Ligada a la propia idea de la globalización, que habría eliminado las
diferencias entre las distintas naciones y pueblos que habitan el mundo, se
encuentra la famosa expresión «Aldea Global» o «ciudadanía del mundo», concepto
que supone la existencia de una serie de núcleos urbanos, de ciudades
interconectadas entre sí por encima de cualquier diferencia estatal, a través
de los sofisticados medios de transporte actuales o de medios de comunicación
electrónicos como los de internet. No sólo el movimiento 15 M, del que se ha
cumplido un año recientemente, se postula como movimiento de «ciudadanos del
mundo», sino que prestigiosos analistas, tales como Robert Kaplan, ya
anunciaron en obras como su Viaje
al futuro del Imperio que el concepto clásico de Estados Unidos como
nación estaba disolviéndose en cuestiones tan comunes como las líneas
aeronáuticas: hoy día es posible volar directamente desde ciudades norteamericanas tan poco conocidas como Omaha o Kansas a ciudades como Pekín o París, sin hacer escala en ciudades como Nueva York, Los Angeles o Washington. La idea de una ciudadanía «global» cobraría fuerza en hechos como estos.
Sin embargo, la idea de una globalización que habría
superado las diferencias entre los hombres y los habría subsumido en una
ciudadanía «global» es una idea puramente mitológica, una idea aureolar (en
palabras de Gustavo Bueno) en tanto que supone una realización futura de ese
ideario: según los globalizadores, estaríamos acercándonos a ese momento en que toda la humanidad se habría convertido en un solo bloque, por encima de
cualquier diferencia de sexo, raza o religión, tal y como postula la Declaración
Universal de los Derechos Humanos.
No es la primera vez que se plantea esa idea de una
humanidad unida por encima de los estados, habitando una suerte de ciudad
universal: recordemos la famosa Cosmópolis que los estoicos postularon durante
el Helenismo, y que implicaba la superación del estrecho margen de las polis o
ciudades-estado griegas para identificarse con los grandes imperios herederos
de Alejandro Magno y posteriormente con el Imperio Romano como sociedad
universal de su tiempo. La famosa Ciudad
de Dios de San Agustín era
también una sociedad global, pero identificada con la Iglesia Católica y
contrapuesta al Imperio Romano y en general a toda sociedad política, que sería
desbordada por esa misma iglesia: un estado justo, una ciudad digna de tal
nombre ha de ser cristiana por definición.
La realización efectiva de la primera globalización, obra
de España y ejercitada en la primera vuelta al mundo realizada por Juan
Sebastián Elcano, revolucionó por completo las comunicaciones y la propia
concepción del mundo que se tenía en tiempos antiguos y medievales: del ecumene de Ptolomeo que sólo incluía Europa y
parte de Asia y África, se pasó a una nueva esfera que contenía a América, Oceanía
y los límites definidos de todos los continentes, con las comunicaciones
efectivas entre todos ellos y la formación de una red económica global sobre la
que se edificó la Revolución Industrial y el mundo globalizado de nuestro
presente, una vez caída la Unión Soviética en 1991.
Pero el hecho de la caída del comunismo no constituyó ni mucho menos
el «Fin de la Historia» que pronosticó Fukuyama, sino la emergencia de nuevas
sociedades «globales» como el Islam y su yihad ejemplificada
en los atentados del 11 de Septiembre de 2001 o la emergencia de nuevas
potencias económicas como China o la India, que ponen en evidencia la
incompatibilidad de unas sociedades del bienestar en Europa y Norteamérica, con
sociedades donde se pasa verdadera hambre y cuya explosión demográfica ha
acabado anegando los países opulentos. Resulta ciertamente ridículo postular,
como se ha hecho en Europa estos últimos años, una asignatura denominada
«Educación para la Ciudadanía» sin aclarar si esa ciudadanía es ya no española,
francesa, alemana o de cualquier otra nacionalidad europea, sino si es
ciudadanía china, árabe o iraní. Nadie en su sano juicio podrá hablar de una
ciudadanía «global» teniendo en cuenta las diferencias existentes entre
ciudadanos que aceptan la Declaración Universal de los Derechos Humanos y
ciudadanos como los de los países musulmanes, que se niegan a aceptar esa
declaración si antes no pasa por el filtro de la sharia o ley islámica.
La propia globalización actual que comanda Estados Unidos no es un
proyecto unívoco, sino enfrentado a otros como los que sostienen los países
musulmanes que llaman a la yihad o Guerra Santa contra los infieles y el que
alimenta China y su idea de una sociedad centrípeta que atraiga hacia sí a toda
la economía mundial, ya sea inundando los países desarrollados con sus
mercancías o comprando su abundante deuda soberana en tiempos de crisis
económica.
En todo caso, la idea de una ciudadanía global no deja de ser una
fantasía digna de producciones cinematográficas o anuncios publicitarios, pero
en ningún caso una realidad en un mundo donde los medios de comunicación
«globales» nos muestran las enormes diferencias a todo tipo de escalas entre
las distintas sociedades que pueblan nuestro planeta.