Fuerte
cosa es que la maldita política, que todo lo invade (menos mi
pluma), nos vaya empobreciendo continuamente el Diccionario, o, como
decía el médico Bartolo, secuestrando
la facultad de hablar. Si
no fuera por ello, no hubiera salido la voz programa
de
sus modestos límites de simple anuncio, o, según define el
Diccionario de la Academia, “el tema que se da para un discurso o
cuadro”.
Ramón
de Mesonero Romanos, El
martes de carnaval y el miércoles de ceniza.
Si
nos atenemos a la etimología de la palabra programa, esta significa
la orden del día, o aquello que hay que hacer antes de escribir, o
de dar órdenes por escrito. Echar mano de las etimologías no es una
manía nuestra, es más bien un deseo de claridad en este mundo
donde, cada vez con más frecuencia, se utilizan muchas palabras con
el único significado de demostrar, quien las utiliza, cuánto sabe y
qué poco ha estudiado. Raro es el artículo periodístico, por
ejemplo, donde no aparezca alguna inútil palabra en inglés o en
árabe. Por supuesto, respetando la gramática inglesa o árabe, que
para eso están; la española o castellana, como es cosa nuestra,
contra más la vapuleemos, mejor. Tampoco se entiende, desde luego,
que la Real Academia, en su intento por contentar a todos, que esto
debe significar la palabra democracia, haya dado por buena la
acepción “talibán” en plural. Y así periódico hay que se
precia de escribir “los talibán”. Y uno, que no sabe árabe, se
pregunta, ingenuamente, por qué no se puede decir, igualmente, “los
diván” y “los cruasán” y “los tafetán”, y demás
maravillas terminadas en án. Por supuesto, ya está más que
prohibido por el uso decir o escribir “aspecto”, “peinado” o
“maquillaje”. Así si vemos a una mujer, hombre u homosexual, que
se peina de una forma distinta a como lo hacía habitualmente, hay
que decirle que ha cambiado de “look”, que queda más fino.
Igualmente no se debe decir la mañana siguiente, o pastilla del día
siguiente. Hay que decir la mañana después, o la pastilla del día
después. Queda de película, donde los doblajes son de pena. Se
notan los recortes y la permisividad en educación, y las lenguas mal
asimiladas. Una pena que don Miguel de Cervantes no escribiera en
inglés: nos hubiera ahorrado muchos problemas. Ahora bien, en ese
caso, igual a los periodistas les daba por escribir el castellano
correctamente.
Las
palabras, como todo, se gastan con el uso. Se utilizan, muchas veces,
sin saber lo que significan exactamente, o se desplaza su
significado. Y así la palabra programa puede significar, lo que
vamos a hacer a lo largo del día, las películas que proyectan en
los cines de un centro comercial o, más comúnmente, lo que un
partido político se propone hacer cuando llegue al ansiado y deseado
poder. Se puede entender, en esta última acepción, que esto de los
programas es inherente a la democracia, una forma de tiranía como
otra cualquiera.
Dado
el democrático uso y abuso que se ha hecho prometiendo imposibles en
los programas, al final parece que programa pasa a designar todo
aquello que no se va a llevar a cabo, pero con lo cual se trata de
engañar a los ingenuos, que siempre los hay, para llevarlos ante las
urnas a votar lo que jamás van a ver. Sí, es cuestión de fe. El
programa, en manos o bocas de los políticos, también se convierte
en un socorrido cuento para adultos con sus princesas, ogros,
dragones; y, por supuesto, con su príncipe azul, que es el
candidato. Este nos va a salvar de todos los males que, no podía
dejar de suceder, fueron creados, traídos y mantenidos, por el
gobierno anterior que no sabía de la misa la mitad.
Dice
un refrán que una
cosa es predicar y otra dar trigo. Y,
efectivamente, cuando el Príncipe Azul ya tiene su brillante
armadura, su aguerrido caballo, su afilada lanza y sus fieles
mesnadas dispuestas para la batalla, se encuentra en la terrible
situación de que no puede matar al dragón ni rescatar a la buena
doncella que está durmiendo bajo su maléfico poder. Y entonces
comienza eso tan bonito y manido de las matizaciones. Es esta otra de
las palabras que ha cambiado de significado: de realzar levemente un
color, o una ejecución musical, ha pasado a significar decir lo
contrario de lo que antes se dijo. Por lo tanto en un programa se
puede prometer el oro y el moro; y luego, llegado al poder, matizarlo
todo. Es decir, que terminada la campaña electoral, todo vuelve a
estar como estaba antes, pues unos y otros, enfrascados en sus
programas y en sus matizaciones, ya no tienen sitio en sus lindas
cabezas para albergar ideas que sirvan para gobernar a un país, como
una buena ama de casa, de las de antes, no se ofenda nadie, gobernaba
su casa: equilibrando gastos con ingresos, no permitiendo que ningún
hijo derrochara, y llevándolos a todos limpios y aseaditos. Los
hijos díscolos han hecho de todo, y han derrochado el patrimonio
familiar. Pero a la mamá les hacía tanta gracia, eran tan monos. Y
ellos traían tantos votos.
En
esta casa se ha descuidado todo, no sólo la lengua. Se ha vivido
para hacer campaña. La democracia, ya se sabe, es una tiranía como
otra cualquiera; y se ha vivido para el programa. Un programa, por
supuesto, venido de fuera, y dictado por los de fuera. Es curioso: en
la Edad Media, el pobre Dios era el culpable de todo: de la
enfermedad, de la muerte, de la peste, de las guerras, de las
desgracias, de los triunfos y de los fracasos. En vano el
Renacimiento colocó al hombre en el centro del universo. En vano
dijo que era dueño de su destino, y que podía hacer lo que quisiera
de su vida. El siglo actual lo ha desmentido. Ha llegado el siglo
XXI, el Siglo de los Mercados, y ha vuelto a aparecer la palabra que
todo lo explica: los Mercados. Ahora los Mercados están nerviosos, y
lanzan mandamientos, y ordenan, ni a Dios se le hubiera ocurrido, que
cuanto más enfermo está uno, más pague; que se atrase la edad de
la jubilación del trabajador medio, no de los políticos ni de los
programadores; y que se acabe con todas las ventajas que los pobre
proletarios, llamados así porque los tendrán que alimentar sus
proles, habían logrado a lo largo de varios siglos de lucha y
muerte. Sí, todo en esta vida tiene su fin y acabamiento. Todo
verdor perecerá.
No
es de extrañar, tampoco, que los políticos tengan esa inquina
contra la educación, contra un sistema que, desde luego, tiene
infinidad de fallos, y que no son los que ellos corrigen. De todas
formas, da lo mismo. Al fin y al cabo lo mismo da ser abogado,
licenciado o doctor que médico o no ser nada: todos van a terminar
sin tener trabajo, y para seguir los mandatos de los Mercados no
hacen falta quemarse las cejas estudiando. Ni para ser político.
Para esto menos que nada. Tampoco Moisés tenía ni el graduado
escolar. Cierto es, no obstante, que separó las aguas del Mar Rojo
para que su pueblo pasara a pie enjuto. Nosotros, al contrario que
sus seguidores, los Mercados lo quieren, moriremos ahogados por esta
marejada de ineptos, sastrecillos valientes, y programas hechos en
papel satinado, y matizados después a golpe de rotulador o de
tijera. Una forma como otra cualquiera de pasar el rato y de
divertirse, aunque muy aburrida, desde luego.