Generalmente
se puede asegurar que no hay nada más terrible en la sociedad que el
trato de las personas que se sienten con alguna superioridad sobre
sus semejantes.
Mariano
José de Larra, Don
Timoteo o el literato.
Ayer
sábado en un pueblecito de España, esa dama para quien no pasan los
años, se celebró un concierto. Ningún músico era de ese
pueblecito que la vergüenza ajena me impide nombrar. Con mucha
antelación a la hora del concierto ya se podían ver a los músicos,
casi todos muy jóvenes, con su característico atuendo: pantalón
negro, tanto ellas como ellos, y camisa blanca. Aparecían con sus
familias, pues la joven banda no dispone de autobús, y a cada
concierto tienen que ir con sus propios medios. Estos, por regla
general, son los coches de los padres. Padres y madres se saludaban
entre sí en tanto sus hijos depositaban las fundas de los
instrumentos en un aula, ocupaban sus lugares en el escenario y
ensayaban o afinaban saxos, clarinetes y trompetas.
Como
no podía dejar de suceder se produjo la reflexión que se ha
convertido, ya, en un tópico o lugar común en estos eventos: un
padre viendo a la adolescente banda en el escenario se felicitó de
que hubiera todavía gente joven tan sana, capaz de dedicarse a la
música cuando otra parte de la juventud se dedica a cosas tan
absurdas y de tan poco sentido común. Quizás no le faltara razón
al buen hombre.
Comentando
cosas similares, ocupando sus lugares, el que quisieran menos las
primeras filas, reservadas para las autoridades del municipio, los
padres fueron desenfundando cámaras y apuntalando trípodes. Cinco
minutos antes del inicio del concierto, a las diecinueve horas y
veinticinco minutos, una chica, joven también, se puso delante del
micrófono y comprobó que este funcionaba. Se retiró, y cuando
todos estábamos esperando que el director de la banda, traje negro y
batuta bajo el brazo, ocupara su puesto, pues no hacía más que
moverse por entre los músicos, volvió a aparecer la chica del
micrófono, y sin más, sin prólogo, advertencia al lector, petición
de disculpas o de atención, anunció, sin ninguna explicación dado
que nadie se la merecía, que el concierto se retrasaba, y que
comenzaría, Dios mediante, dentro de media hora. Al director de la
banda, al que nadie había dicho nada, se le quedó cara de idiota.
-Estas
cosas sólo pasan en este país -comentó un padre.
Algunos
que otros preguntaron qué había sucedido. Hubo respuestas para
todos los gustos: que la señora alcaldesa estaba merendando, y no le
había dado tiempo a terminarse el platito de aceitunas; que se
hallaba en mitad de ciertas labores que difícilmente se pueden
cortar, y que, claro, tenía que peinarse y adobarse. Algún que
otro, más indignado, clamaba por recoger instrumentos y marcharse
cada uno a su casa. Todos estos comentarios, desde luego, se hacían
en pequeños corros y sin levantar mucho la voz. No obstante, se
extendió la contraseña del cariacontecido director: si a las 20
horas en punto no comenzaba el concierto, nos íbamos todos.
Un
padre, nunca falta gente de buena voluntad, trató de calmar a la
gente: era posible que la señora alcaldesa estuviera delante de la
televisión, o pegada a su móvil: todo el mundo estaba pendiente del
rescate del Fondo Monetario Internacional a la banca española. Aquel
buen hombre, de golpe y porrazo, nos volvió a recordar nuestra
desgraciada realidad de país tercermundista en manos de unos
políticos incapaces y corruptos en su inmensa mayoría. El rescate,
sin embargo, ya hacía horas que se había hecho efectivo. Ese
rescate iba a implicar que muchos de esos jóvenes músicos no iban a
poder estudiar en el conservatorio, ni tal vez en la universidad. Y
que, como los esclavos, morirían trabajando, sin conocer la
jubilación, ni tener derecho a una sanidad como la tuvieron sus
padres. Los jóvenes, no obstante, inconscientes, bromeaban entre
ellos, intercambiaban botellas de agua y hablaban en tanto esperaban
que llegara la señora alcaldesa.
Llegó,
sin saludar ni pedir disculpas, apenas los padres volvieron a ocupar
sus lugares en el salón de actos de la casa de la cultura. Volvió a
aparecer la señorita del micrófono, y, sin dar ninguna explicación,
anunció el comienzo del concierto. El director levantó la batuta,
miró expectante a sus músicos, la dejó caer con brío y allá fue
el primero de los pasodobles, tan reiterativo y repetitivo como el
gobierno como nos alumbra.
Una
pena que a esos chicos con tan buena voluntad no se les exija un poco
más. Una pena que no se toque una música un poco menos pachanguera
y folklórica. No obstante, quedaba bastante bien para marcar el
futuro que nos espera. No lo quiero ni pensar si en vez de pasodobles
se hubieran arrancado con cualquier réquiem, dejando de lado el de
Mozart, pues con ese dan ganas de morirse y ser el protagonista de la
pieza.
Terminada
la actuación de la joven banda, los padres salieron en desbandada:
se había hecho tarde para la cena, había que buscar el coche,
meterse en carretera e irse a casa. Nadie se quedó, pues, a oír a
la banda del pueblo, la que había invitado a la joven banda para
hacer un intercambio cultural. Todos salieron disparados, cosa que
sucede en todo concierto juvenil en este corralón lleno de sol: una
vez ha terminado el hijo, padres, abuelos y perritos se levantan,
cogen los trastos, hablan, incordian y molestan a la persona que está
actuando, y que nada les importa porque no es ni su hijo ni amiguito
de este. Para acabarlo de arreglar hasta había una madre que en vez
de aplaudir, de pie, y manos en alto, emitía aullidos parecidos a
los de un perro en determinados momentos de su vida.
Llegados
a casa al cabo de una hora, no había mucha circulación, nos
enteramos de que, efectivamente, el FMI ha prestado dinero al club de
los ineptos. El jefe de estos, como es habitual en él, tampoco ha
dado ninguna explicación, ni ha dicho nada de nada. Sabemos, eso sí,
que animó a la selección española de fútbol para que gane la
Eurocopa y nos inyecte a los españoles una dosis de moral. Sin
palabras. Medrados estamos. Para ello dicho jefe, pese a todo cuanto
está sucediendo, se va a desplazar a Polonia para ver el partido
inaugural. Esperemos, por el bien de la nación, que no llegue tarde
al campo de fútbol y haya que retrasar el comienzo del partido.
Catilina también abusó de la paciencia de los romanos. El Señor
nos coja confesados.