Para la mentalidad moderna razón y afecto son dimensiones del ser
humano que poco tienen en común; es más, según algunos pensadores, la
razón ha de liberarse de cualquier contaminación afectiva si desea
alcanzar una perfecta claridad sobre su objeto. Sin embargo, en el
mundo clásico aparecen continuas referencias a la unidad de ambas
dimensiones. En numerosos lugares encontramos testimonios de que tenían
conciencia de que el ser humano es una unidad que no se puede
fracturar en regiones inconexas. El discurso de Diótima en El Banquete
platónico es un paradigma de ello, y quizás otro día lo analizaremos,
pero hoy nos interesa mostrar cómo gran parte de la fuerza dramática de
las tragedias tiene su raíz en esta concepción del hombre. Para ello,
vamos a centrar nuestra atención en un fragmento de Electra de Sófocles.
El
argumento de la obra es muy conocido, pues se trata de una de las
tragedias más representadas en nuestros días. Agamenón, padre de
Electra, Orestes, y Crisótemis, fue asesinado por Clitemnestra y por
Egisto, que ocupó el lugar de aquél en el lecho de ella. Electra, para
salvar la vida de Orestes, se lo entregó a Pedagogo, y fue enviado a
Fócide. Un oráculo de Apolo dictó que debía vengar la muerte de
Agamenón por su su propia mano, sin escudo ni ejército. La acción se
inicia cuando Orestes llega a Micenas con intención llevar a cabo el
designio del dios. Para ello, Pedagogo se hace pasar por un extranjero
procedente de Fócide que, para desesperación de Electra, viene a
anunciar la muerte de Orestes. Clitemnestra, que había tenido la visión
de que el espíritu de Agamenón pronto sería vengado, puede por fin
respirar, e invita a Pedagogo a entrar en el palacio. Al enterarse de
la noticia, Electra decide cumplir ella misma la misión encomendada por
Apolo a Orestes. Éste entra en escena junto con Pílades y dos criados,
uno de los cuales porta una urna con lo que debían de ser sus cenizas.
Es entonces cuando tiene el dramático encuentro entre los hermanos.
La
tensión que todavía hoy el lector puede experimentar brota de la
habilidad con la que Sófocles une la fuerza afectiva con el
reconocimiento intelectual los vínculos familiares. Orestes, al ver
cómo se conmueve Electra, le pide al criado que le entrege las cenizas,
aunque aún no sabe que se trata de su hermana. Pero por los gestos, por
el tono de su voz, adivina que no es "alguien hostil, sino que es amiga
o pariente por su raza" (Electra, 125-26). Es la disposición
afectiva la que abre los ojos de la inteligencia a la presencia del
bien. Algo parecido le había ocurrido a Crisótemis, que adivinó, por
unos pelos encontrados en la tumba de su padre, que Orestes había
estado allí. Y es que cuando el espíritu está bien templado, bastan
pocos inidicios para que la razón avanze con seguridad en su camino
hacia la verdad:
Cuando llegué a la tumba antigua
de nuestro padre, veo regueros de leche que acaban de derrmar desde la
parte alta del túmulo, y que la piedra sepulcral de nuestro padre está
coronada enteramente por alrededor por toda clase de flores. Al verlo,
el asombro se apoderó de mí. Miro en derredor, no sea que algún mortal
nos acechara de cerca, pero, como vi que el lugar estaba en calma, me
fui acercando más a la sepultura. Entonces veo en lo más alto del
túmulo un blucle cortado de algún joven. Nada más verlo, infeliz, se me
presentó a mi ánimo un rostro familiar, me pareció ver en esto una
señal del más querido de los mortales, Orestes. (Ibíd. 892-904).
Crisótemis
adivina en el blucle el rostro de su hermano con la misma seguridad con
la que una madre sabe el estado de ánimo de su hijo con sólo mirarlo. Y
es que la razón no es una facultad aislada, sino que siempre se halla
impulsada, animada, y auxiliada por el afecto. También Electra
experimenta algo análogo. Después de tomar la urna tiene una
conversación con Orestes en la que la desesperación va cediendo ante la
presencia de alguien en quien reconoce una familiaridad, una bondad,
que intelectualmente es, de momento, inexplicable: "¿No habrás llegado
de alguna parte como pariente mío? (1204-1205).; de hecho, el
tratamiento hacia él va cambiando, y pasa a llamar hijo al que antes denominaba extranjero. Hasta que, finalmente, se produce el reconocimiento intelectual.
Leer a Sófloces conmueve porque en sus obras aparecen personas enteras, en las que, como en todos nosotros, la inteligencia, el logos, está empapada de afecto (eros).
Son modelos humanos en los que cada lector puede reconocerse porque en
ellos no se ha producido aún el desmenbramiento de las dimensiones
afectivas e intelectual. En la vida cotidiana la persona es una, por eso el bisturí de algunos filosófos crea monstruos que, por supuesto, nada tienen de clásicos
en sentido estricto de la palabra. ¡A ver si va a tener razón Nietzsche
y vamos a tener que volver a la tragedias para comprender al hombre!