EL BUEN MONSTRUO
EL BUEN MONSTRUO
. No me inquietó lo más mínimo, al principio. Luego el hijo pequeño, de mi edad, se convirtió en una pesadilla para mí. Tenía yo, pese a tan tierna edad, fama de niño solitario, y lo era: no necesitaba a nadie para jugar, divertirme y no aburrirme. Me encantaba ir a un monte cercano y pasar las horas haciendo construcciones con piedras y barro. O recorriendo aquellos solitarios caminos, entre pinos, amapolas y aliagas. También me gustaba caminar por los travesaños de las vías del tren. Varias veces mis padres habían intentado quitarme aquella manía de ir y estar solo, sin amigos, deudos ni conocidos. Bien es verdad que un verano vino al pueblo un primo mío, y me hicieron salir con él a toda hora. Sin embargo, no tardó mucho en renunciar a mi compañía: tuve la debilidad, una tarde, de llevarlo al monte donde me entretenía sin compañía de nadie. Le enseñé los castillos y construcciones que había hecho con piedras y barro, medio ocultas por los hierbajos que crecían por allí. Mi primo se asustó: descubrió que estábamos muy cerca del cementerio. Le pregunté si quería entrar, pues la pared de la parte posterior era accesible dando un pequeño salto; luego se podía salir escalando por las alargadas macetas de las lápidas. Yo lo había hecho en varias y frecuentes ocasiones. Él no quiso. Se asustó mucho. Y llegados a casa le faltó tiempo, temblando, para contárselo a su madre.
La madre de mi primo, mi tía, se encaró conmigo gritándome y amenazándome con pegarme una paliza de padre y señor mío si volvía a llevar a su hijo al cementerio, o se enteraba de que yo entraba y salía de allí. La miré con cara de sorpresa, no dando crédito a cuanto estaba diciendo. Y mirándola fijamente a los ojos le contesté: -¿Acaso usted es mi madre para reñirme? Yo no te he hecho nada. Lo de tutearla me salió del alma. No obstante, rectifiqué en mi segunda aseveración. -Iré cuando me dé la gana. ¿Acaso es usted mi madre para decirme adónde tengo que ir? No hubo más. Luego me enteré de que le había contado la conversación a mi padre. Quería que este tomara cartas en el asunto. Pero mi padre, a quien su cuñada no le caía muy bien, no le hizo ni caso. Y yo, libre de mi primo, volví a mi monte, a mis construcciones, y a mis escaladas al cementerio cuando me venía en gana. Muy a menudo. No se terminaron ahí mis tribulaciones, pues fue marcharse mi primo y sus padres cuando llegó aquella familia al pueblo. Venían de Francia. Se exiliaron por temor a las cuatro tonterías que dijo el cabeza de familia durante la guerra civil. Me lo contó el hijo pequeño en busca de un cierto prestigio o admiración. Yo oí sus andanzas como quien oye llover. Y se empeñaron, una vez más, en que el hijo, un crío de mi edad, fuera amigo mío. No me fié mucho de él. En consecuencia no lo llevé donde tenía mi refugio, junto al cementerio. Resignado y paciente, jugué con él a las canicas, a bailar el trompo, y a algunas tonterías más. Hasta que aguanté. Pero huir de él era imposible: me seguía allá a donde fuera; y si le gritaba que me dejara en paz, se ponía a llorar y a berrear como si lo estuvieran matando. Mientras, tozudamente, me seguía a todo correr. Llegó a darme pena. Y algo de lástima. Entonces, igual que hiciera con mi primo, lo llevé a mi refugio. Tampoco tardó nada en percatarse de que estábamos junto al cementerio. Le entró un pánico cerval. Pese a ello le pregunté si quería entrar. Curioso: fue aquella la primera vez que vi cómo a una persona se le ponían los pelos de punta. Sin darle importancia, con una pizca de piedad, le conté que yo había entrado y salido de allí en más de una ocasión. Intentando descubrir, así se lo conté, dónde se había refugiado aquel maqui que iba huyendo de la guardia civil. Le oí contar a mi padre que se metió en un nicho, seguramente escalando por la pared por la cual entraba yo, y allí pasó la noche descansando y durmiendo. Al día siguiente lo despertaron unos golpes de azada. Salió de su particular dormitorio justo en el momento en el que el enterrador levantó la cabeza dentro de la tumba que estaba cavando. Y al ver aquellas piernas colgando del nicho, moviéndose, se asustó de tal forma que le dio en infarto y murió. Se aprovechó para el buen hombre la tumba acabada de cavar por él mismo. -Como en las películas de policías y ladrones -me dije-. Cuando obligan al