El
mundo da muchas vueltas, y al cabo de cada una de ellas se encuentra
donde antes estuvo. Por eso digo que andando hacia delante, andamos
hacia atrás.
Benito
Pérez Galdós, Las
tormentas del 48
Hay
un diálogo en la película de Fred Zinnemann, Un
hombre para la eternidad, en
el que se plantea un dilema eterno: ¿hay que seguir las leyes,
acatarlas y obedecerlas, aunque estas vayan en contra nuestra, pese a
ser inocentes? Es el dilema que también los amigos de Sócrates le
plantearon a este en la prisión poco antes de ser ejecutado.
Sócrates podía haber huido de la prisión evitando, así, la
muerte. Pero el filósofo prefiere quedarse allí, puesto que las
leyes lo han condenado. Sólo saldrá de la cárcel si se revisa el
caso y lo declaran inocente. Cosa que, como es sabido, no sucedió. Y
a Sócrates lo hemos llenado de grandeza y de gloria. Hasta la
Iglesia, en algún momento, lo llamó san Sócrates.
Algo
similar sucede con sir Thomas Moro, el protagonista de Un
hombre para la eternidad:
su conciencia lo lleva al patíbulo. Su conciencia y un rey que se
salta las leyes, o que las hace para su goce y disfrute poniendo bien
a las claras que los mortales no somos sino paja lanzada al viento:
vamos a donde este nos lleva. Y pensamos lo que nos dicen que debemos
pensar. Salvo excepciones.
Que
el régimen de Gadafi estaba condenado a desaparecer era algo que se
veía venir. Y se veía venir desde que intervino la OTAN. Era
cuestión de tiempo. Ha terminado el régimen de Gadafi, y ha
terminado su pobre vida de dictador. Ahora bien, no sabemos por qué
la OTAN ha intervenido ahora cuando la dictadura de este señor
llevaba vigente más de cuarenta años. O por qué no interviene en
Siria si es verdad que lo hizo en Libia porque Gadafi estaba
masacrando a su propio pueblo, cosa, por otra parte, que hacen todos
los dictadores de todo el mundo.
De
la noche a la mañana, y sin que se nos dé ninguna explicación,
Gadafi deja de ser el excéntrico jefe de estado que recibía a los
demás jefes de estado en su “jaima”, y pasa a ser el enemigo
público número 1. ¿Qué ha sucedido para que se produzca tal
cambio? No lo sabemos. Las televisiones y los informativos sólo
ofrecen imágenes de manifestaciones y de tiros. Y esa es la excusa.
Es posible. Nos lo podemos creer.
También
nos podemos creer que todo se ha hecho en defensa de la democracia
cuando se exige, ahora, justicia para el ejecutor, o ejecutores, de
Gadafi, pues también hemos podido ver que las fuerzas rebeldes lo
capturaron con vida, y que lo ejecutaron, como hicieron con Ceaucescu
por otra parte en otras voces y en otros ámbitos.
Es
curioso como nadie, por ejemplo, hablamos de jefes de gobierno, pidió
una depuración de responsabilidades por la muerte, asesinato, de Bin
Laden. Sí, era un terrorista, como también lo fue el propio Gadafi.
Pero a aquel lo mataron las fuerzas especiales de Estados Unidos, y a
este, al parecer, un moro desarrapado. Sea como fuere en ambos casos
la justicia ha brillado por su ausencia: ninguno de los dos ha tenido
un juicio justo. Tal vez porque a nadie le interesaba. En contra,
pues, de Sócrates y de Thomas Moro, la ley ha dado un rodeo, se ha
ido a dormir, y los humanos han hecho de su capa un sayo. Algunos han
protestado contra el asesinato de Gadafi; pero, claro, al recordarles
la muerte de Bin Laden han tenido que callar por un mínimo de
coherencia.
Tampoco
deja de ser curioso que se hagan colas de dos horas de duración para
ver a un cadáver, y hasta para fotografiarse con él. Eso nos han
retrotraído, en otro escenario, otras ropas y otro decorado, a la
muerte de Franco. Al menos a estos los enterraron, otros son
conservados en mojama para uso y disfrute del sufrido pueblo.
Si
Bin Laden y Gadafi hubieran sido juzgados en Europa no hubieran sido
condenados a muerte. No existe aquí semejante castigo, pero si lo
hubieran sido en sus respectivos países, como lo fue Sadam Hussein,
hasta hubiéramos visto la ejecución en vivo y en directo. Y no una
vez sino miles, a toda hora, en el desayuno, en la comida, en la cena
y hasta cuando se viaja en el autobús. Igual que sucedía en la Edad
Media, aunque aquellas ejecuciones eran un poco bestiales: por
decapitación. ¡Cuántas sangre! Ahora es mediante una inyección
como si lo fueran a operar al pobre reo. Para que luego digan que el
mundo no avanza que es una barbaridad.
Desde
luego Sócrates y Moro fueron una pareja de tontos no yéndose de la
prisión cuando tuvieron oportunidades de hacerlo. ¿A quién le
importa hoy que cumplieran o no con la Ley? Esta está hecha para
asustar a los niños de teta. Y se utiliza, eso sí, cuando interesa,
y cuando no se cuelga de la percha y se inventan mil sofismas. Todos
somos iguales ante la Ley, pero con excepciones y remilgos. Puro
pragmatismo, señores.