Últimamente,
y no podía ser de otra forma, se habla mucho de la crisis económica.
La crisis se ha instalado en nuestras vidas. No es para menos con la
cifra de parados que hay, y las pocas soluciones que se van tomando.
La crisis económica es equiparable a la crisis en la educación:
existen las dos, se habla de ellas, se buscan pactos, se encuentran
parches, y no se ataca el problema en su raíz. Quizás porque no se
desea, a fin de no perder privilegios, o tal vez porque no leemos a
nuestros propios autores, ignorancia propia de este sistema
educativo, que se complementa con el político. Aun así, tanto para
la economía como para la educación, se buscan remedios, más o
menos peregrinos: poner tarimas en las aulas para los profesores,
quitar los crucifijos, etc; es decir: hacer como que se hace para no
hacer nada. Ojalá el problema fuera la carencia de tarimas. Todos
sabemos que no lo es, como sabemos que no va a cambiar nada por
quitar o poner un crucifijo de un aula.
Para
la crisis económica se buscan igualmente soluciones. Estas pasan,
como siempre, por subir los impuestos, non
olent;
alargar la edad de la jubilación, y disminuir las prestaciones
sociales al común de los mortales. Son medidas impopulares para
lograr que todo continúe como estaba antes de la crisis. No
obstante, si con ello se va a lograr un alivio de esta, bien estaría
aplicarlas; pero hay otras situaciones, enquistadas, que,
desaparecidas, podrían solucionar parte del gravísimo problema; y
que no se atacan, ni, políticamente, es correcto nombrarlas. ¿Lo
deberíamos hacer nosotros?
Meditando
en estos problemas, se descolgó de la biblioteca, tal vez por
casualidad, un excelente libro de Azorín. ¿Y cuál no lo es?.
Azorín dice que para entender, para vivir a los clásicos, hay que
ver los paisajes que ellos vieron; visitar los pueblos y los mesones
por los que se movieron. Y Azorín, allá por 1903, se fue a
Villanueva de los Infantes, donde falleció don Francisco de Quevedo.
A Azorín le conturba la decadencia de dicho pueblo, como le conturba
la decadencia de España. Y hablando de la decadencia del país dice
lo siguiente, en 1903:
“Y
cuando hayamos ensamblado y considerado todos estos motivos de ruina
que han convergido sobre este pueblo [acumulación
de la tierra en pocas manos e imposibilidad de comprarla, más la
falta de agua], como
sobre infinidad de tantos otros, todavía habremos de juntar a ellos,
como calamidad suprema, otra poderosísima que inaugura la Casa de
Austria con Felipe II, y persevera con intensidad hasta estos
tiempos. Hablo de la burocracia y del expediente.
En
Infantes viven y brujulean, al finalizar el siglo XVI, los siguientes
funcionarios políticos y judiciales: el vicario mayor de Montiel,
otro vicario, un notario, un alguacil fiscal, un gobernador, un
teniente del gobernador, un alguacil mayor, un escribano de
gobernación, un alcalde de cárcel, diecisiete regidores, un fiel
ejecutor, un depositario general, un mayordomo procurador del
Concejo, un escribano de Concejo... El vicario no tiene sueldo fijo,
pero cobra el aprovechamiento de los derechos de su judicatura, y
para que sean crecidos y suculentos sabrá ingeniárselas sagazmente;
el gobernador percibe 200.000 maravedís, y de ellos da 20.000 a su
teniente; además el gobernador “tiene, de los maravedís que en
nombre de Su Majestad se ejecutan, ciento cincuenta maravedís cuando
la cantidad llega a cinco mil maravedís, y no más, aunque pase, y
de allí abajo, a real de plata”; y es preciso reconocer que el
señor gobernador –ni más ni menos que los gobernadores de ahora
en otros órdenes- hallará trazas para que los maravedís ejecutados
lleguen siempre, caiga el que caiga, a los cinco mil codiciados.
Falta,
para dejar completa la plantilla, consignar que el alcalde de cárcel
cobra 12.000 maravedís, que el fiel ejecutor disfruta de un sueldo
de 6.000, y que cada regidor –y no olvidemos que son diecisiete-
percibe por sus respectivas barbas 600.
