Hace más de un siglo, cuando el paladar estadounidense comenzaba a desarrollar el gusto por la aventura, un solo empresario inició una revolución. Tomó una extraña fruta tropical, un producto cuya forma lo convertía en tabú, y se propuso enamorar a toda una nación. Su tarea se extendía más allá de la seducción. Tuvo que inventar formas de llevar este producto perecedero a miles de kilómetros, desde las selvas de Centroamérica, donde se cultivaba, hasta las fruterías de Estados Unidos, sin que se estropeara. Y como quería venderlo a todo el mundo —su ambición proclamada era hacer que la fruta fuera más popular que las manzanas— tenía que hacer todo esto a un costo increíblemente bajo.