Cuenta una historia,
quizá leyenda, pero aleccionadora y buena igual, que Alejandro
Magno, ya al borde de la muerte, convocó a sus generales y les
comunicó sus tres últimos deseos: el primero, que su ataúd fuese
llevado en hombros por sus propios médicos. Luego, que los tesoros
que había acumulado – oro, plata y otros - fueran esparcidos por
el camino y, tercero, que sus manos quedaran balanceándose en el
aire, fuera del ataúd, y a la vista de todos. Uno de sus generales,
asombrado por tan insólitos deseos, le preguntó a Alejandro por sus
razones. Alejandro le contestó: Quiero que los más eminentes
médicos carguen mi ataúd para así mostrar que ellos no tienen,
ante la muerte, el poder de curar; que el suelo sea cubierto por mis
tesoros para que todos vean que los bienes materiales aquí
conquistados, aquí permanecen y, lo más importante, que mis manos
se balanceen al viento, para que las personas puedan ver que vinimos
a la tierra con las manos vacías, y con las manos vacías partimos.
Verdad o no, lo cierto es
que estas tres peticiones esconden una gran sabiduría. Me quedo con
la última: partir con las manos vacías. He visto a gente pasear por
museos donde se exponen costumbres funerarias de la antigüedad.
Junto al difunto, un cúmulo de objetos para el viaje al más allá.
Pero no solo eso: una serie de objetos de valor y con un significado
emocional. La máxima expresión de ese apego a las cosas de esta
tierra la encontramos en una serie de tumbas de faraones y
emperadores de la antigüedad, cuyas tumbas constituían infinidad de
habitaciones colmadas de jarros, estatuas de oro y plata. Ahora, nos
sonreímos ante esa muestra de ingenuidad y codicia llevada al
extremo.
Pero entristece comprobar
que, muchos de los que se sonríen, no están tan lejos de quienes
están enterrados ahí. Acumulan como si fuesen a vivir para siempre,
como si esta vida se perdiera en un espacio y dimensión infinita;
viven sin pensar en nadie más que en sí mismos. Sin comprobar
cotidianamente que la vida sí transcurre y más rápido de lo que
quisieran.
Solo tenemos esta vida
para hacer el bien. La otra, será para dar cuentas de lo que hemos
hecho por este paso efímero y fugaz.
La Iglesia católica se
encuentra en deuda en recordar la radicalidad en la exigencia
evangélica en relación a la administración de los bienes. La
excesiva acumulación de bienes supone una enorme responsabilidad. No
es broma el tema. Carga una “hipoteca social” de la cual nos
debemos hacer cargo. No será muy ejemplar en otros ítems, pero sí
vale la pena recordar estas anécdotas de Alejandro Magno.