En la actualidad, uno de los «temas de nuestro tiempo» es
la compleja relación entre el Derecho y la Justicia, entendida la norma justa
como aquella que concuerda con la Declaración Universal de los Derechos Humanos
de 1948. En consecuencia, toda norma jurídica que no se ajuste a los Derechos
Humanos será considerada injusta, y será legítima la desobediencia ante
semejante legislación. Ya los clásicos, tales como el jurista romano Ulpiano,
establecieron que el Derecho procedía etimológicamente de la justicia (el
término latino ius, el Derecho, provendría de iustitia), por lo que sólo la ley justa sería digna de tal
nombre.
Sin embargo, la etimología de
Derecho ofrecida por Ulpiano es confusa, puesto que de un compuesto como iustitia no puede derivar un término sencillo
como ius, sino más bien al
contrario. Al margen del uso habitual de ius como sinónimo de Derecho, la
etimología correcta es la que proviene del latín directus, conservada en los
idiomas romances y sajones: así, no sólo el Derecho español, sino el diretto italiano, el droit francés, además del right inglés y el recht alemán, muestran esta relación entre
la norma jurídica y lo bien establecido, lo recto. Como dirían los manuales de
ciencias políticas, el Derecho codifica unas relaciones de poder en la forma de
relaciones jurídicas, normaliza decisiones humanas que de otro modo estarían
sometidas a la arbitrariedad. El Derecho es por lo tanto un elemento
fundamental en el origen del Estado y con él de la escritura y toda una burocracia
organizada para hacer cumplir la ley, la norma escrita.
Por el contrario, la justicia
hace referencia siempre a una relación de alteridad respecto al derecho.
Afirmaba Francisco de Vitoria que en español era muy fácil explicar qué
significa justicia, pues en el lenguaje coloquial se suele decir que cuando ha
llegado algo a su nivel «ya está justo». Justicia sería por lo tanto la
justicia conmutativa que estableció Aristóteles en su Ética a Nicómaco: en la ciudad
los ciudadanos, los hombres libres, están sometidos a la isonomía, a la igualdad ante la
ley. Sin embargo, esta justicia conmutativa depende de un orden previo donde
las relaciones de igualdad no están presentes: Aristóteles señala en su Política que el origen de
la ciudad es la familia, donde rigen relaciones de jerarquía: el cabeza de
familia es dueño del esclavo y manda sobre su esposa y los hijos. Aquí también
existe justicia, pero justicia distributiva, que literalmente otorga, según la
naturaleza de cada uno, ya sea libre o esclavo, lo que corresponde a cada uno
según su finalidad, su telos.
De aquí saldrá la definición de Derecho Natural que más tarde señalará Cicerón:
cada ser tiene su naturaleza, es perfecto en sí mismo, y tiene derecho a su conservación;
los animales también tendrían Derecho Natural, mientras que el hombre, como
animal racional, tendría su específico Derecho de Gentes (las naciones en su
sentido étnico y cultural) y cada ciudad su Derecho Civil, ya desde una
perspectiva como la del Imperio Romano, influida por el estoicismo, que acabará
desbordando la estrecha perspectiva de griegos y bárbaros.
Se podrá observar la gran
paradoja de que la justicia conmutativa depende de un orden natural,
distributivo, que es lo más injusto que pueda imaginarse, por incluir
relaciones de sometimiento como la esclavitud, algo totalmente superado desde
la óptica de los Derechos Humanos de 1948. Sin embargo, esta relación histórica
de la antigüedad que hemos consignado brevemente queda superada con el
cristianismo, que establece la dignidad de la persona humana y que otorga al
hombre unos derechos naturales por el mero hecho de ser hombre, sin distinción
social de ningún tipo: aquí el orden natural, la justicia distributiva, es la
jerarquía del universo que sitúa en lo más alto al ser humano, como imagen de
Dios. Y esta idea es la que está presente en la Declaración Universal de
Derechos Humanos de 1948. Derechos Humanos que, sin embargo, no son sin más
universales, por encima de cualquier condicionante cultural, puesto que el
hombre nacido en Europa o Estados Unidos no es igual que el hombre nacido en
Irán o en China, puesto que no es lo mismo nacer en un país de tradición
cristiana que en un país de tradición musulmana o budista, pongamos por caso:
las morfologías culturales establecen diferencias incompatibles entre los
distintos grupos humanos.
Por lo tanto, los Derechos
Humanos sólo pueden tener validez en tanto que se conviertan en Derecho
positivo, en tanto que formen parte de normas con capacidad coactiva, que diría
Kelsen. Así, la iniciativa de jueces como Baltasar Garzón de juzgar a supuestos
criminales por «crímenes contra la Humanidad» no deja de ser una pretensión
vacua, puesto que un magistrado necesariamente reduce su jurisdicción al país
donde tiene validez la aplicación de sus normas jurídicas. Capítulo aparte es
el Tribunal Penal Internacional de La Haya, donde los crímenes de la Guerra de
Yugoslavia, tanto de los serbios como de los croatas, son juzgados. Pero si
este tribunal supera el nivel de «farsa» con el que lo calificó Slobodan Milosevic
en su momento, se debe a que tras él se encuentra Estados Unidos, imperio
realmente existente, que le otorga soporte y verdadera capacidad coactiva. Por
lo tanto, concluiremos que el Derecho y su aplicación justa dependen siempre de
un orden previo que bien puede ser injusto.