. Renunciar a él sería demasiado aventurado para el capitalismo, lo que le ha llevado, incluso en términos económicos y sociales, a continuar en esta línea, de manera que el capitalismo de elites se impone al capitalismo de masas.
Conforme a la doctrina dominante, se consideran sociedades avanzadas aquellas que han sido encasilladas en la categoría de económicamente ricas, se organizan en torno al mercado dirigido por el sistema capitalista, airean su Estado de Derecho y se rigen por la democracia de papel. A la cabeza se sitúan las respectivas elites económicas, políticas y sociales, para dirigir la marcha de las masas en ese proceso que se vende como progreso, pero siempre atento a intereses económicos y de partido. El elitismo, vieja ideología de los mejores, basado en una minoría selecta o esa otra minoría que rige el destino de la mayoría, ya sea por la fuerza de las armas, la fuerza de la ley o el carisma, permanece inalterable como principio de distinción social. Precisamente son las elites las que han llevado a la sociedad en general a tal estado, en el que las masas son las comparsas que, de una u otra manera, les siguen el juego. Buscando un argumento de justificación para el elitismo, la leyenda, en forma de tradición, ha pasado a ser su soporte inmediato. El argumento central, que expuso Le Bon, es, aferrándose al principio de superioridad que otorga la representación de la fuerza individual ante los otros, partir de la debilidad física y mental de la masa, que deriva en tendencia al gregarismo. Más que de servilismo natural, habría que referirse a falta de una actuación coordinada de las masas desde la dirección que marca el sentido común, suplantado por el principio de adaptación a las circunstancias más cómodas que rige la existencia. En el terreno de la praxis política, hay otra tesis que considera a las masas no como la manada dócil, por contra, las remite al terreno del desorden, ya que son de naturaleza belicosa. A falta de dirección, aparece la tendencia, no siempre manifestada abiertamente, pero sí latente, a que sean ellas mismas quienes rijan su destino y que, de emerger a la superficie, generalmente acaba por conducir a la anarquía, con funestas consecuencias para el orden en la sociedad. Sin embargo, el desorden no lo provocan las masas, que son realmente tendentes al pacifismo y a la comodidad, sino que surge cuando son arrastradas por los desacuerdos individuales y grupales que intentan imponer su respectiva voluntad de poder y aspiran a ser minoría dirigente. En cuanto se trata de fuerzas dispersas, si no cuentan con valores carismáticos para promover adhesiones de cierta entidad, acaban por entregarse a la confrontación que trae consigo el desorden. Ocasión que es aprovechada por una minoría con capacidad dirigente, cohesionada como grupo de interés, para arrogarse la representación de todos e imponer su modelo de orden frente a la anarquía. Al objeto de controlar la situación hay que acudir a la fuerza unitaria, contrarrestando así la fuerza de dispersión. De ahí que sea precisa una demostración de fuerza física, con las correspondientes repercusiones psíquicas. En este último aspecto se impone como convicción mayoritaria, dada su eficacia, que lo acertado es dejarse conducir por esa minoría ordenadora, aun a costa de renunciar a ser uno mismo, asociada a la voluntad de todos, para entregarse a la imposición de unos pocos, todo ello por un proceso combinado en el que interactúan la comodidad y el pragmatismo. Tal convicción, ante los resultados del despliegue de la fuerza minoritaria, acudiendo al sentido de utilidad, al que no han renunciado las masas, se expresa mediante la fórmula del reconocimiento, que no es fruto de la racionalidad pura, sino de su adaptación a lo conveniente. Respondiendo al interés por el mantenimiento del orden, se trata, primero, de aceptar la existencia de personajes grupales situados en un plano superior, con la consiguiente devaluación de lo común; segundo, asistirles de una condición especial que permita mantener a salvo sus actuaciones por encima de las masas. De lo primero deriva la construcción de la elite y de lo segundo su despliegue consensual como autoridad. Se ha establecido así la desigualdad a manera de exigencia social, lo que ha conducido directamente a