual que el buen lector.
-Eso
que acaba de decir, querido amigo, se merece un brindis. Y ya que no
estamos en la fuente de las afueras del pueblo –dijo sonriendo- no
estará de más que recurramos al champán.
-Seguro
–apostillé- que es tan tonificante, o más, que el agua esa que
tanto le gusta a usted.
-Comprobémoslo.
Pocos
segundos después los dos teníamos nuestra respectiva copa llena de
un fresquísimo y espumoso champán. Azorín apenas si se mojó los
labios. Yo, con los pastelillos que llevaba en el cuerpo, con la
conversación, y el calor de la habitación, me bebí la copa casi de
un trago, y aún hubiera bebido más de no ser por la educación y
las buenas maneras. Delicadamente, el maestro, sonriendo, me sirvió
otra copa. La bebí a breves sorbos, paladeándola y sin manifestar
mis vulgares deseos de apurar la botella. Tras el champán guardamos
silencio durante unos segundos. Miré el reloj. Imaginé que Azorín
estaría cansado, y querría irse a la cama. Además, el ritual de la
botella descorchada podía pasar por el trago de agua en la fuente a
al que íbamos todas las mañanas. Era la hora de despedirse.
-Tiene
usted razón –dijo en tanto volvía llenar las copas-. Cuando se
piensa en esas mujeres obligadas a casarse con personas mayores, en
esas niñas sacrificadas a la lujuria o las apetencias de otros, en
tantos crímenes y abusos, ganas dan de retirarse, de vivir lejos del
género humano.
-Quizás
nos hemos vuelto un tanto sutiles, Azorín. Antes, cuando le he dicho
lo de leer entre líneas, me estaba acordando de la novela de
Alarcón, El sombrero de
tres picos. La primera
vez que la leí, me lo pasé muy bien. Esta última lectura, me ha
hecho reflexionar sobre la justicia, y la enorme facilidad que tiene
el poderoso para utilizarla en su favor o para sus caprichos.
-Creo,
además, que tiene usted razón en otra cosa: con el tiempo, es con
el tiempo, con paciencia y con cariño, quien persiste puede llegar a
convertirse en un gran lector. Tal vez nosotros lo hayamos logrado, o
estemos en camino de ello. Así que le propongo un brindis por todos
los grandes novelistas, por todos cuantos lo han intentado sin
lograrlo, y por todas aquellas mujeres que tanto dolor nos
producen...
-Y
por Pío Baroja.
-Y
por nosotros, querido amigo, por nosotros.
Entrechocamos
las copas y bebimos. Ya no volví a sentarme. Me puse la ropa de
abrigo, estreché la mano del bueno de Azorín, y salí a la fría
calle. El cielo estaba oscuro, negro. No se veía nada. Di unos pasos
por la acera, y me esperé a que mis ojos se acostumbraran a la
oscuridad. Luego, dando un inmenso rodeo, llegué a mi casa. Me di
una buena ducha, y tras secarme a conciencia, me metí en la cama. Un
magnífico silencio me rodeaba. No quise ponerme sentimental porque
no tenía ningún sentido. Me dormí profundamente.