Obsesión

Lo sublime consiste en un no sé qué de excelencia y perfección soberana del lenguaje. Anónimo, De lo sublime.

 

. Anónimo, De lo sublime.

Cuando bajé a ver a mi vecino, éste, como ya comenzaba a ser habitual, estaba contento. Risueño. Me recibió sonriendo. Y sonriendo se fue a la cocina en busca de la consabida botella de vino. Yo, por mi parte, le había conseguido un par de libros. Uno de poesía arcaica griega. Y otro de Kavafis. Antes de sentarnos le leí una famosa anacreóntica. La traducción no es muy literal, aunque tampoco ofrece grandes dificultades. No obstante, insistía yo en el verbo beber, puesto al inicio de los versos del 1 al 4. No es así en el original.

Bebe la negra tierra,

beben los árboles de ella,

se bebe el mar las brisas,

bebe el sol del mar,

del sol, la luna.

¿Por qué os peleáis conmigo, compañeros,

si yo también quiero beber?

-Pues bebamos -dijo sirviendo dos generosas copas-. Y gracias por el presente.

-De nada. Ésta -le dije- es una de las primeras traducciones hechas por mí. De cuando era estudiante. No la he retocado. Una versión mía, por lo menos, ha visto la luz. No se quejará.

-Está muy bien. Aunque me va a decir, ya lo sé, que hay otras mejores, mucho mejores.

-No digo nada.

-Mejor. Así podemos hablar de otras cosas.

-Cuénteme. Parece estar ansioso por hacerlo.

-Así es. Estos días -dijo jugueteando con los libros- me he acordado mucho de un viejo amigo.

-¿Y por qué no lo llama y se relaciona con más gente? ¿No se aburre de estar siempre conmigo?

-No lo llamo porque no me va a coger el teléfono: falleció hace años.

-¡Vaya! Lo siento.

-Y no, no me aburro de estar siempre con usted. A aquel amigo, por cierto, no recuerdo ni cómo lo conocí. Y, de verdad, me he esforzado mucho estos días por llegar a ese punto. En vano. Es curioso el funcionamiento de la mente. Y de los recuerdos. La primera vez que sufrí un olvido de este tipo, pensé, inmediatamente, en el alzheimer. Pero leí, no sé dónde, que esta enfermedad no es tal en tanto somos capaces de servirnos de otras herramientas para llegar al resultado apetecido. ¿Me sigue? -preguntó sonriendo.

-No estoy muy seguro.

-Hace tiempo, viendo un programa sobre cine, pasaron el fragmento de una película. Aparecía una actriz muy atractiva, española. Me llevó en un santiamén a mi lejana juventud… La vi en muchas películas de joven. Me gustaba mucho. No recordaba su nombre. Ni el título de ninguna de sus películas. Pero sí haberla visto en bastantes interpretaciones. ¿En cuáles? Era incapaz de recordar ni una de ellas. ¿Estaba en los inicios del alzheimer? Pensando en ello, en un momento determinado, se hizo la luz: recordé un título. Lo busqué en Internet, y allí apareció. ¿Se puede creer que nunca más la he vuelto a olvidar? Hacerlo me parecía traicionarla a ella y a mí mismo.

-¿Estaba usted enamorado de esa actriz?

-Tal vez. No le diría lo contrario. Pero eso ahora no tiene ninguna importancia. Pese a todos mis esfuerzos, es a donde quería llegar, no consigo recordar cómo conocí a aquel amigo. Hicimos un programa de radio juntos. Un programa sobre literatura y piedras o geología. Pero no era de eso de lo que quería hablarle. Este hombre era un buen catador de vinos y un melómano. Un gran aficionado a la ópera. En su casa siempre estaba sonando Orfeo y Eurídice, de Gluck. No sé si alguna vez oyó toda la ópera entera, pues siempre oía el mismo corte: una y otra vez, sin descanso. Se titula, creo recordar, Los campos Elíseos. Es una música preciosa, desde luego. Ahora bien, pese a eso, yo no entendía aquella obsesión, aquel no dejar avanzar la aguja por todo el disco. Él mismo se lamentaba: el disco está agujereado por los campos Elíseos, me decía. Pero tenía, al lado, varios más, todos iguales, amaba aquella versión, de repuesto… Creí que estaba loco, o en los inicios de la locura.

-Es el problema de las obsesiones. Dicen no ser peligrosas en tanto se puedan controlar. ¿Ha llegado usted a ese punto?

-Casi -respondió sonriendo.

-Ya sé -le dije un tanto tontamente- que a usted le molesta mucho la mascarilla, y que le llamen la atención por no llevarla o llevarla mal puesta. Pero, quizás, debería salir un poco. Y resignarse a ella.

-¡Tonterías! No me molesta la soledad. La prefiero a ir por la calle y verlos a todos embozados. No me diga que no se ha creado bastante histeria con todo esto de los tapabocas. Han salido guardianes y policías hasta de las alcantarillas.

-No exagere.

-No exagero. Dejémoslo. Estábamos hablando de la obsesión. ¿Se ha obsesionado usted alguna vez por algo?

