Comienzan a sumergirse las informaciones acerca del naufragio del Costa Concordia y con ellas se van decantando en nuestra memoria los detalles de un accidente causado por la arrogancia. Nos quedan los testimonios de angustia, los cuerpos que se quedaron atrapados, las explicaciones técnicas, las comparaciones históricas, las imágenes de impacto, y cada quien guardará y, con el tiempo, evocará el fragmento que le haya conmovido con mayor contundencia. Pero en todas las remembranzas aparecerá siempre la cobardía del capitán Francesco Schettino, de 46 años para el momento de la tragedia y natural de Nápoles, para más señas. No tanto su impericia o su torpeza, ni sus alardes viriles ni cuánto vino había tomado. No, recordaremos su cobardía. Ese momento en que el valor abandonó su voluntad, cuando se olvidó de por qué estaba donde estaba y cedió a su urgencia más primaria. Lo del capitán Schettino fue el acto desesperado de un hombre que conocía y aceptaba los placeres y mercedes de su cargo pero que, pese a su formación, a su experiencia, a sus juramentos y a los más elementales códigos de ética de su oficio, resultó avasallado por las circunstancias.
A partir del merecido vilipendio de este marinero se me ocurre una similitud más lamentable: la de quienes han olvidado lo que implica estar ante el timón de otras naves, nuestras naves, nuestros países y han arrastrado al borde a millones de personas debido a la primacía de sus particulares conveniencias (o apetencias) o bien a sus raptos de ineptitud. Por la lógica geográfica primero pensé en Berlusconi, en cómo aprovechó y capitalizó en beneficio propio las bondades del poder público, desdeñando su tareas como gobernante para dedicar sus energías a la vida loca. Luego surgieron los nombres latinoamericanos, todos hombres elegidos para conducir destinos, para llevar sus sociedades a buen puerto, honrados con un implícito lugar en la historia y que en las horas tristes prefirieron traicionar que traicionarse.
Hombres que se apropiaron de las presidencias como si fuesen feudos heredados y que por ello aumentaron las precariedades y padeceres de sus países como Jaime Lusinchi en Venezuela, en cuyo período su séquito se enriqueció con absoluto descaro, la corrupción se catapultó y censuró mediante artimañas a los medios que lo denunciaron (dramas que, además, hoy se repiten); o Alberto Fujimori en Perú, elegido por las buenas pero que, sediento de poder absoluto, tuvo la audacia de disolver el Congreso legítimo para formar otro domesticado, y que luego de jurar que no tenía oscuras intenciones pidió asilo en Japón y renunció a su cargo vía fax. Hombres incapaces de conducir con norte claro y de aquietar las manos ligeras de su entorno como Fernando Collor de Mello en Brasil o Carlos Salinas de Gortari en México. Hombres que callaron cuando debían pronunciarse como Belisario Betancur ante la toma del Palacio de Justicia en Colombia, o que triplicaron la pobreza de sus países a la par de su riqueza personal como Carlos Menem, o que huyeron en un helicóptero agobiados por su incompetencia para manejar la crisis económica y la conflictividad social como Fernando de la Rúa en Argentina. Hombres gozosos y disparatados como Abdalá Bucaram en Ecuador.
Hombres, pues, designados, ungidos, sacados del montón, en la cima de la jerarquía, que prometieron dirigir en función del bien común; capitanes de playa seca que olvidaron o eligieron olvidar por qué estaban donde estaban y que desgobernaron con la misma cobardía y negligencia con que saltó Schettino del Costa Concordia. Al desacreditado napolitano le pueden dar doce años de cárcel por no actuar con el temple y la responsabilidad propios de su cargo; puede que tal vez nunca más consiga un empleo como comandante, pero, en cambio, gobernar para unos pocos o hacer un mal gobierno, atribuir culpas en lugar de asumir responsabilidades, robar o dejar robar, son todavía otras maneras impunes de abandonar el barco.