Hoy en día el
Naturalismo ya no es una cuestión palpitante. Se puede, pues, hablar
de él con total desapasionamiento, y sin forzar textos ni palabras
para que digan aquello que deseamos oír o escribir. También el
Naturalismo está lejos ya de escandalizar a nadie por sus
pretendidos planteamientos en contra de la religión y de la
sociedad. Desprendido, pues, de toda esta hojarasca, nos queda el
Naturalismo puro, es decir las novelas de Émile Zola, y es a ellas a
las que nos tenemos que remitir, a ser posible sin prejuicios de
ningún tipo. Tal vez así consigamos dilucidar algo sobre este
movimiento literario.
Dice el mismo Zola,
como declaración de principios, que para escribir la historia de una
familia, la de los Rougon-Macquart, va a seguir unos criterios
científicos:
“Quiero
explicar cómo una familia, un pequeño grupo de seres, se comporta
en sociedad, desarrollándose para engendrar diez, veinte individuos
que parecen, a primera vista, profundamente disímiles, pero que el
análisis muestra íntimamente ligados unos con otros. La herencia
tiene sus leyes, como la gravedad.”1
Zola se propone, por lo
tanto, aplicar esas leyes de la herencia a todos sus personajes. Se
puede decir, por eso mismo, que todos ellos están marcados para
actuar de una determinada forma, dada la herencia genética. Si esa
herencia se mezcla con el otro ingrediente que cita Zola más
adelante, el medio, ya tenemos al personaje atrapado en una malla de
la cual le resulta imposible salir:
“Fisiológicamente,
son la lenta sucesión de los accidentes nerviosos y sanguíneos que
se declaran en una raza, a consecuencia de una primera lesión
orgánica, y que determinan, según el medio, en cada uno de los
individuos de esa raza, los deseos, las pasiones, todas las
manifestaciones humanas, naturales e instintivas, cuyos productos
adoptan los nombres convencionales de virtudes y vicios.”2
Como
es sabido lo que trata de hacer Émile Zola es aplicar a la novela un
método científico, el desarrollado por Claude Bernard en su
Introduction
á la médécine experimental. Supone,
el tal planteamiento, que Zola, cuando comienza a escribir sus obras,
ya sabe cómo se van a desarrollar, sabe cuales van a ser las
reacciones de sus personajes, y hacia ellos los va a conducir
privándolos de libertad de acción. Al menos en la teoría. Por
supuesto no se le escapa a Zola las enormes limitaciones que conlleva
tal planteamiento, de forma que no es nada de extrañar que se vea
imposibilitado de cumplir ese plan a rajatabla. ¿Se puede decir
entonces que Zola es un gran novelista cuando se salta sus propios
planteamientos, sus premisas iniciales? No. Sencillamente hay novelas
en que los personajes están tan bien dibujados, es todo tan lógico
y coherente, que nada de cuanto acaece llama la atención. Así, por
ejemplo, sucede en El
vientre de París, la
segunda novela de la serie. En ella aparece un personaje, Florent,
tan bueno como desgraciado, que va a conmover y a revolucionar, sin
quererlo, a todo el barrio de les Halles. Este, por miedos, perezas,
envidias..., se movilizará hasta lograr que Florent sea encarcelado
de nuevo. Y todo vuelve a quedar como al principio: han desaparecido
problemas e inquietudes. De la herencia genética apenas si se habla.
En
otras novelas los personajes de Zola no están tan bien dibujados; es
cuando la teoría se impone al personaje, y cuando muchos pasajes de
la novela se convierten en peso muerto. Así sucede, por ejemplo, con
El
pecado del padre Mouret, donde
el desarrollo psicológico de los personajes nos queda hurtado por
páginas y páginas de descripciones y más descripciones, que nada
aportan a la acción. Y fuerza Zola, y bastante, la verosimilitud en
novelas como Naná.
Esta,
de alguna forma, repite la vida de su madre, Gervaise, protagonista
de la famosísima novela La
taberna.
Ambas, no obstante, han tenido la posibilidad de salir de sus mundos
de bajeza y abyección. ¿Por qué no lo han hecho? No lo sabemos.
¿El medio? ¿La herencia genética? Es posible. El lector, sin
embargo, se pregunta, en algunas ocasiones, cómo es que los
personajes no se hacen ciertas preguntas o cuestionan algunas cosas
muy elementales.
No
se puede decir, no obstante, que Zola ataque al cristianismo, ni que
esté en contra del libre albedrío, como quería doña Emilia Pardo
Bazán3.
