El sexo de los ángeles

EL SEXO DE LOS ÁNGELES

 

. Veo que la mayoría de los espíritus de estos tiempos se hacen los ingeniosos para oscurecer la gloria de las hermosas y nobles acciones antiguas, dándoles alguna interpretación vil e inventando motivos y causas vanas1.

Michel de Montaigne, Catón el Joven.

La noche pasada tuve un sueño breve. Me acosté a las once. Y me desperté, totalmente descansado, a las 3,30 de la madrugada. Me pareció excesivo abandonar la cama a una hora tan desusada. Pero fui incapaz de volver a dormirme. Me levanté, puse una lavadora, y me entretuve leyendo en tanto esperaba o volver a tener sueño, o poder tender la ropa en la galería. Luego, como es habitual en mí, me dormí cuando tenía que estar totalmente despierto y despejado.

Me dormí a mitad de la tarde. Se me cerraron los ojos mientras leía. No sé cómo, me arrastré hasta el sofá, donde me dejé caer. Llevaba el móvil en el bolsillo. Lo coloqué sobre la mesita negra. Al lado de la libreta y del bolígrafo. Para tomar notas, por si se me ocurre algo. Comenzó a sonar el móvil cuando, calculo, lleva unos tres cuartos de hora metido en un profundo sueño. Contesté con una voz propia del más allá. Era mi vecino. Me di una ducha rápida, y bajé a visitarlo.

-Lo he despertado -me dijo un tanto avergonzado en cuanto me vio-. Lo siento, perdóneme.

-No se preocupe -le contesté-. Me ha venido muy bien que me despertara. De haber seguido durmiendo, esta noche sería igual a la pasada, y necesito dormir y descansar a las horas convenidas.

-Sí, eso de tener que ceñirse a un horario es una verdadera molestia.

-Ya; pero de no ser así, la vida sería un caos.

-Esa es la ventaja de los jubilados: nos podemos permitir vivir en el caos. Hasta cierto punto, por supuesto.

-Por supuesto. Ustedes los jubilados se pueden instalar en el caos; pero los ambulatorios, por ejemplo, tienen que regirse por un horario determinado. En caso contrario, muchos jubilados en vez de vivir en el caos, vivirían en el infierno: sin pastillas, sin médicos, sin enfermeras…

-Tiene razón -reconoció llenando las copas de vino.

-Imagino -tenía ganas, ya despejado, de hacerlo hablar- que pese a sus reticencias a salir de casa, habrá ido al cine a ver la nueva película sobre Cervantes.

-Pues no, no he ido -confesó tras vaciar su breve copa-. A decir verdad, no me interesa lo más mínimo. No sé si será reclamo publicitario o no; pero lo poco que he leído sobre esa película siempre es uno y lo mismo: el posible homosexualismo de Cervantes. Fíjese qué tema tan interesante.

-Bueno, cosas del momento.

-El otro día, en un libro de Paul Auster, también leí las enrevesadas explicaciones de este sobre la escritura de don Quijote. Nada interesante. Tonterías. Resulta que, según este señor, el autor de la novela es el propio don Quijote2… En fin, para qué hablar. He leído tantas estupideces sobre atribuciones de libros a autores que, en serio, dan pena.

-Lo mejor, desde luego, es atenerse al texto y dejarse de romances.

-Además -replicó volviendo a llenar las copas- creo que en toda obra hay cosas más interesantes que la posible homosexualidad de su autor. O de su sexualidad. Hace años, siendo joven, ya me repateó la lectura de un ensayo sobre Flaubert y Madame Bovary. Un absurdo capítulo de ese nulo ensayo estaba consagrado a dilucidar si Flaubert se masturbaba o no durante su redacción.

-¡Vaya por Dios! -exclamé- teniendo semejantes críticos no sé cómo hay gente que todavía se atreve a publicar. Y si lo hacen, al menos, deberían acompañar el libro con un apéndice con todos sus actos pecaminosos a lo largo de su redacción.

-Esa es una buena idea. ¿Por qué no lo hace usted publicando cualquiera de las traducciones que tiene por casa?

-Pues porque como ya le he dicho en infinidad de ocasiones, mis traducciones no aportan nada nuevo. Es más: son flojas, éticas, de huesos débiles, y sin ningún mérito. No tiene sentido publicarlas. Y además, soy más puro y casto que los ángeles. Salvo algún que otro encontronazo, de uvas a peras, con alguna joven de buen ver. Nada importante… Estos obsesionados por el sexo, ni siquiera explican la utilización de un manuscrito o una palabra o acepción en lugar de otra.

