. Era el mejor retrato que había hecho, se
dijo.
Enseguida lo enseñó a su madre. Ella
lo miró de soslayo y le dedicó un lacónico “qué lindo”, mientras tapaba y
destapaba ollas en la cocina.
Sin prestar demasiada atención a la
apatía materna, lo enseñó al abuelo. El viejo miró durante unos segundos por
sobre los espejuelos; hizo un gesto apenas perceptible con la cabeza y se
sumergió nuevamente en las noticias del periódico.
Confiando en la renombrada
sinceridad infantil decidió entonces mostrar el retrato a su pequeño sobrino.
Contento por la importante misión que se le asignaba, el niño detuvo su juego y
se sentó en su diminuta sillita, poniendo un rostro de una severidad
caricaturesca mientras observaba el dibujo que el tío sostenía pacientemente.
Luego de varias inclinaciones de cabeza
a izquierda y derecha, cejas alzadas y labios proyectados, el hombrecito de
cuatro años de edad dio su veredicto: “no la conozco”.
Herido en lo más profundo de su amor
propio, deambuló por la
ciudad. Todavía mostró el rostro dibujado sobre el papel a
algunos amigos comunes. Recibió frases condescendientes, medias sonrisas,
miradas socarronas y hasta palmadas en la espalda.
Al fin llegó a la casa de Ella.
Golpeó la puerta con los nudillos y esperó con los hombros gachos. Cuando la
joven apareció en el umbral, Él, sin decir una palabra, le extendió el trozo de
papel.
Ella lo tomó en sus manos, le dedicó
una larga mirada y luego alzó la vista hacia el dibujante. En sus ojos había un
brillo especial y sus labios se adueñaron de todo el rostro en una amplia
sonrisa. Lo besó apasionadamente.
Él no le preguntó si le gustó. Ella
no le dijo que el retrato apenas se le parecía. Ambos quedaron satisfechos y
enamorados.