—¿Qué te apetece tomar? Tengo vino y cerveza.—¿El vino es blanco?—Sí — afirmó Santi mirando en la nevera.Emilio oteaba el salón buscando un lugar donde sentirse cómodo. Santi lo observaba al tiempo que llenaba la copa y puso fin a su indecisión.—Siéntate en la butaca. Es mi sitio preferido, así te vas ubicando.—Creo que prefiero la silla. Quiero tener la espalda recta.—No… ¿padeces de la espalda?—No, no es eso. Sólo es que… ¡tranquilo! —contestó Emilio un tanto airado.Santi le acercó la copa de vino y tomó asiento en su amplia butaca de cuero negra, con la lata de su tostada favorita en la mano.—¿Por qué me miras tanto?¡No me fastidies que aún tienes dudas!—¡Pues claro que tengo dudas tío! Estoy casado desde hace quince años y mis hijos han visto este cuerpo desde que nacieron.—Por favor, Santi, déjalo ya. No volvamos con eso. Ya lo hemos probado muchas veces y no ha pasado nada. Hoy toca hablar de otras cosas, ya lo sabes.—Lo sé ¡Dame cuartelillo!, ¿vale? —dijo frotándose su cráneo desnudo.—Claro tío —dijo suavizando el tono—. ¿Cómo llevas el dolor? Perdona que te lo diga así, ¡pero hoy tienes cara de pedo, macho!—Chss… ¡muchas gracias hombre! ¡Sabes cómo levantar el ánimo, eh! —dijo levantándose de la butaca como un resorte.—Oye, ya dijimos que nada de disimulos ni ponerse moñas, ¿o ya se te ha olvidado?—¡Sí, sí, sí! —repuso Santi volviéndose a sentar—. Ha llegado el momento. Tiene que ser hoy —sentenció con gravedad.—¡No! ¡Quedamos que sería el domingo! —clamó Emilio contrariado—. ¡Hoy no puedo hacerlo tío, esto no va así!—¡Venga, hombre! —imploró dejándose caer de nuevo en su asiento—. Está todo más que hablado. Sabes lo que hay que hacer hasta el último detalle y va a ser igual viernes que domingo —susurró Santi con abatimiento y con un tono de súplica asomando en sus ojos—. Te miro y no me reconozco. Eres mi espejo y sé que ha llegado el momento.Emilio tomó de un solo trago el delicioso espumoso que, cayó en su estómago como aceite de ricino.Transcurrieron unos minutos o quizá fueron segundos en los que el tiempo se congeló y, las miradas de los dos hombres hablaban todo lo que callaban sus labios.Santi comenzó a andar por la sala sin rumbo y en círculos. Le brillaban los ojos y las palabras de repente se precipitaban en su boca.—Acuérdate de acariciar a Sonia tras las orejas cuando esté malita. Verás como se acurruca tranquila. No dejes de hacerlo hasta que se duerma. Y cuando esté muy alterada, para dormir cuéntale La Ratita Presumida. No te olvides de contarle el final en el que el ratoncito la salva del gato ¡No vayas a asustarla, que es muy sensible! —imploraba acelerado a Emilio.—Claro Santi, no te preocupes que no se me olvidará.—Y a Jorge no lo riñas mucho cuando cateé las mates. Le cuestan mucho, aunque se esfuerza. Es más de letras, como su madre. Pero no dejes de ayudarle, aunque proteste —sentenció.—Así lo haré —dijo Emilio con firmeza— te lo prometo tío.—Y a Teresa… hazla feliz por lo que más quieras. Nunca le digas que se le nota la tripita cuando se vista entallada ¡Y no se la acaricies que se dará cuenta!—¡Siempre le recordaré lo guapa que es!—Sí, eso, necesita que se lo digan porque es tan tonta que no lo creé, eso, eso, eso…Santi seguía dando vueltas pasando sus manos una y otra vez sobre su cráneo, rasurado con esmero, para disimular su forzosa calvicie. Aunque alguna pelusilla rebelde se empeñaba en desentrañar su secreto. Emilio se levantó de la silla y se interpuso en el recorrido circular de Santi hasta pararlo con un abrazo. Los sollozos brotaban de ambas gargantas al unísono. Sólo una sudadera y un vaquero oscuro diferenciaban las dos figuras unidas por algo más que los brazos. Los ojos de los dos hombres se detuvieron a observarse, constatando que la naturaleza puede replicar con magistral exactitud su obra. Sólo bastó un corte de pelo y un poco de dieta. Habían dos cromos repetidos en el álbum y uno de ellos no podía pegarse en la página.—Anda, dame la chaqueta y vámonos ya. —De nuevo las prisas acecharon a Santi—. Ponte la capucha. Las llaves están en el cenicero.—Ya lo sé, tío. —Gesticuló su copia levantando las manos.—Claro, claro.Santi se giró a ver su casa por última vez. No podía evitar el baile de emociones: celos de Emilio, impotencia, desazón, alivio y soledad. El cansancio y el dolor llegaban a su fin. Su carrera había terminado y no sabía si en la meta se iba a sentir libre o prescindible.FacebookTwitterPinterestWhatsApp