-Dígame -cogió la mosca al vuelo-: ¿Cómo se decide la utilización de esta palabra y no aquella?

-¡Qué preguntas me hace usted! No lo sé. Mire, el otro día, traduciendo una fábula de Esopo, tuve un grave problema. Cuenta este buen hombre, de quien no sé si era homosexual o monje capuchino, que una viuda, a fin de obtener más huevos por parte de su gallina, alimenta a esta con doble ración de cebada3. La palabra utilizada en el original es κριθή. La traducción, según los diccionarios que manejo, es “cebada, orzuelo, grano (peso)”. O, y no vienen al caso salvo para algún rijoso ensayo de última hora, “pene, prepucio”.

-Eso daría mucho juego -dijo riendo de buena gana-. Ahora bien, una gallina comiendo penes. No es de muy buen gusto.

-Yo me quedé descolocado: esperaba que a la gallina la alimentara con maíz. No con cebada… Limitaciones propias de uno.

-Eso igual se lo soluciona algún ganadero. Si quiere, vamos al pueblo y hablamos con uno. Lo conozco.

-No hace falta. Estuve investigando. El maíz llegó del Nuevo Mundo. Ni los griegos ni los romanos lo conocieron, por lo tanto. Así que la pobre gallina se alimentaba con cebada.

-¿Entonces -me preguntó tras llenar las copas de nuevo- el pan de aquella época?

-Pues de cebada o centeno. Lo cual me llevó a pensar, por enésima vez, que estaría muy bien estudiar la alimentación a lo largo de la historia. Estoy buscando bibliografía al respecto. Ya he dado con algún libro.

-Me parece más interesante eso -dijo haciendo un brindis- que estudiar el sexo de los ángeles, por decirlo de una forma elegante.

-Es lo bueno de las traducciones -elevé mi copa respondiendo a su brindis-: un mundo del cual saltan chispas y no para provocar incendios. Se llega a adquirir un cierto conocimiento de la propia lengua.

-¿Ve? -insistió-. Por eso le digo que debería publicar sus traducciones. He leído algunas, publicadas en libros, que dejan mucho que desear.

-Olvídese. No lo voy a hacer. Y le voy a dar una razón de peso: mis conocimientos del latín y del griego dejan mucho que desear. Mucho. Por lo tanto, lo mejor es tener la boca cerrada.

-Una vez -contraatacó con las copas llenas de nuevo- en una conferencia, un oyente lanzó varias duras críticas contra el conferenciante por errores pasados de este en alguno de sus textos. ¿Y sabe lo que le respondió el conferenciante? Que si uno no asume sus propios errores, nunca publicaría ni haría nada.

-Es cierto. A veces me acuerdo de cosas que he dicho en algunas de las clases, y se me ponen los pelos de punta. No puedo hacer nada para corregir aquellas inexactitudes… Solo darle la razón a Luis Vives. Defiende este en Las disciplinas, que los maestros deberían ser personas de cincuenta años o más. Y aun creo que se queda corto.

-¿No corremos el riesgo con tanta exigencia de paralizar la educación, el país y todo? Además, señor mío, hay políticos de cincuenta años y más, y no quiera ver lo que son, lo que se proponen y la cantidad de seguidores que tienen. Y las necedades y estupideces que salen de sus bocas.

Del cerco de sus dientes -pensé.

-Esos modelos, como comprenderá, no me sirven…

-Ya lo sé. Usted es de los que agachan la cabeza llenos de humildad y…

-No diga más. Por favor, lléneme la copa y despidámonos. Necesito dormir. No aguanto más. Todo mi imperio por mi cama. Y luego que nos acusen de cuanto quieran.

-Ni usted ni yo somos famosos. No se preocupe: nadie se ocupará de nosotros. Ni de nuestras inexistentes tendencias sexuales.

-Mejor así.

Me llenó la copa hasta los topes. Nos terminamos la botella de vino rápidamente, y rápidamente me fui a casa y me metí bajo las sábanas. Dormí profundamente despertándome luego a la hora en la que se despierta medio mundo. Di las gracias a los dioses por su generosidad. Y, agradecido, me levanté y me acicalé para comenzar una nueva jornada. Vale.

1Michel de Montaigne, Catón el joven en Los ensayos, Libro I, capitulo XXXVI. Ediciones Acantilado, Barcelona, 2021.Traducción de J. Bayod Brau.

2Paul Auster, Ciudad de cristal, cap. X

3Esopo, Fábulas, La mujer y la gallina.

UNETE



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