Infantes
y los pueblos comarcanos son pobres; no tienen agua; no hay en ellos
rastro de huerta; no cultivan frutales; la cultura del grano se hace
a dos y tres horas. ¿Cómo con esta pobreza pudiera mantenerse tan
complicada y costosa máquina administrativa? No es posible; apenas
si durante un siglo alienta.”1
Decía
don Francisco de Quevedo, que falleció en Villanueva de los
Infantes, que “errar
es de hombres y ser herrado de bestias o esclavos.”2
Añádese a la cita de don Francisco, la máxima que hemos estado
oyendo, durante años, como un sonsonete: “el
pueblo que olvida su historia, está obligado a repetirla”.
Y parece que es así; parece que hemos olvidado nuestra historia, y
que, en consecuencia, la estamos repitiendo.
Azorín,
el maestro Azorín, contaba, para sus estudios, con las Relaciones
topográficas, mandadas
hacer por Felipe II. De dichas Relaciones
extrae
la información que maneja. Hoy no contamos con nada parecido. Hoy,
en una aparente democracia, todo es oscuro, turbio y oculto; nadie
presenta cuentas, ni gastos e ingresos. Aun así sabemos que tenemos,
en el país, diecisiete autonomías; lo cual supone diecisiete
presidentes autonómicos, rodeados, cada uno de ellos, por un buen
número de consejeros, cada uno con su coche oficial, más sus
asesores y los diputados autonómicos. ¿A cuántos consejeros,
consellers,
conselleiros,
etc., y a cuántos diputados autonómicos estamos soportando? ¿Y
cuánto cobra cada uno de ellos al mes? Añádese a ello, que cada
ciudad y pueblo cuenta con su ayuntamiento, y sus concejales, que
también viven del erario público. Sin olvidar las diputaciones. ¿Y
para qué ha servido tanto gobierno autonómico y tanta duplicidad de
cargos? Sin duda para convertir al país en un reino de taifas. No
hay más que ver los diferentes sistemas educativos de cada
comunidad. Estas, además, de sus lenguas han hecho señas de
identidad, que no vehículo para estudiar su cultura, cuando la
tienen. Y se obliga a todo el mundo a conocerla y a hablarla. ¿Y por
qué un senador catalán que va al senado tiene derecho a un
traductor del castellano al catalán, absurdo donde los haya, y no lo
tiene un médico andaluz que trabaje en Cataluña? ¿Porque es
inferior o porque tiene, por ejemplo, la nariz aguileña? ¿Cuánto
dinero cuesta la necedad de tener traductores del castellano al
catalán, gallego y vasco en el Senado?
Los
ejemplos de estos gastos, de este y otros absurdos despilfarros,
podrían multiplicarse. No obstante, sobra con lo dicho. Y más con
lo apuntado por Azorín, donde ya consta hasta la corrupción de los
funcionarios. Hay muchas cosas, pues, que se deberían rectificar, a
menos que no queramos repetir la historia. Sí, políticamente no son
correctas estas demandas; pero socialmente son necesarias. Lo otro
sería lo que resume el maestro en un libro de lectura obligatoria:
“Se
ha dicho que no es necio el que hace la necedad, sino el que, hecha,
no la sabe enmendar”3.
Y
nuestros políticos no son la panacea de la sabiduría. ¿Tendremos
que soportar otra terrible decadencia como la de la España de los
Austrias? ¿Con la picaresca incluida? Muchos nos tememos que sí.
Ahora bien, para evitarlo, ya se sabe cual es la solución
políticamente correcta: pagar más impuestos, trabajar más y tener
menos derechos. Hay mucha gente a la que alimentar. Y mucha
televisión autonómica, los bardos del poder, que también debemos
costear. El Señor nos coja confesados.
1Azorín,
Antonio Azorín, Barcelona, 1973. Bruguera libro clásico,
ps. 211-212
2Francisco
de Quevedo, Los sueños, Madrid, 1996. Cátedra, Letras
Hispánicas, p. 171
3Azorín,
El político, Madrid, 1968, Espasa-Calpe, Colección Austral,
p.24