Del ideal constitucional de un
Estado democrático, social, de derecho, de justicia y descentralizado, sólo
queda la mala bulla de la propaganda. Más nada.
A ver, vamos por partes: de la
consagración del “Estado democrático” que hizo la Constitución de 1999 –con sus
no pocos bemoles, por cierto, como el fortalecimiento del presidencialismo,
¿qué queda por obra del proceder de la satrapía? En verdad no mucho,
efectivamente hablando: separación de poderes, no hay; contrapeso al
comandante, no hay; elecciones imparciales y confiables, no hay…
Si es que hasta la alternancia
política, fundamento del Estado democrático, ha quedado obliterada por el
“sistema” y la mayoría de los titulares de los cargos electivos sólo piensan en
perdurar hasta que el cuerpo aguante. Sean rojos o de otras opciones
cromáticas.
¿Y entonces qué hay? Pues hay una
neo-dictadura, o dictadura disfrazada de democracia, que casi todos en
Venezuela se esmeran en disimular como en la danza Kabuki del Japón
tradicional, en la que nada es lo que parece… Mucho menos que democracia lo que
perviven son rasgos democráticos, a los que nos aferramos con la ilusión de
superar la hegemonía. ¿O no?
¿Estado social? Cómo así con 20
mil homicidios al año, y ya convertida Venezuela en una de las naciones más violentas,
no de la región o de América Latina, sino de todo el mundo. ¿Estado social con
escasez creciente de alimentos y medicinas? ¿Estado social con una población
que vive aterrada por la inseguridad? Hace falta mucho más que maquillaje
estadístico para darle sustento a la proclama de un Estado social.
¿Estado de derecho? La sola
expresión parece un chiste cruel en el contexto bolivarista. En toda nuestra
historia republicana jamás se había pisoteado con tanta saña al derecho, como
en estos años de retrógrada “revolución”. Miraflores dice que se interesa,
digamos, por los derechos humanos de Ilich Ramírez Sánchez, alias El Chacal, ¿y
por los de Henry Vivas, y demás presos, perseguidos y exiliados políticos, qué
dice o hace?
En Venezuela no existen garantías
institucionales para ningún derecho, porque sencillamente no existe
institucionalidad. Poder concentrado y arbitrario, si tenemos y a más no poder.
Y eso es la kriptonita del Estado de derecho.
¿Estado de justicia? Si seguro,
con más de 90% de impunidad por delitos comunes, con un régimen que no pierde
juicios en ningún tribunal, so pena de que el juez se convierta en reo; con
presos políticos, perseguidos y exiliados políticos; con los máximos
magistrados compitiéndose los favores del jefe máximo; con las cárceles más
incendiadas que nunca, y con la discriminación política convertida en dama
bizca de la justicia roja.
¿Estado descentralizado? ¡Por
favor! Si es que al menos en este respecto la “revolución” no se toma la
molestia de salvar apariencias, porque considera a la descentralización como un
enemigo peligroso. Y no por razones ideológicas o históricas o
político-estructurales. Nada de eso. Por meras razones viscerales o por las
mismas razones por las que una satrapía detesta a cualquier foco real o potencial
de poder, distinto al suyo.
Y a pesar de semejantes
realidades, todavía hay quienes en Venezuela practican el arte de subestimarlas
en nombre de un supuesto equilibrio entre los radicalismos de “lado y lado”.
Pura mercadotecnia barata que quizá impacte alguna que otra encuesta, pero que
muy poco logrará en el desafío existencial de construir, desde los escombros,
las bases sólidas de un Estado democrático, social, de derecho, de justicia, y
descentralizado.