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Reseña realizada por Begoña Curiel.
El hijo del padre es “producto cien por cien Víctor del Árbol”. Si has leído antes al escritor, lo entenderás: paisajes humanos interiores, ausencias emocionales que condicionan al niño que habita en el adulto. Hurga en la herida y va directo al dolor para intentar explicarnos el presente. Profundidad suprema que acongoja pero abduce. Diego Martín confiesa en la primera página que ha matado a un hombre y sin embargo “eso” no es nada salvo la cuerda para amarrarte y comenzar a desliar el nudo narrativo. El hijo del padre sondea a los varones Martín que le precedieron. ¿Son ellos la explicación del presente de Diego? ¿Qué parte de culpa tienen en su existencia? La decisión final es del lector. El escritor cuenta, entre la primera persona de Diego y un narrador omnisciente, quienes fueron su abuelo y su padre. La elección de voces determina en gran medida la evolución de la historia ya que la subjetividad nunca fue buena consejera de la verdad. Y aún así, ¿qué es la verdad? ¿Puede ser absoluta? ¿Quién la posee? La forma de sentir y percibir es patrimonio particular de cada alma. Diego nada tiene que ver con el pasado del abuelo y padre. Y miren qué panorama tiene detrás: sus parientes conocieron la Guerra Civil, la División Azul y el conflicto del Sáhara, capítulos extremadamente intensos que contribuyen a dar peso a la novela. Pero es la familia Patriota el telón de fondo une a todos pero en distintos grados. Este apellido de ficción retrata al cacique de la España cainita; esa especie por extinguir, empresa con fracaso asegurado, por su enorme capacidad de adaptación a cualquier hábitat si de explotar y aplastar al semejante se trata. Los Martín fueron víctimas de este tipo de maltrato entre las hordas de inmigrantes del sur que partieron al norte a buscarse el plato caliente. Diego huyó de esa batalla, pero fueron otros acontecimientos los que gestaron la ruptura familiar. Su hermana Liria, ingresada en un centro psiquiátrico, está en el centro de dicho huracán. Es uno de esos personajes que transmiten infinita tristeza y ternura; todo está bien maquinado por el escritor. Por supuesto. Elabora este cuadro de forma premeditada para ofrecernos sus clásicos levantando capas de tierra que hieden de carga emocional no resuelta, construyendo personajes rotos y situaciones límite cosidas con eficacia para sortear los saltos cronológicos. Reviste el armazón literario con la teoría de “la maldición de los Martín”. No deja de ser una buena artimaña literaria para conducir al lector de manera inconsciente donde desea. Personalmente no creo tanto en ese argumento. Las fosas que cavan (y se cavan) los eslabones de su “cadena Martín” son suficientemente hondas como para que por allí pase el oxígeno y algo parecido a la esperanza. ¿Son víctimas o verdugos de sí mismos? ¿En qué porcentaje es culpa suya que no cuidaran como debían a los suyos? Como Diego, ellos también fueron pequeños. La clave de la cronificación del infierno está en los ojos de niño con los que sigue mirando el pasado. No ha podido crecer. ¿Perdonar es posible? Creo en el perdón como instrumento y camino para la posible sanación. Otra cuestión es la dificultad del proceso, más si las raíces están especialmente contaminadas y no existe voluntad como es el caso. Disfruto cuando la psicología humana genera este tipo de debates en la literatura y Víctor del Árbol bucea cómodo por estos maremotos. Replica fórmulas que le funcionan. Da donde duele y sin embargo entresaca el amor hasta del cieno más oscuro. Podría ser un reto inalcanzable con la orgía de sufrimiento desplegada en El hijo del padre y sin embargo, ahí está, el amor y sus formas inesperadas. Otra cuestión es que el cuerpo te pida durante la lectura una tregua, más descansos entre sufrimiento y sufrimiento... Como los contenidos su escritura es intensa, trabajada, con una buena oferta de ese tipo de frases que gusta releer. Es difícil mantener el listón alto que se ha puesto el autor con anteriores novelas, pero tiene carrera de fondo. El oficio es evidente y se nota.