Zola tiende puentes a sus personajes; y son ellos quienes deciden no
utilizarlos, no salir de sus situaciones. ¿Por qué? Quizás por
incapacidades, por pereza, o por no se sabe muy bien por qué. ¿Por
la genética? ¿Por el medio? Tal vez. Y es aquí donde entra en
danza la novela picaresca. Vaya por delante que no se me escapan las
enormes diferencias estructurales que hay entre unas y otras obras. Y
nada más lejos de mi imaginación que decir que el Naturalismo es
una picaresca degradada. Dicho esto, también podríamos afirmar que
Lázaro de Tormes no tiene posibilidad de elección, de salir del
mundo en el que se halla metido. O mejor dicho, sale de él para
degradarse, para caer más bajo. ¿Y acaso no es esto lo que sucede
con Gervaise, protagonista de La
taberna? ¿Y
por qué no hablamos de la herencia genética de Lázaro, de Pablos,
de Celestina, etc, etc? Y si el medio determina al personaje,
recordemos que fue la España de los siglos de oro, XVI y XVII, la
que creó la picaresca. ¿Por la genialidad de algún escritor o
porque este escritor observaba y describía lo que tenía a su
alrededor? ¿Y no es eso lo que prescribe el Realismo?
A veces los
planteamientos teóricos de los novelistas parecen verdaderas
humoradas, ironías o bromas llenas de encanto, pero que nadie se
cree. Ni ellos mismos. Por lo que parece sí que se lo creyó doña
Emilia, la inefable, porque le interesaba, ya que le resultaba más
fácil atacar ciertas filosofías que las novelas de Zola:
“Adviértase
que la idea fundamental de los Rougon-Macquart no es artística, sino
científica, y que los antecedentes del famoso ciclo, si bien lo
miramos, se encuentran en Darwin y Haeckel mejor que en Stendhal,
Flaubert o Balzac.”4
Esto
es como acusar al autor de Lázaro
de Tormes de
inspirarse en Erasmo de Rotterdam o a Cervantes en la Bliblia
o
en tradiciones árabes.Es
decir, quien no sea creyente, tiene todas las armas en sus manos para
detestar a don Quijote como lo puede hacer un creyente con Zola
porque este sigue a Darwin. Por otra parte, no le hace falta a Zola
citar a sus maestros, como tampoco necesitó hacerlo Cervantes. Es
obvio. Y si didáctica puede ser la novela naturalista, mostrando la
influencia del medio y de la herencia, no menos didáctica lo es la
novela picaresca advirtiéndonos, el negativo de la novela
caballeresca, a dónde nos puede llevar la pereza, la resignación y
la escasa voluntad de salir del mundo en que uno se halla metido,
quizás por culpa de los padres, del medio, de uno mismo o de todo a
la vez.
Por otra parte, la
novela naturalista no es tan impersonal como pretende doña Emilia:
“Si
exceptuamos a Daudet, todos los naturalistas y realistas modernos
imitan a Flaubert en la impersonalidad, reprimiéndose en manifestar
sus sentimientos, no interviniendo en la narración y evitando
interrumpirla con digresiones o raciocinios.”5
Por
supuesto que no es así. Zola interviene en sus narraciones en más
de una ocasión. Y en más de una ocasión se permite el lujo de
insultar a sus personajes, cosa que, en buena lógica, jamás debería
hacer un escritor realista, como un biólogo no insulta a una cobra
porque sea venenosa. Baste unos ejemplos: “Las
ideas de vengarse no duraban mucho en su cerebro de chorlito.”6
“Y el fuerte beso que se dieron en la boca, en medio de la suciedad
de su oficio, era como una primera caída en el lento abatimiento de
sus vidas”7.
Estos
ejemplos se podrían multiplicar fácilmente. Y contra ellos, nada
más objetivo que el autor de Lázaro
de Tormes. Ni
una sola vez interviene en la narración, que deja en manos de
Lázaro, el verdadero narrador que no autor. Esa es, precisamente,
una de las diferencias estructurales con el naturalismo, y donde
abiertamente gana la batalla la picaresca. Tal vez las novedades del
Naturalismo haya que buscarlas en otros lugares, puede ser que en la
novela del siglo XIX, en Stendhal, Flaubert y Balzac, y en el
Romanticismo. Dejémoslo para otros posibles ensayos o
aproximaciones.
1Émile
Zola, La fortuna de los Rougon. Traducción
y notas de Esther Benítez. Madrid, 2006, p.7