Habíamos
quedado en salir a pasear un poco más tarde, pues ninguno de los dos
teníamos prisa por regresar a casa, ni había necesidad de pasar
frío. No lo hacía. Al menos no con la intensidad que yo lo deseaba.
Pero tampoco acababa de salir el sol. El resultado era un cielo
plomizo, con nubes bajas, y nada que hiciera temer la lluvia o la
nieve. Me alegré de que fuera así, pues aquellos paseos se estaban
convirtiendo para mí en una necesidad, en algo buscado, querido y
deseado.
-Dígame,
Azorín, ¿no le parece a usted que todo esto de poner etiquetas a la
literatura es algo absurdo y que no explica nada? Me refiero a eso de
llamar romántico a este, postromántico al otro, naturalista al
demás allá...
-Depende
de cómo se lo tome usted. Lo mejor es no hacer mucho caso de esas
clasificaciones. En el mejor de los casos sirven para tratar de
entendernos o de guiarnos. Es una especie de hilo de Ariadna.
-Sí,
de acuerdo; académicamente viene muy bien para explicarles a los
alumnos las distintas épocas, para cimentar las paredes del
edificio; pero creo que para poco más.
-También
son útiles para hacer tesis y prólogos. Si en la Edad Media,
clérigos y estudiantes se distraían discutiendo sobre cuántos
ángeles caben en la punta de una aguja, ahora también se pueden
divertir sobremanera sus herederos dilucidando si La
regenta es naturalista o
realista. ¿Qué opina usted?
-Que
semejante discusión me parece una estupidez. Aunque su planteamiento
le haya dado más de un disgusto a algún que otro autor.
-¿Cree
usted que Gustavo Adolfo Bécquer se revolverá en su tumba porque lo
consideren un postromántico o la aurora del modernismo?
-No
creo, Azorín, que nadie se revuelva en su tumba. Pero es posible que
don Juan Valera, el mejor escritor de su siglo, no lo olvidemos, se
sintiera molesto, en vida, cuando definían sus novelas como obras
escapistas o de evasión.
-Un
absurdo más, ¿no le parece?
-Sí,
sí que me parece. Pero me ha resultado curioso, o me resulta curioso
que nadie se atreva a llamar escapista a Garcilaso de la Vega o a
Bécquer, y que se utilice ese término para escarnecer a un
novelista.
-Sí,
es cierto: la novela y el teatro siempre han sido más sociales, por
decirlo de alguna manera; están más obligados a denunciar
situaciones e injusticias que la poesía. Esta siempre ha quedado
formando un mundo a parte. Tal vez esta se la causa de que siempre se
haya leído tan poca poesía.
-Por
eso prefiero con mucho el mundo de la música. Aunque también es
probable que algún mequetrefe diga que Beethoven es realista y
Mozart neoclásico.
-¿Se
imagina usted un mundo en el que las personas se comunicaran a través
de la música, que esta desplazara a las palabras?
-Me
cuesta imaginarlo.
-Es
imposible. Tanto como hablar diciendo o componiendo sonetos.
-Yo
tuve un profesor de literatura que decía que la novela y el teatro
eran la comida, lo ordinario, en tanto que la poesía eran los
bombones o los pastelitos. Y uno no podía comer pastelitos o
bombones como come arroz, por ejemplo. La indigestión podía ser
terrible.
-¿Por
qué no?
-Eso
pregunté yo, pues dijo esa tontería cuando yo leía poesía como un
poseso. No sufrí ningún empacho, al menos que yo sepa.
-Dígame,
buen amigo, ¿Y por qué acusan a Valera de escapista?
-Porque
cuando escribe Pepita
Jiménez no tiene en
cuenta, ni los nombra, ni habla de ellos, todos los cambios habidos
en la sociedad española.
-¿Y
usted qué opina?
-En
la vida se me ocurriría decirle a usted que cuando escribe “La
fragancia del vaso” no tiene en cuenta el ambiente de la España
del momento.
-¿No
le parece a usted que obligar a casarse a una niña de dieciocho años
con un señor de ochenta podía dar pie a una amplia reflexión?
-Y
a una obra de teatro. Pero hay que reconocer que Valera no insiste
mucho en el casamiento, ni en la pobreza de Pepita y de su madre. Ni
en que, tal vez, el matrimonio, visto así, sea una forma como otra
cualquiera de ganarse la vida.
-Sí,
la novela es un tanto edulcorada. Quizás hablar de Valera sea hablar
un poco de verosimilitud. Y por supuesto, y como dijo Clarín, es
exponerse a no acertar. ¿Cree usted que la religión ha influido
tanto en este país? ¿No le parece a usted Pepita
Jiménez, como la novela
de Galdós, La familia de
León Roch, una novela de
tesis?
-Pues
ahora que lo dice...
