Dijeron
por la televisión, la radio y la prensa, que no iba a llover, que
las temperaturas se iban a mantener estacionarias; es decir que
continuaría haciendo calor, y que íbamos a gozar del sol durante un
par de semanas más. Yo estaba un poco cansado de tanto calor,
aunque, desde luego, no se llegó, en noviembre y diciembre, a las
altas temperaturas de agosto. Pero aun así, no hacía nada de frío.
Cuando salí a la calle, el sol se anunciaba ya por el oriente. No
obstante, cogí el paraguas. Poco después me encontraba con el
maestro, con abrigo y sombrero. Nos saludamos afectuosamente. Y
comenzamos a caminar y a charlar.
-Azorín,
dígame, ¿qué es para usted la amistad?
-Tal
vez la coincidencia de sentimientos y actitudes ante la vida de dos o
más personas, que están cercanas.
-¿Puede
usted ser amigo de una persona que discrepa de usted?
-Claro.
Una de las partes más importantes de la amistad es la tolerancia,
cosa que, cada día que pasa, se da en menor cantidad e intensidad...
No sé, de la forma que camina el mundo, podíamos definir la amistad
actual como tener en cuenta la mera existencia de un par de personas.
-Un
poco pobre y limitado, ¿no le parece?
-Sí,
tiene usted razón; pero es que el mundo se está empobreciendo cada
día más. El concepto de amistad, por lo tanto, no es el mismo aquí
que en la Grecia clásica.
-Eso
es indiscutible. Tampoco tenemos la misma concepción del amor.
-Sí,
es cierto. Las circunstancias no son las mismas. ¿No le ha llamado a
usted la atención el respeto que se tenía en la Grecia clásica por
el huésped?
-Sí;
pero, claro, no había hoteles, ni hospederías.
-¿Y
no cree usted que esa confianza no siempre sería igual y que no
daría pie, en alguna que otra ocasión, a más de un abuso?
-Tenemos
el claro ejemplo del antepasado de Layo, y la maldición, que se
cumple con Edipo. Sí, claro que daría pie a todo tipo de abusos. No
en vano la filosofía griega, la música, el teatro, todo, busca
sempiternamente el equilibrio.
-Y
si definimos al hombre por su búsqueda, eso es precisamente lo que
no tenían los griegos. Sería absurdo buscar lo que ya se tiene, ¿no
le parece?
-Por
supuesto. ¿Se habla en la literatura griega de la amistad?
-Pues
en este momento no sabría responderle. No obstante, creo que se
habla más de relaciones familiares, de relaciones amo-sirviente o
esclavo, que de otra cosa. Y, además, la amistad en Grecia tiene un
matiz erótico que no se da en nuestra sociedad. Teniendo en cuenta
ese erotismo, se habla de la amistad ya en la misma Ilíada.
-¿Se
ha planteado en alguna literatura la amistad como tema?
-Sí,
por supuesto. En El
conde Lucanor tiene
usted un precioso cuento al respecto. El titulado “De lo que
contençió a uno que provava sus amigos.” Recordará que dicho
cuento, además, es de tradición oriental. Y uno de los más
extendidos de la literatura universal. Aunque usted me dirá que no
es realista.
-No
lo es, por supuesto, aunque es un problema que no debe preocuparnos,
al menos en este momento. Creo que el cuento de don Juan Manuel, una
parábola al fin y al cabo, es inquietante no porque defina la
amistad, sino porque plantea un serio conflicto, bastante grave desde
mi punto de vista.
-Efectivamente.
Es una narración inquietante. Deja una gran pregunta en el aire.
Supongo que se referirá usted a la pregunta de ¿hasta dónde puede
o debe llegar la amistad? O dicho de otra forma, si un amigo nuestro
cometiera un crimen, y nos pidiera que lo ocultáramos, ¿deberíamos
hacerlo o ir a la policía y denunciarlo? ¿Qué cree usted?
-Yo,
Azorín, iría a la policía, sin dudarlo.
-¿Me
permite usted que sea inquisitivo?
-Adelante.
-¿Iría
usted porque cree que es su deber como ciudadano o por evitarse
problemas y no verse involucrado en un crimen?
-Por
esto último.
-¿Y
considera que eso es amistad?
-No
considero que sea amistad hacer cargar a otra persona con los
crímenes propios. En esas y parecidas circunstancias, surge la
desconfianza. Y quién sabe si la confesión al amigo del propio
crimen no lleva aparejada una coartada, un engaño...
-La
desconfianza es un sentimiento más fuerte que la amistad.
-Sí,
no se lo niego. Pero también le puedo responder a la pregunta desde
un punto de vista filosófico y un poco más virtuoso, por decirlo de
alguna manera.
-Ya.
No salimos del ámbito del Mediterráneo. ¿Me equivoco?
-No,
no se equivoca usted. Le hablo de Sócrates. Como usted sabe, dice el
sabio griego que la persona virtuosa es feliz con el castigo cuando
reconoce que ha hecho algo mal. La justicia lo restituye a la
sociedad, o a la virtud. De ahí la importancia de las leyes, y de su
cumplimiento. La importancia del castigo.