-Sí, por supuesto. Creo que sin una pizca de obsesión no se obtiene nada. Siempre he recordado aquella máxima: “los dioses no regalan nada”. Cualquier cosa cuesta litros de sudor. Y sin empeño, o algo de obsesión, no se va a ninguna parte.

-Yo no hablo de esa obsesión. La obsesión suya lo hace avanzar, conocer cada vez más cosas, o conocerlas mejor. Pero la obsesión de mi amigo, por ejemplo, ¿no se parece más a la locura? Oír una y otra vez lo mismo. Sin variaciones.

-No lo sé. ¿No se le pasó con el tiempo? Tal vez necesitara oír aquel fragmento por alguna razón inexplicable para nosotros.

-Me está sucediendo algo similar. Y no sé cómo tomarlo. ¿Locura? ¿Necedad?

No me lo pareció. Quizás le estaba dando demasiada importancia a algo insustancial o, tal vez, meramente temporal.

-No creo -le dije.

-La otra tarde -comenzó a contar- estaba cansado de tanto leer y ver fotografías. Me dio apuro llamarlo, sinceramente. No, déjelo, no diga nada... Me senté frente a la tele, y la conecté. Y dándole al mando, yendo de acá para allá, en una cadena descubrí una película vista en mi juventud. Me gustó muchísimo en aquella época. No la había vuelto a ver. La puse desde el inicio. Y al poco de comenzar, hay una escena, en una librería, que me dejó anonadado. Le hablo, no sé si la conocerá, de El sueño eterno, de Howard Hawks. La escena en la librería, interpretada por una jovencísima y bellísima Dorothy Malone, es genial.

-No, no he visto es película.

-Pues debería verla. Y es esa escena en la librería la que estoy viendo una y otra vez. Con la misma insistencia de mi amigo en Los campos Elíseos… No hay un sólo movimiento de la joven librera, con gafas y jugueteando con un lápiz, que no me parezca una maravilla. Las miradas, las sonrisas, cómo cierra la puerta de la librería a fin de no ser molestados… Vale más esa breve escena, y no lo digo nada cuando se quita las gafas y se arregla la melena, que todos los kilómetros y kilómetros las películas con desnudos, camas y fornicaciones de todo tipo y color. Sobrepasan la vulgaridad. En esta, con la bella Dorothy Malone, todo es sugerencia, poesía y mucho erotismo, desde luego… Me encanta. No me canso de verla. Me la he grabado por si la quitan un día de estos.

-Pues ya me la pasará y la veré.

-¿Cree que estas obsesiones pueden ser el principio de la locura o algo similar?

-No. No lo creo. Yo creo que siempre hay algo evanescente, que, tal vez, no podemos aprehender. Y de ahí, creo, surge la necesidad de ir una y otra vez a lo mismo. Quizás con el claro deseo de entenderlo, aprehenderlo, y quedar en paz.

-Tal vez tenga razón.

-Ayer sin ir más lejos, estaba, como siempre, con una de mis traducciones. Hizo mucho calor. En un momento determinado, una gota de sudor cayó sobre la hoja emborronando una palabra. Me recordó las lágrimas de una heroína de Ovidio: está escribiendo una carta a su amado, despidiéndose de él, pues va a suicidarse. En aquel momento fui incapaz de recordar el nombre de la heroína. Dejé mi traducción y tiré mano del libro de Ovidio. Lo he leído infinidad de veces. Volví a caer en sus redes. Se me hicieron las tantas de la noche con él en las manos. Y con él sigo.

-Sí, pero usted va avanzando por el libro. Lee un poema detrás de otro. Ni mi amigo pasaba de los campos Elíseos, ni yo del momento en que desaparece la librera. Vuelvo atrás, y la vuelvo a escena. Sin descanso.

-Es decir, que tiene a esa chica pluriempleada.

-Así es -me respondió riendo de buena gana-. No la dejo salir de casa. ¿Qué le parece?

-Nada. No me parece nada. No sé qué decirle.

-Es curioso. Enamorarse u obsesionarse por cosas que no existen. Sonidos, imágenes. Tienen la particularidad, y no es poco, de hacernos felices. Creo que estamos todos un poco idos. Como don Quijote: nos movemos por quimeras. Y esas quimeras llegan a ser tan reales que conforman muchos días de nuestras vidas. ¿Y qué sentido tiene todo esto?

-Ninguno. Además, ¿por qué debería tener sentido? La vida no es lógica ni coherente por mucho que a través de la televisión, y de otros medios, se pueda dominar a todo un país.

-Yo tampoco sé qué decirle -dijo tras unos segundos de silencio.

-Quizás todo consista en una cierta honestidad, en una perfección del lenguaje que su amigo halló en Orfeo y Eurídice, usted en El sueño eterno, y yo dando vueltas por aquí y por allá. ¿Y por qué no quedarse donde se es feliz? ¿Hay más mundos? Pues bien, ya saldremos en su búsqueda cuando nos hagan falta.

-No se me había ocurrido eso, oiga. Me gusta. Brindemos por ello.

-Y por Dorothy Malone.

-¡Hombre! Por supuesto.

UNETE



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