-Yo
siempre he creído que de cualquier español, en cuanto se le rasca
un poco, y se lo despoja de la escayola, surge el gentil. O el
dogmático que necesita braseros para afianzar su fe.
-La
verdad, Azorín, es que en Pepita
Jiménez resulta un poco
cargante tanto planteamiento religioso, y tanta absurda noción del
pecado, cuando es claro y diáfano todo cuanto está sucediendo en
dicha novela. Es claro para todos menos, al parecer, para los
protagonistas.
-Tiene
usted razón. Hay, por otra parte, mucha cita clásica, mucho latín
y griego, pero jamás se cita la frase más importante.
-Me
imagino que se refiere usted al Nosce
te ipsum.
-Efectivamente,
a esa me refiero. Aunque estará usted de acuerdo, me imagino, en que
si los personajes, o al menos don Luis, el seminarista, hubiera sido
consciente de cuanto le sucedía, la novela hubiese tenido que tirar
por otros derroteros.
-Por
supuesto. Pero la novela hubiera ganado en interés...
-¿Sabe
usted lo que estamos haciendo, querido amigo?
-¿Crítica-ficción?
-El
nombre no es muy afortunado que digamos, pero sí, algo así estamos
haciendo, pues al fin y al cabo lo que nos dejó Valera es lo que
tenemos. No podemos juzgar lo que tuvo que escribir o tuvo que dejar
de escribir.
-Tiene
usted razón, Azorín. Pero también quisiera saber, con respecto al
juicio de Baroja, ya sabe: “Valera es el mejor escritor de su
siglo”, con qué escritores lo compara.
-Pues
si Baroja dice que es el mejor de su siglo...
-Es
que yo no he leído la cita. Y por lo que sé, Valera era nueve años
mayor que Alarcón y Pereda; tenía diecinueve años más que Galdós,
y veinticinco más que doña Emilia y Clarín... Baroja ¿habla de
siglo en sentido metafórico para no utilizar generación, o hay que
tomarlo al pie de la letra?
-Si
lo tomamos en el sentido de generación, sus oponentes, por llamarlo
de alguna forma, serían Alarcón y Pereda, ¿le parece a usted?
-Parece
ser, Azorín, que el concepto de generación hoy en día está
bastante devaluado.
-Sí,
ya me he enterado, pero no creo que valga la pena que discutamos
sobre esto, ¿no le parece?
-No,
no vale la pena. Prefiero que hablemos de Valera. Imagino que para
usted será mejor Pereda. No en vano lleva algún tiempo
ensalzándolo.
-Francamente,
querido amigo, son dos cosas totalmente diferentes. Además, usted no
me hace caso: no se lee a Pereda.
-No
diga eso, por favor. Claro que le hago caso. Lo que sucede es que he
dado con un libro de Valera que tenía, este sí, mucho interés en
conocer.
-¿De
cuál de ellos se trata?
-¿Sabe
usted, Azorín? Por mucho que digan, yo estoy agradecidísimo a los
ordenadores, a Internet, a las revistas digitales y a toda esta
bendita parafernalia.
-¿A
qué se debe tanta exaltación? ¿Va usted a componer un soneto a un
ordenador, a Google o al MP3? ¡Vaya forma de hablar!
-Se
lo merecen, Azorín, se lo merecen. Gracias a eso he conseguido yo
publicar muchos artículos, aunque sin cobrar nada, tal como se hace
cuando se imprimen en papel. Y gracias a eso he conseguido el libro
de Valera, que de otra forma...
-Parece
ser que usted nunca encuentra los libros que busca.
-¡Ay,
querido maestro! Actualmente un libro que tiene cinco meses ya es un
libro viejo y difícil de encontrar. Imagínese uno del siglo XIX.
-Terrible,
terrible.
-Comprendido.
Depende de autores y modas.
-¿Y
qué libro no ha encontrado usted últimamente?
-Uno
de don Juan Valera, por supuesto. Se titula Meditaciones
utópicas sobre la educación humana.
-Un
título precioso. Me imagino que el mismo le habrá dado pie a todo
tipo de especulaciones.
-Yo
también pensé que don Juan se me iba a ir por los cerros de Úbeda.
Pero no es así. Todo cuanto dice es bastante sensato, y, tal vez por
desgracia, bastante actual.
-En
su momento hubo algunas cosas que se tomaron como una crítica
acerba, cosas de una terrible ironía, pero ciertas, muy ciertas...
Recuerdo que nada más comenzar el libro, corríjame si me equivoco,
dice que si fuera ministro de educación no tocaría nada del sistema
educativo, pues cuando otro partido llegara al poder, tal vez se
dedicará a deshacer lo que él hizo.
-Recuerda
usted bien, Azorín. Valera, por lo tanto, ya denuncia una situación
que ha llegado a ser sangrante en nuestros días: la utilización
política del sistema educativo.
-No
quiero desengañarlo, querido amigo; pero siempre ha sido igual. No
ha cambiado nada.