ladrón a hacer su propia tumba. Del maqui nunca más se supo. Imagino que se salvaría. Tal vez ayudado por el mismo que me había ayudado a mí. Pues una tarde, al apoyar un pie sobre uno de los maceteros de una lápida, el macetero se rompió, y yo me caí. Me di un buen golpe en la cabeza. Pero nada serio. Me incorporé y, acariciándome la cabeza, estuve examinando por dónde podría escalar para salir del camposanto. En esas meditaciones estaba cuando alguien, un hombre alto y robusto, me cogió por la cintura y me aupó hasta alcanzar el borde de la pared. Dando la vuelta, salté afuera. Fue nada más tocar tierra cuando me pregunté porqué no había salido por la puerta, como seguramente habría entrado y salido él. Lleno de curiosidad, fui corriendo a la puerta: el candado estaba puesto, y la cadena no había sido movida. ¿Por qué pared, entonces, había entrado aquel hombre? Miré por entre las rejas de la puerta: en le cementerio no había nadie vivo. Y los muertos estaban ocultos en sus tumbas. Me fui a casa pesaroso y pensativo. Pero me cuidé muy mucho de contárselo a nadie. Quien sí le contó a su madre mi propuesta de escalar una tapia del cementerio fue mi joven compañero. Su madre, como hacen casi todas las madres, me malinterpretó. Creyó, y luego he pensado que tal vez tuviera razón, que quería quitarme a su hijo de encima asustándolo. No fue así. Y de hecho, no pensé mal de ellos cuando, una tarde, a la salida de la escuela, me buscó el muchacho para invitarme a su casa, pues era su cumpleaños. En el pueblo no celebrábamos semejantes tonterías. No obstante, acepté y fui dispuesto a merendar en su compañía. Su casa era triste y lóbrega. La madre, engatusándome, me llevó a una habitación oscura, con un ventanuco por el cual apenas se filtraba la tenue luz del atardecer. Intentando acostumbrar mis ojos a la oscuridad, no me percaté de la rápida salida de la buena señora, aunque sí oí el nervioso revolverse de la llave en la cerradura. Me había dejado encerrado. Me di cuenta entonces de que en el suelo una chaqueta, junto con unos pantalones y unos zapatos, querían simular el cuerpo de un difunto. Al primer golpe me asusté y me hice hacia atrás. -¿Cuándo un muerto te ha dado miedo? -me preguntó el hombretón poniéndose a mi lado. -Pero eso no es un muerto -dije señalando las ropas y justificándome. -Pues claro que no. Es un fantoche con el cual han pretendido asustarte. -¿Por qué? Yo no les he hecho nada malo. -Por pretender meter a tu compañero en el cementerio. -Vaya tontería. -Una tontería para ti no lo es para otros. Durante unos segundos me quedé pensativo mirando la ropa puesta cuidadosamente en el suelo. Y entonces se me ocurrió la pregunta: -¿Y cómo entraste tú en el cementerio el otro día? Por la puerta no, porque estaba puesta la cadena. Imagino que con tu corpachón podrás escalar la pared que quieras. -No necesito escalar paredes ni abrir puertas. -¿Estabas antes aquí o has entrado después? No he oído abrirse la puerta. -Estaba aquí. Te estaba esperando. -¿A mí? ¿Por qué? -Porque sabía que te iban a meter miedo en el cuerpo. Y no quería, como le pasó al enterrador, que te murieras del susto. -¿Entonces es verdad lo que me contó mi padre? ¿Se refugió un maqui en el cementerio y se murió de miedo el enterrador al verlo salir de un nicho? -Es verdad. En aquel momento me descuidé y no pude salvarlo. Estábamos en la posguerra… -¡Está loco! -oímos que gritaban fuera-. ¡Habla sólo y como si estuviera hablando con un muerto! ¡Con dos voces distintas! ¡Está loco! Y sin más, la puerta se abrió. No había nadie al otro lado. -Ya puedes irte a casa -me dijo el hombretón-. Ya se ha terminado todo. Salí sin ver ni a la madre ni al hijo. Los oí gritar, a los pocos minutos, porque según decían, había desaparecido la ropa que tan cuidadosamente extendieran en el suelo. No me acusaron de haberla robado. No dijeron nada de cuanto sucedió aquella tarde. A la madre, no obstante, le salieron canas, y el hijo me rehuía, a partir de entonces, como si viera al mismísimo diablo. Todavía me hubiera rehuido más si hubiese sabido que aquello fue el inicio de una gran amistad entre el hombretón y yo. Pasamos muchas tardes juntos, y me sacó de alguna que otra situación peligrosa. Jamás se me ocurriría llamarlo, sea lo que fuere, un monstruo. O bien es un buen monstruo, si ello es posible, que, sin duda, lo es.