-No
obstante, si acusara a su amigo, si lo denunciara, la sociedad lo
vería a usted como a un hipócrita.
-Cada
uno, Azorín, ve en los demás lo que es él mismo. Pero la inmensa
mayoría de los hombres hubieran hecho lo que hizo Calisto: olvidar a
Pármeno y Sempronio y acudir a la cita con la dulce Melibea.
-¿Y
le parece a usted correcto? Sí, ya sé lo que me va a decir: que de
no ser así, nos quedamos sin el planto de Pleberio.
-Siempre
he dicho que da gusto hablar con gente inteligente.
-Me
halaga usted. Permítame: antes de que se me olvide. Cuando ha dicho
que cada uno ve en los otros lo que es él mismo, me ha recordado
usted una cita de Gracián: “quien se burla, tal vez se confiesa”.
-Pues
eso mismo. Pero no me desvío. No, no lo halago a usted, Azorín. Una
de las cosas buenas que he hecho en mi vida ha sido releer las obras
de usted.
-¡Hombre,
por Dios! Algo mejor habrá hecho en este valle de lágrimas. No sea
usted tan negativo.
-Bueno,
da lo mismo. Quiero decir que la relectura de algunos de sus libros,
me ha llevado a releer libros de los que usted habla con cierta
frecuencia.
-Sí,
ya me lo dijo el otro día: a la pobre doña Emilia la ha bajado
usted del pedestal.
-Bueno,
Azorín, ni usted ni yo somos Pérez Galdós, así que con doña
Emilia no se acaba el mundo.
-¡Vaya,
vaya! Como usted sabrá a don Benito tampoco se le terminó cuando se
acabaron sus relaciones con ella.
-No
sé lo que le vio este hombre; pero para los gustos están los
colores.
-Recuerde
al Arcipreste: Las propiedades que las dueñas chicas han.
-Lo
recuerdo, lo recuerdo.
-¡Dios
mío! ¿Se ha dado cuenta usted de a dónde nos llevan nuestras
conversaciones?
-Sí.
Y con su permiso retomo la discusión, al menos en su última parte.
-Hágalo,
por favor.
-¿Se
acuerda usted de la cantidad de tinta y papel que se ha gastado
intentando dilucidar por qué Calisto no se casa con Melibea?
-Sí,
me acuerdo. Y de algunas teorías que hay al respecto. Él es judío
converso, ella es cristiana vieja... yo creo que la respuesta es más
sencilla que todo eso: si Calisto se casa con Melibea, no hay
Celestina, ¿no le parece a usted?
-Totalmente
de acuerdo. Pero ahora interviene usted.
-Me
tiene usted intrigado.
-Gracias
a sus libros volví a leer a Molière.
-¡Ah,
mi buen amigo! Claro, ya sé por dónde va usted.
-Las
mujeres sabias, las preciosas ridículas, los salones parisinos del
siglo XVII, que ridiculiza Molière, son, o pueden ser, una
continuación de las cortes de amor de María de Francia; un intento
de revivir el amor cortés, todo aquello descrito por Capellanus en
De
amore.
-Efectivamente.
Por eso mismo en Las
preciosas ridículas,
las dos protagonistas no quieren casarse: sus pretendientes han
empezado la relación pidiendo el matrimonio: no han seguido los
pasos del trovador, del verdadero amante. Como dicen ellas, han
comenzado la novela por el final.
-¿Y
no le parece, por lo tanto, que Calisto es otro Quijote, un personaje
que en el siglo XV intenta vivir como si estuviera en el siglo XII o
XIII? ¿No será la forma de plantear su amor un planteamiento
anacrónico por muy carnal que sea?
-Es
posible, querido amigo. Pero no se deje llevar por la pasión. En su
razonamiento hay un fallo terrible.
-Me
lo temía.
-Lo
siento. Pero usted sabe que en las cortes de amor no había
Celestinas, ni trotaconventos. Había, por el contrario, celosos.
-Tiene
usted razón. Como siempre.
-Tenemos
la fuente a pocos metros. Bebamos agua, querido amigo, y sigamos
conversando en tanto nos lo permita el tiempo.
-Sea
así.
-Al
final, y como siempre, no me ha dicho usted nada de la amistad.
-Lo
dejamos para otro día si no le molesta.
-En
absoluto. Pero permítame una pregunta. ¿Tiene usted buenos amigos?
-Yo
diría que sí. Pero en caso de matar a alguien, que no ha lugar, no
iría a implorar su ayuda.
-No
lo creo a usted capaz de matar a nadie.
-No
se fíe.
-Lo
tendré en cuenta.
-Me
va a permitir que termine la conversación sobre la amistad con un
refrán.
-Sancho
Panza y usted serían amigos de por vida.
-Pues
se lo dedico a él: “Al amigo y al caballo, no cansallo.”
Azorín,
sonriendo, se inclinó sobre el caño para beber agua. Estaba
caliente, como era de esperar. Yo también me incliné: siempre va
bien beber después de una larga conversación.