-Sí,
quizás por eso Valera insiste en lo de meditaciones utópicas.
-Por
supuesto. Valera no era tonto, aunque no fuera ni realista ni
naturalista ni todo lo contrario.
-De
todas formas, Azorín, hoy podría publicar su libro sin necesidad de
ponerle el calificativo de utópicas, pues hemos llegado a la
situación contraria de la deseada por él: hay instrucción
obligatoria para todos, el Estado paga la educación, hay malos
profesores, peores alumnos y padres, y libros de texto controlados
por el poder.
-Sí,
esa fue otra de las cosas que me llamó la atención de Valera: el
que los libros de texto se escogieran tras un concurso en el que el
Gobierno se valdría del asesoramiento de las Reales Academias, de
Lengua e Historia, entre otras, para hacerse con el mejor libro de
texto posible.
-Publicar
una cosa así en nuestros días supondría concitar todas las iras de
todos los nacionalistas, que, como usted sabe, por un absurdo sistema
electoral, son quienes deciden sobre lo bueno y lo malo de este país.
Y controlan, cada uno en su taifa, la educación. Y, por supuesto,
los libros de texto.
-Entonces,
querido amigo, podemos decir que las circunstancias han hecho de
Valera un abanderado de la educación progresista.
-Yo
creo que ya lo tuvo que ser en su época. Me parece muy acertado todo
cuanto dice sobre el feminismo, aunque algunas cosas hayan quedado,
si usted quiere, un tanto desfasadas.
-Siempre
hay que pagar un pequeño tributo a la época, querido amigo. Es
inevitable.
-Tiene
otras cosas, sin embargo, de una enorme actualidad... No se ría...
He traído un pepelito. Con su permiso.
-Usted
algún día se convertirá en un contertulio terrorífico.
-No.
De verdad. Yo sólo pretendo estar un poco con usted, y hablar con
propiedad.
-Venga,
lea, lea usted.
-Dice
don Juan Valera: “Para
expresarlo con más claridad y aplicar lo expuesto á nuestra patria
en la edad presente, importa que el clero y el partido que pudiera
llamarse clerical, desistan de convertir la religión en arma
política, y de creerla la más compatible con un régimen que con
otro. Y asimismo importa que el gran partido que se llama liberal, en
todos sus grados y matices, no ponga entre sus artículos de fe ó
credo político el ser un tanto cuanto librepensador y el desconfiar
del clero, imaginando, por desgracia no sin algún fundamento, que
gran parte del clero es contraria al liberalismo, y que por su
influjo en las conciencias, ha contribuido no poco á las largas y
costosas guerras civiles que han debilitado, empobrecido y abatido á
España”.
-¡Dios
mío, a dónde nos ha llevado Pepita
Jiménez!
-Y
eso que, pobrecilla, era una buena chica. Casi sin mácula concebida,
y que tal vez salió de su primer matrimonio tan entera como entró
en él.
-Es
usted terrible. Pero, en fin, ¿qué le parece a usted lo que dice
Valera?
-Pues
dadas las actuales circunstancias, y tal vez sin ellas, le conviene
el calificativo de utópicas a sus meditaciones.
-¿Nada
más? Estoy seguro de que usted me está ocultando algo.
-Usted,
Azorín, hubiera sido un buen profesor.
-No
crea. Tanto adolescente junto...
-Sí.
Estaba pensando, como me ocurre siempre que me tropiezo con un
clásico revivido, que el hecho de que la actual educación esté tan
deslavazada, tan sin contenidos, se debe a que no quieren, por temor,
que accedamos a esos clásicos para que no nos percatemos de que por
la patria, como por algunas damas, no pasan los años.
-Es
usted un hombre inteligente, querido amigo, y hace inteligente al
Gobierno. No creo que lo guíe ese propósito. Como usted comprenderá
no se puede prohibir lo que no se conoce. Y tanto el Gobierno como la
Oposición han demostrado bien a las claras no conocer nada de la
cultura del país.
-Pues
digamos entonces que no quieren que conozcan los otros lo que ellos
ignoran.
-¿Y
usted cree que son conscientes de lo que ignoran?
-Azorín,
me está usted dejando como unos zorros.
-Bueno,
querido amigo, no se preocupe: hemos llegado a la fuente.
-Es
usted un buen maestro.
-Bien,
pero esperemos que el agua no tenga cicuta mezclada.
-Si
quiere bebo yo antes.
-Está
usted perdiendo el sentido del humor, querido amigo.
-Es
que se acercan las Navidades, Azorín.
-Tendré
que regalarle algún libro de los que usted no encuentra.
-¿Me
aceptará usted unas botellas de vino?
-Por
supuesto. Pero lo compartiré con usted... ¡Ah, no se preocupe! Se
lo daremos antes a probar al gato del vecino. Sí, le gusta el vino
aunque le parezca raro.