De pronto la ciudad quedó a oscuras.
Todas las luces se perdieron en un murmullo ahogado y la vida se detuvo un
instante: en una esquina un hombre quedó con la mano alzada, sosteniendo la
ficha de dominó que no llegó a ocupar su lugar; la viejecita que salía de su
hogar se aferró a la puerta en una duda; la mujer se detuvo en medio de la
cocina sin saber qué hacer con la olla que sostiene en las manos…
Poco a poco, a medida que las
pupilas absorben los restos de luz que llenan el espacio, la vida va retomando
su curso. La ficha de dominó cae estruendosamente sobre la mesa de juego,
arrancando improperios a los que se reúnen a su alrededor; la viejecita regresa
sobre sus pasos cansinos hacia la seguridad de su hogar; la mujer logra colocar
la olla sobre una meseta cercana y comienza a buscar a tientas la pequeña caja
de fósforos...
Los niños asaltan en masas las
brumas de las calles, libres de pesadas tareas escolares, de la hora del baño,
o del ceño fruncido de la madre en anuncio de un regaño. Son una sombra más
entre tantas que se desdibujan en la oscuridad, caminando con pasos inseguros,
o sentadas bajo el umbral de las puertas, creciendo y desapareciendo a los
antojos de los focos de algún automóvil que pasa veloz, dejando tras de sí una
lobreguez silenciosa.
En las casas los criterios se
dividen: el padre se queja por no poder ver el partido de pelota, la madre
porque “la novela estaba buenísima hoy”, la abuela se persigna alejando espíritus
(o la muerte que tal vez ande al acecho) y los novios comparten osadías y ahogan
gemidos delatores; ruegan porque el apagón dure una eternidad.
Absortos en sus propias miserias,
pocos miran al cielo. Solo el joven pintor que en su estudio-taller acaricia
pinceles y reclama a sus musas, halla en la bóveda estrellada motivo para su
inspiración.
Cuando la ciudad recupere sus luces
en un grito de júbilo y el tiempo parezca acelerarse en el ir y venir de sus
habitantes; entonces, solo entonces, la verdadera poesía del apagón quedará
plasmada sobre el lienzo.