Sabemos
que apenas entre el 1 y el 4 por ciento de la materia que forma el universo es
conocida. El resto es, entonces, materia desconocida. Sabemos, igualmente, que
los seres humanos estamos hechos de la misma materia de los cuerpos celestes,
aunque esta es de la conocida. Estamos hechos del entre 1 al 4 por ciento de lo
conocido. Nuestra real existencia, esto es, la de los humanos, es apenas una
finitud de la realidad. Tenemos un desarrollo intelectual que nos permite ver
hasta cierto límite, mientras a la inmensidad apenas la conocemos, apenas
podemos saber que está allí y, conscientes de nuestras ignorancias, filosofamos
y desarrollamos nuevas formas técnicas de mirar lo invisible.
Cómo
son los otros mundos posibles que descubriremos o de que formas ocultas para
nuestro entendimiento están hechos los otros seres inteligentes que seguramente
están en el universo, qué mezcla de elementos los componen o que realidades nos
esperan, sólo lo sabremos -mejor, lo sabrán- los herederos futuros de la
evolución tecnológica que ya serán ellos mismos otros diferentes.
El
universo que experimentamos es una pequeña porción. La realidad deriva de la
conciencia. Nuestro mundo es, pues, uno aparente, lo que el desarrollo del
engaño y del espectáculo como nueva realidad ha llevado –dentro de nuestras
limitaciones- aún más a una deformación y a una irrealidad. Jamás como antes
los límites de nuestra conciencia –limitada per se- ha sido sometida a
distorsión.
Ya
sabemos que la ubicación del observador es fundamental para determinar lo que
ve. Ya sabemos que ese observador a su vez se modifica. Lo demostró Einstein
más el surgimiento del quantum y a la espera de la conjunción de la relatividad
y de la quántica asistimos en este siglo XXI a una sacudida de las formas de la
organización social al mismo tiempo que una sonda llamada “Curiosity” va a
Marte a averiguar si en ese planeta se asentó la vida y las eventuales causas
de su desaparición. A miles de años-luz al parecer está un planeta habitable
con la posibilidad de agua sobre su superficie.
Es
inevitable la transformación física del hombre implantado de elementos de la
nanotecnología reemplazando órganos o potenciando su inteligencia y capacidad
de ver. Tenderemos a una vida más larga de la que hemos conocido los mortales
que esperamos por la muerte no muy avanzado este siglo XXI. La tecnología nos
dará instrumentos que hoy parecen de ciencia-ficción y proveerá de respuestas
sobre si este es el único universo existente o si existen otros y como adaptar
la visión para ver a esos seres que con toda seguridad ya pueden ver más de lo
que los humanos vemos.
El
destino del hombre está en el espacio exterior, hemos dicho en repetidas
ocasiones. No lo sabremos, pero lo sabemos: colonizaremos planetas,
estableceremos colonias de nuestra especie y llegará el momento en que las
diferencias ya no serán entre naciones sino probablemente entre humanos de
diferentes estaciones planetarias y, sin duda, con esos otros seres que aún no
hemos visto. Más aún: entre nosotros mismos por diversidad en la escogencia de
lo que decidimos ser.
Seremos
distintos, pero no ya como consecuencia de una continuación de un proceso
evolutivo, sino como resultado de una intervención tecnológica. Es lo que se ha
dado en llamar transhumanismo, una aproximación que alega que nuestra especie
no es el fin sino el comienzo. Lo posthumano comienza a ocupar la visión de
quienes se ocupan del futuro.
Algunos
alegan que se podrá escoger entre varias categorías de lo posthumano como permanecer
como patrones de ondas conscientes o convertirse en robots perdurables, por
ejemplo. Es evidente que los cambios en la organización social resultarían
radicales como aquellos que resguardan a la individualidad y a los códigos
éticos y morales. Ya, en este momento, se confunden las fronteras de lo real y
de lo virtual. Ciertamente la conquista del único camino posible, la del
espacio exterior, conducirá a la creación de cyborgs, organismos cibernéticos
híbridos biológicos y mecánicos, aunque ya también en el vocabulario normal se
hable de silorgs, adaptaciones de un ADN artificial de silicio con amoníaco
para lograr la sobrevivencia en ese espacio exterior que deberemos ocupar para
preservar lo humano intervenido. O los symborgs, habitantes de Internet cual
conciencias, como programas vivientes. En realidad la terminología de lo
biónico ya nos invade con términos como orgoborgs, Geborgs o tecnoborgs,
expresiones todas que describen híbridos, recreaciones genéticas y mecánicas.
Tal
vez debamos aceptar la inexistencia de un último fundamento y mirar los eventos
como la combinación de combinaciones y a nuestro rostro como una perplejidad y
a lo enigmático como una acumulación de experiencia de quitar velos que jamás
serán los últimos hasta que lleguemos a lo incalculable quizás definible como
la permanencia en la nada.