instaurar al elitismo como fundamento del orden social y, consiguientemente, a legitimar al grupo dominante, que adquiere la condición de superioridad, en base a cualquier argumento de imposición socialmente consistente. Sin embargo, la ideología del elitismo, refacturada como doctrina por las elites, al objeto de legitimar su posición de minoría privilegiada, basada en el dominio de las masas, conserva y acrecienta la leyenda de los selectos y la reconduce al extremo del poder, materializándola como autoridad de gobernar. Mostrando como tendencia natural derivar el gobernar, último reducto del elitismo, al terreno del mandar, lo que priva de esa legitimidad que hoy concede la ley para proclamarse autoridad. El mandar pasa a ser el último acto de la elite, fundamentalmente política, al estar asistida de esa autoridad espuria que, en la actualidad, confiere la democracia al uso, significada por el sometimiento a la ley en el Estado de Derecho. Expresiva de esa tendencia a mandar es la vieja propensión explicativa, asistida por la inclinación a la ficción para aliviar el sentido de lo inexplicable, hace que emerja entre la elite el hombre superior de turno, como reminiscencia del dios dominador, para obligadamente entregarse todos a sus determinaciones, con la justificación de que el orden no está reservado a los comunes, y sí a los selectos, plantel en el que el superhombre político ocupa el escalón más alto. Este hombre superior es el encargado de pervertir definitivamente la autoridad, llevándola desde el plano institucional al terreno de lo personal. Es el momento supremo del elitismo, en el que el mito viene en su auxilio para imponerse de forma radical, mediante la representación en el personaje real. Un producto fabricado, vinculado a las circunstancias históricas y a la fortuna personal que asiste al beneficiado. Con él, las elites asociadas prosperan, mientras las masas no dicen nada, acatan y lo asumen. Como soporte de la mítica superioridad del personaje único se busca la cobertura selecta, incontaminada de materialidad, pero dentro de la realidad material, para lo que resulta apropiada cualquier ideología. De esta, se sintetizan los principios esenciales del conjunto de creencias más apropiados a las circunstancias del momento, siempre apoyadas en algún soporte de fuerza material, y se construye el dogma, dotándole del efecto que imprime en el componente sentimental del ser humano, lo que permite consolidar a esa elite como la elegida para llevarlo a término. En el fondo, la base de sustentación de las elites de cara a las masas tiene un alto componente de creencia en las supuestas virtudes con las que se adornan para distanciar a sus miembros del individuo común. Desplegando el dogma, entra en acción la doctrina, encargada de difundir la ideología de manera práctica y radical, desde la que se proyecta socialmente la voluntad de la elite, a la sombra del líder. Con la doctrina se trata de que la masa no supere la patología de tales creencias, asistida por los nuevos dioses y sus enviados, que además se hacen extensivas a cómo debe transcurrir la existencia colectiva. Si las doctrinas, por un lado, son coincidentes en el método de actuación, por otro, se adaptan a las circunstancias del momento histórico; en el caso de la doctrina guerrero-religiosa, era dependiente de la espiritualidad, mientras que la doctrina económico-política dominante lo es de la materialidad de la existencia. El resultado del proceso, más allá de cualquier interpretación especulativa, es que, políticamente justificada la incapacidad de las masas para autogobernarse, tanto por la supuesta ineptitud mental de lo común como por su tendencia a la anarquía, se genera conciencia de culpa ante cualquier discrepancia de la individualidad con respecto a la doctrina, lo que lleva a aceptar como asumible el elitismo establecido en su condición de argumento único de estabilidad social. Por esta vía, el camino hacia el totalitarismo está abierto, y así lo acreditan los modelos clásicos. Hoy el elitismo es una realidad presente, que se proyecta en todas las direcciones, las elites también, y los líderes, siguen siendo la leyenda moderna, que cobra atractivo en la sociedad de mercado, en la que el espectáculo contribuye a animar las ventas. Antonio Lorca Siero