Para analizar el movimiento estudiantil chileno es necesario contextualizar
el mismo en el marco sociopolítico de Chile y el mundo.
En los escenarios globales, el movimiento de los estudiantes chilenos ha
coincidido con el movimiento 15M de España, con los Indignados de la Puerta del
Sol y de Wall Street, con el movimiento estudiantil de Colombia; con la caída
de Papandreu y de Berlusconi, con la muerte de Gadafi, con las revoluciones
sangrientas que se han desarrollado en el Norte de África y medio Oriente, como
nuevos zarpazos de los imperios corporativos a reservas petroleras
estratégicas.
El trasfondo de las movilizaciones sociales globales en Europa y América ha
sido el desencanto de amplios sectores de la población frente a un orden
mundial que subordina las decisiones de Estado a reglas del sistema neoliberal
global. Ha sido el paro extendido por Europa y que en España alcanza a la mitad
de los jóvenes, lo que ha remecido las conciencias para decir basta. En Chile,
las circunstancias han sido similares, con un descontento conceptual con las
reglas del juego impuestas y heredadas del régimen militar.
Para entender al movimiento estudiantil chileno hay que remontarse al
inicio de los ochenta, cuando el régimen militar mercantilizó la educación
considerándola un bien de consumo y no un derecho inalienable de las personas.
En ese marco, proliferaron proyectos educacionales que jugaron con una demanda
insatisfecha de amplios sectores: llegar a la Universidad. Es así como el
sistema de educación superior, reducido antes a un puñado de universidades
tradicionales, donde las principales, la Universidad de Chile y la Universidad
Técnica, eran la expresión del Estado laico educador, con una red nacional de
filiales en regiones. Además, como universidades tradicionales estaban las
pontificias que articulaban también sedes regionales. Ese era el escenario
republicano que duró hasta que el régimen militar lo modificara en el texto de
la Constitución y en la reforma subsecuente realizada a partir de 1981. En la
Educación superior se abrieron espacios para universidades, institutos
profesionales y centros de formación técnica. En los niveles escolares básicos
y medios, se municipalizaron los liceos y escuelas públicas y se abrió un
espacio para colegios subvencionados gestionados por sostenedores privados. En
1990 comienza la transición y lejos de terminar con estas políticas, las mismas
fuerzas que integran la Concertación comienzan a inscribir sus propios
proyectos en el sistema y surgen universidades con diferente sesgo fundacional,
cubriendo todo el espectro ideológico político. Sostener colegios
subvencionados se convierte en pingüe negocio del que todos profitan.
Pero el mercado es distorsionador, pues mientras un producto entregue
ganancias éste seguirá explotándose. La falta de un Estado responsable, que
mediante una planificación indicativa orientara al mercado hacia las carreras
necesitaba el país, hizo que en el mercado fuese caótico, se vendieran las
carreras a que más aspiraba la clientela. Más de 70 universidades ofrecieron
carreras como Periodismo, Psicología, Ingeniería Comercial, fundamentalmente
por ser carreras de “tiza y pizarrón” que no requerían laboratorios, centros de
investigación o docencia de cualidades científicas. Las Universidades públicas,
coartadas de seguir creciendo, con aportes centrales menguados, se involucraron
con el mercado y comenzaron a competir por prestaciones de asistencia técnica a
empresas, fondos concursables para investigación y alianzas estratégicas que
permitieran ser atractivas para los consumidores. Toda una lógica que llegó a
distorsionar el ethos universitario, que mandaba como función rectora de la Universidad
un compromiso con la realidad nacional, con estudios críticos y debates
científicos que pudiesen generar propuestas a la sociedad. Eso se sustituyó por
eventos rentables y el académico debió ser su propio gerente para incrementar
sus ingresos, dejando de lado aquello que no fuese lucrativo. Se habla en este
contexto en Chile, de los profesores universitarios “Taxi”, obreros de la
educación superior, que son los que hacen efectivamente la mayor cantidad de
horas de clases, pero sin tener una pertenencia ni acceder a los beneficios de
los profesores de planta jerarquizados; ellos cobran sus honorarios y corren de
universidad en universidad para lograr una remuneración acorde a su trabajo,
pero con precariedad en el empleo, sin pago de vacaciones y con un trabajo
temporal que los desprotege en materia de salud y previsión. Obviamente, este
tipo de docente no tiene tiempo para guiar alumnos, no permanece en la
Universidad, no investiga, y por ende la calidad de la docencia no es la misma
que la del catedrático a tiempo completo. Son los aspectos que visualiza el
alumno que paga sus aranceles y recibe un servicio mediocre. Es la mediocridad
que se instala, lo que importa es el negocio.
Sin fiscalización mayor, el mercado educacional chileno tiene buenos, malos
y pésimos exponentes. Los mejores, sean públicos o privados, destacan por su
excelencia, reciben los mayores puntajes y con ello mayor presupuesto. Los
otros disputan en la captación de alumnos con gastos exorbitantes en
publicidad, lo cual los blinda de la crítica de los medios, generándose cada
fin de año una caza de incautos sin mayor control público. Se ofrecen en los
spots televisivos carreras no acreditadas o con acreditaciones parciales, se
inventan carreras sin destino, no se entrega información dura de los resultados
de cada casa de estudios y ese déficit de transparencia conlleva al ingreso de
jóvenes al sistema universitario en forma indiscriminada, sin exigencia de
puntajes mínimos. La “universidad para todos” así concebida, se ha convertido
en una gran estafa social, que ha afectado a los sectores medios y medios bajos
que aspiran a que sus hijos lleguen a tener un título universitario y que se
endeudan para ello. Lo que las autoridades llaman “ampliación de la cobertura”
se convirtió en un pingüe negocio para la banca y los proyectos universitarios
privados. Personas que no debieran calificar por el puntaje obtenido, son
igualmente aceptadas por ciertas universidades, por mera decisión financiera,
que se aleja totalmente de los principios pedagógicos y de la ética.
