. Ocurre sobre todo con los buenos, a quienes probablemente exigimos demasiado por el hecho de serlo. Son los contras que deben sortear los de probada eficacia y buen hacer. Prometía el punto de arranque pero el contenido y las páginas se le han ido de la mano. Puede que en la divagación y las repeticiones base la esencia de su protagonista pero persiguiendo dicho objetivo (de ser ese) lo ha agotado, lo que ha provocado que mi interés se fuera perdiendo aunque el final me haya parecido estupendo.
En doce meses Toni acabará con su vida. Este plan como argumento me motivaba aunque fuese truculento. Este profesor hastiado de su vida llenará los meses que le quedan con el relato de sus días, en un intento de entenderse a sí mismo. Aun con la decisión tomada parece increíble que necesite conocer los por qués.
Lo radical de tal determinación choca todavía más cuando sus relatos diarios muestran sólo desmotivación y apatía. No es tan simple, sé que pueden ser argumento para muchas personas, pero aterroriza pensar cuánto podría subir el porcentaje de suicidios en este mundo que nos ha tocado vivir teniendo estas razones. Sin embargo lo que más me gusta de Los vencejos es precisamente este debate come-come interno que traslada Aramburu al lector y a la sociedad. El entorno personal de Toni es reducido. Una ex insoportable, un hijo del que no se sabe muy bien qué pensar y el sórdido dúo que lo acompaña en esta novela: su amigo, Patachula, que sabe de su cuenta atrás y Agueda, una antigua novia un tanto desconcertante. No son los mejores aliados para esta última etapa, pero lógicamente, por eso los ha escogido el autor. A través de sus relaciones con este, cuenta quién es Toni y es entonces cuando ya no extraña para nada por qué se ve arrastrado hacia su final voluntario, porque la actitud pusilánime del protagonista ante las cosas, hechos y personas tampoco ayudan demasiado. Aprovecha, cómo no, Aramburu para dibujarnos el contexto sociopolítico de una España que da asquito. Lleva a Toni por un terreno que Aramburu maneja con soltura. Disfruto de los charcos donde se mete, que soliviante a los ofendiditos que parecen reproducirse por esporas en este siglo que arrastra miserias del anterior. La variedad temática de este contenedor pasa por el sistema educativo en nuestro país, el sensacionalismo que atufa en los medios de comunicación, los desahucios, el acoso escolar, la tristeza en la soledad e incomprensión hacia las personas mayores, “la cuestión catalana” (qué pereza)... El Toni de Los vencejos se deja llevar, pero una cosa es fluir y otra no rebelarse ante lo que no quieres en y para tu vida. Su única salida a lo feo e incómodo es cerrar la puerta por dentro mientras el mundo sigue su curso. No hay tanto cabreo en su interior como abulia. Se retira. No tiene ganas. Que cada cual saque su conclusión: ¿cobarde o coherente con sus principios? La mía está clara. El que algo quiere, algo le cuesta. Toni se ha echado a dormir y piensa: «para esta m..., ni me molesto». Por tanto, ¿su resolución es la fácil? ¿Podría denominarse fácil a una decisión tan drástica? Así se las gasta Fernando Aramburu que nos deja en el rincón de pensar. Y siendo un fondo sesudo el que ofrece, incido en lo que apuntaba al inicio de la reseña. Me sobran reflexiones, párrafos, páginas... Me sobra Patachula (puaggg...), me sobra Agueda (en su orfandad emocional que supera el patetismo), para qué hablar de la exmujer (ese lastre que en realidad Toni no quiere abandonar. Es ideal para afianzarse en su rol de víctima). No es así con el hijo, personaje que desasosiega y que tiempo después de terminar Los vencejos, me hace pensar. ¿Quién es? ¿Qué le ocurre realmente? ¿Qué pasa por su cabeza? La única que me encandila en esta novela es la perra de Toni, Pepa. Tierno pero triste. Los seres de cuatro patas tienen esa capacidad para enamorar en la ficción y en la realidad. Transmiten la pureza, la ausencia de dobleces. Todo, o casi todo, lo tienen claro. Saben por qué pasan por la casa de los vivos y a ello se entregan con la pasión que los define. Puede parecer una presencia menor en la novela y sin embargo deja en la historia un rastro de belleza. Esa que falta a quienes la componen. Se vale del recurso del humor Aramburu, gris tirando a negro para disfrazar el dramatismo que en realidad inunda Los vencejos. Y esto lo hace muy bien. Ya decía que los buenos, son buenos aunque su historia no termine de convencerte. Y a Fernando Aramburu no le hacía falta escribir Patria para demostrarlo. Otra cosa es que se haya convertido en un éxito arrollador que hace olvidar su largo historial de excelente narrador. Puede que a los lectores de Los vencejos que conocieron al autor por Patria les haya dado un bajón. Por aquello de las comparaciones. Pero es que no tienen nada que ver. Este tipo de boom suele eclipsar obras anteriores y no es justo. Es normal que todo no pueda ser Realmente Bueno o que no nos guste tanto como otras historias. Pero esa no es mi medida cuando el escritor en cuestión atesora un currículum de relieve. A la primera suya que leí, Viaje con Clara por Alemania, le siguieron –que recuerde– Años lentos (se la recomiendo a quienes quedaron cautivados con Patria), Ávidas pretensiones y El trompetista de Utopía –la mayoría tienen reseña en El libro Durmiente–. Después de Patria e incluso con este tropezón de Los vencejos, leeré lo que llegue porque Aramburu escribe bien, nunca te deja indiferente y siempre aprendo algo con sus letras. Así que, ya me contarán qué les ha transmitido el vuelo de estos vencejos tan tristes por culpa de Toni.FacebookPinterestWhatsApp