Reseña realizada por Begoña Curiel.Qué capacidad para cruzarse de brazos ante el daño infligido por el vil metal y encima cuando se va por la vida de filántropo. El contenido de este libro es terrible e irrita. Patrick Radden Keefe abruma con datos y testimonios para desenmascarar la verdad tras el gigantesco poder y patrimonio económico del apellido Sackler. La saga familiar multiplicó su indecente montaña del tío Gilito sin importarles un bledo que su revolucionario analgésico OxyContin arrasara con miles de muertos en la que ha pasado a denominarse crisis de los opioides en Estados Unidos. El imperio del dolor se carga de excesiva información, pero... qué pedazo de novela. Parece increíble que todo comenzara con la humilde tienda de comestibles en Brooklyn de un inmigrante judío, Isaac y sus hijos: Arthur, Mortimer y Raymond, los tres médicos. El primero es el verdadero artífice que empieza a amasar la fortuna. Un auténtico emprendedor que ejerce de patriarca familiar. No se le puede restar mérito a su labor de investigación, su aportación en la farmacología destinada a la salud mental donde los hermanos además forman inicialmente un trío indisoluble. Otra cosa es su desdoblamiento de profesional médico a empresario puro y duro para el que todo era poco. Y otra cuestión las rencillas posteriores entre los hermanos. Leía y me agotaba con la capacidad de este hombre. Cuesta creer que fuera de carne y hueso. Era un robot, sin horas suficientes en el día para desarrollar todos sus proyectos; no arrancaba uno y ya estaba en otro, con una visión innovadora del marketing aplicada a la industria farmacéutica. El Valium fue una de sus contribuciones al mundo de los tranquilizantes y el poso sobre creció la fabricación de oro. Pese a tal hiperactividad Arthur Sackler promovió esa característica tan familiar de “estar sin estar”, de ejercer sin ser visible, siempre detrás de los focos. Ese fue el principal baluarte del clan: hacer creer al mundo que ellos NO decidían. Y vaya si lo hacían según muestra y demuestra la documentación expuesta –Espectacular– por Patrick Radden. Otra cuestión es si el rastro que dejaban –cientos de comunicaciones, reuniones, emails...– sirvió finalmente para condenar su responsabilidad en las vidas que destrozaron. Pero luego vamos con ello porque por lo que sí era conocida la familia era por sus donaciones. Esa “filantropía” de doble cara que fue tejiendo su red de apoyos y triquiñuelas de forma sibilina. Se conocía a la familia por su imperio económico que permitía las famosas donaciones con las que grabaron su nombre en fachadas, muros y paredes de instituciones culturales y educativas de marca mundial. Todas las que ustedes puedan imaginar. ¿Cómo no aplaudir dicha generosidad? ¿Por qué no permitir cierto narcisismo si la educación, el arte, la cultura y por tanto la sociedad resulta beneficiada? Es lógico pensar así –aunque las agresivas tácticas de venta de la familia ya adelantaban lo insaciable del ADN Sackler– pero según avanzan las páginas cambian las tornas. La perversión, en todos los sentidos, empieza a apestar cuando la nueva generación –encabezada por Richard Sackler, hijo de Raymond– se mete de lleno en el ring empresarial con el OxyContin, el fármaco con el que pretenden acabar con el dolor físico en el mundo. La estrategia comercial –y por supuesto la inversión destinada a este apartado– era tan, tan brutal, los incentivos a los vendedores tan difíciles de creer (o no, para los beneficios que manejaban resultaban propinitas), las visitas y entrevistas con médicos ofreciendo el paraíso de su producto obviando y/o negando las propiedades adictivas del producto, una estrategia tan indecente, que las vísceras se retuercen con este libro. Los sucesores se adentran en nuevos nichos de negocio –si hacía falta se montaban su propia empresa y punto. Menudencias...– a toda costa, por encima de todo y de todos. Cuando las acusaciones comienzan a asomar ante la opinión pública, la estrategia es volver el dedo acusador contra los “adictos”. Ellos, aunque su nombre nunca aparezca, sino las cabezas visibles en las que delegan las respuestas, pervierten el orden hasta el infinito negando la evidente capacidad adictiva del analgésico y utilizando precisamente, esas redes de poder con las que han ido callando a quienes se han lucrado gracias a su imperio del dolor. Qué terrible y gran título para esta novela, que sin embargo tiene excesos. Para mi gusto se extiende demasiado en las diferentes ramas familiares. Porque no son sólo las tres generaciones del apellido Sackler en el negocio; son sus esposas, amigos, jefes y representantes legales de sus empresas, etc que terminan por formar montañas y montañas de datos y otras pequeñas historias en paralelo que me sobraron. Pero dejando a un lado esta cuestión, de nuevo vuelvo a quedarme impresionada con Patrick Radden después de No digas nada, la primera novela suya que leí y que igualmente me dejó pasmada. Lo que hay detrás de sus libros es un trabajo periodístico brutal. Sus novelas no son precisamente entretenimiento. Son lecturas que requieren su tiempo siempre y cuando la temática te guste sea o no por adelantado. En el caso de No digas nada, sobre el conflicto de IRA ya era un asunto que me interesaba. El apellido Sackler ni me sonaba; sí conocía algo sobre la crisis de los opioides en Estados Unidos, pero este maremágnum de avaricia y corruptelas hace temblar las piernas del horror. Sobre todo por ser un gran ejemplo, otro más, de la impunidad que rodea a los imperios económicos donde la transparencia brilla por su ausencia, cuando el todo por la pasta, el caiga quien caiga, es objetivo en línea recta sin importar las cabezas que haya que pisar. Aunque cayera el imperio los Sackler ni olieron la prisión. Tan sólo algunos de sus representantes –ya saben: ellos “no estaban, no decidían, no daban órdenes”– acabaron señalados ante la opinión pública pero su lealtad obligaba... Y pobre del que quisiera señalar a un Sackler. Lo veremos a través de los periodistas que quisieron informar de lo que había detrás de las pastillitas y sus juegos de patentes, las maniobras de guante blanco que no hacen ruido, o con las campañas de denuncia de afectadas por los efectos del OxyContin o por familiares de los muertos que causó. El propio autor revela en su epílogo la presencia inquietante de quienes vigilaban su investigación. Porque lógicamente la colaboración por parte de los acusados fue nula. Pero aquí está este trabajazo valiente merecedor de olas de aplausos.FacebookTwitterPinterestWhatsApp