Avanzar negociando o fracasar sin transar
El 2006 era el primer año del gobierno de Michelle Bachelet, cuando se
produjo la revolución de los pingüinos, así nombrados por sus uniformes
escolares de secundaria. Las demandas de los jóvenes eran la punta de un
iceberg. Un Gobierno dubitativo que tuvo contradicciones vitales con las
propuestas de cambio, intentos de desprestigiar el movimiento con encapuchados
violentistas, la censura de la Cámara de Diputados a una Ministra de Educación
y un jarrón de agua sobre la Ministra que le sucedió y que llevaba las
conversaciones. Todo ello pudo ser una gran oportunidad para la Concertación,
pero se llevó el tema a comisiones que no tuvieron destino, que produjeron
propuestas que no fueron vinculantes. Pasó el tiempo, se apagó el incendio, los
líderes secundarios pasaron a la universidad y la dilación de leyes como
la que creaba Superintendencia de Educación demostraron que la clase política
no había asumido como prioritario el tema de la Educación. Por eso, el
problema cruzó ese último gobierno de la Concertación, estallando la bomba de
tiempo en el segundo año del Gobierno de Sebastián Piñera.
El movimiento social 2011, con estilos 2.0, impactante presencia
internacional en las redes sociales, transitó por fuera de la institucionalidad
manifestando un rechazo extendido a la clase política, principalmente a los
representantes de la Concertación responsables de la frustración del 2006. Se
generó, dadas las circunstancias de tratarse esta vez de un gobierno de
derecha, un movimiento social catalizador de un desencanto social heterogéneo y
transversal con el sistema político y económico heredado de la dictadura.
El movimiento social obtuvo en su mejor momento un respaldo de un 89% de la
sociedad chilena, tumbó al Ministro Lavín, involucrado patrimonialmente en la
Universidad del Desarrollo, de sesgo neoliberal; pero la incapacidad de los
líderes de controlar a sus bases fue desgastando al movimiento. Hubo un gran
momento para sentar las bases de un Acuerdo Nacional por la Educación, que fue
cuando se conforma una mesa de diálogo de los estudiantes con el Ministro
Bulnes. Pero la falta total de flexibilidad y la presión interna de sectores
anarquistas antisistémicos, que han apostado al no acuerdo, hizo que los
jóvenes se bajaran de la mesa de negociación, quedando el tema sometido a la
legalidad de la instancia parlamentaria.
Casi siete meses de huelgas, marchas pacíficas que se fueron enturbiando
metódicamente, tomas, desalojos y retomas, un año perdido que hay que pagar,
fueron elementos del desgaste. La presión anarquista se ha expresado en
agresiones a los propios líderes y voceros del Movimiento. Un error que pesará
en esos líderes es no haber repudiado expresamente la violencia sino querer justificarla.
La calle que era de las comparsas y la sátira inteligente, en expresiones
coloridas y pacíficas que habían dado la vuelta al mundo, quedó a merced de
encapuchados, infiltrados o mercenarios manipulados por las mafias del
narcotráfico o redes limítrofes a ellas. La caída de respaldo popular se
expresó drásticamente en las últimas encuestas.
El movimiento social ha dado pie para que los oportunistas de turno quieran
hacer su propio negocio. Deslegitimados políticos de la Concertación han
querido usar al movimiento para trabar la gestión del gobierno, olvidando los
orígenes del problema, del cual son parte responsable. El Colegio de Profesores
ha buscado colocarse detrás de los estudiantes para esquivar un sistema de
evaluación docente imprescindible, si de calidad se trata. La Central Unitaria
de Trabajadores se colgó también para disimular su falta de convocatoria
popular.
Los indignados chilenos se dividen en los antisistémicos, que postulan
romper el sistema con asambleas populares y una Constituyente que cambie las
reglas del juego; y los sistémicos o republicanos, que quieren capitalizar el
movimiento social a través de la vía institucional, construyendo opciones de
cambio por dentro del sistema democrático representativo, llegando a cambiar la
Constitución construyendo nuevas mayorías. Más de 4 millones de personas no
inscritas y que por ende no son ciudadanos, podrían dar un gran golpe a la
cátedra si concurren a inscribirse. Es el camino republicano por el que
apuestan los seguidores de Marco Enríquez Ominami, el ex díscolo diputado
socialista y candidato presidencial en la primera vuelta del 2009, el cual se
ha abocado a preparar su plataforma partidaria, el Partido Progresista,
salvando todas las vallas que deja el sistema binominal. Lo propio intentan el
Partido Regionalista y los Ecologistas, cuya primera prueba será participar en
las elecciones municipales del año 2012. El Partido Comunista, en la frontera
del sistema, tiene en Camila Vallejo una carta segura, pero que podría ser de
obsolescencia temprana si no diferencia su discurso de los sectores rupturistas
antisistémicos.
De cualquier forma los estudiantes han provocado el 2011 un remezón a las
conciencias, en una gran epopeya cívica que, más allá de las distorsiones
interesadas o voluntariosas, ha colocado en el centro del debate ciudadano el
tema de la inequidad, de la enorme brecha social que ha generado el sistema
neoliberal. Se plantea a partir del 2011 la necesaria redimensión del Estado y
una alianza permanente con la sociedad civil para sentar las bases para una
democracia profunda en Chile. La Educación tomaría su sitial como palanca de
justicia social.
Hernán Narbona Véliz, Periodismo
Independiente, 21 de Noviembre de 2011.