La hazaña de un modesto médico

La epidemia había asolado, una vez más, la campiña británica. Eran tantos los hombres y mujeres de aquellas tierras con huellas en el rostro de las pústulas pasadas, que aquel o aquella que tenía la faz limpia de cicatrices llamaba la atención y podía presumir de su condición afortunada.

 

. Eran tantos los hombres y mujeres de aquellas tierras con huellas en el rostro de las pústulas pasadas, que aquel o aquella que tenía la faz limpia de cicatrices llamaba la atención y podía presumir de su condición afortunada.
El doctor rural Edward Jenner se sentía impotente ante la horrorosa enfermedad que a tantas personas se había llevado el año anterior, y la duda sobre la utilidad de su profesión corroía su conciencia de buen cristiano.

         Ante una jarra de espumante cerveza, sentado a una mesa del pub del pueblo, conversaba con el señor Smith, secretario del ayuntamiento. A través de la ventana veían pasar a los transeúntes, muchos de ellos con huellas recientes en la cara.

         -Las muchachas han perdido su belleza juvenil y solo unas pocas podrán enamorar a un hombre que, a su vez, haya sido agraciado con un rostro limpio de secuelas - decía el secretario-. Y aun así todavía son afortunadas. Muchas jóvenes han muerto en la pasada epidemia…

         -Sí, señor Smith, es una cuestión candente hallar la cura de esta maldita viruela – razonó el doctor.

         -Este año solo se van a casar las lecheras…

         -¿Las lecheras? ¿Por qué las lecheras? – preguntó, intrigado, Jenner.

         -¿No lo sabe usted? ¿Acaso atendió a alguna vaquera durante la epidemia?

         Y el doctor se quedó pensativo, repasando su memoria.

         -Pues no, es cierto, ninguna de las lecheras de mi distrito padeció la enfermedad.

         -Nunca la padecen. Si quiere le enseño el registro de los últimos años. En las listas se figura la profesión. Ya verá que en ninguna aparece una ordeñadora de vacas.

         Y al doctor se le encendió una luz en los ojos.

         -Pues si no se contagian debe ser por alguna razón…

         -Y es raro – remató el secretario –, porque sí que se contagian de la viruela vacuna, y muchas de ellas padecen sarpullidos en las manos y muñecas, de la misma clase de pupas que les salen a las vacas en las ubres.

         Y un silencio profundo se apoderó del médico Jenner. Estaba pensando, mientras apuraba sorbos de su cerveza, hasta vaciar la jarra.

         -Escuche, amigo Smith, si inoculásemos a todos los habitantes de este pueblo con líquido de las pústulas de una lechera infectada, quizá todos quedarían inmunizados como ellas, ¿no le parece?

         Y el funcionario se encogió de hombros.

         -Bueno, el médico es usted. Pero por mi parte yo haría que el ayuntamiento le facilitara la labor. Si tiene usted razón, se podrían salvar tantas vidas… y tantos rostros bonitos…

         -Pues voy a estudiar el caso y haré unas pruebas para ver si ese método preventivo podría ser útil, aunque tengo alguna duda.

         -Pues no dude, amigo mío, que lo veo salvando a la Humanidad, con el orgullo de ser el descubridor de… ¿Cómo llamaría usted al método de su invención?

         -Pues… “inoculación de viruela vacuna para prevenir la viruela humana…” o algo así.

         -Yo creo que debería ser más breve: de vaca, Vacuna.

“Eureka” por Miguel Ángel Pérez Oca.

UNETE



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