Sin
el menor sentido racional, el maquiavelismo fue asociado al mal,
entre otras apreciaciones, por aquello de que decía que el fin
justifica los medios o, si se quiere, porque en política vale todo
para acceder y mantenerse en el poder, fundamentalmente a nivel
personal. En realidad de lo que se trataba era de poner las cartas
sobre la mesa y dejarse de falacias, dando un sentido de realidad a
la política, aunque reservando las conclusiones para una minoría.
Objetivamente considerado, basta con remitirlo al ejercicio de la
astucia natural del gobernante, como componente básico de la
política. De manera que lo de la
maldad del maquiavelismo,
como habilidad del gobernante para confundir a las masas dejando a
salvo el personalismo, siempre ha sido algo evidente, cuando se abren
los ojos. Lo que se pone de manifiesto no es otra cosa que la
ineptitud de las masas por dejarse engañar por el político astuto.
Considerarlo maldad solo es prueba de la hipocresía dominante, que
todavía perdura.
Dice
la doctrina científica,
que
Maquiavelo sentó los cimientos de la política moderna al liberarla
de la carga metafísica y entregarla al terreno de la razón
científica. Resulta irrelevante si fue Cesar o Fernando el personaje
que utilizó como referente, ya que de lo que se trataba era de
cambiar el modelo de falacia que daba cobertura a la actuación
política, aparcando el entramado de un viejo mundo nutrido de
creencias, y modernizarla, acompasándola a un argumento más cercano
y que resultara creíble. Aunque no original en cuanto a la
expresión, la
razón de Estado se
situó como centro de la teoría y de la praxis política, al objeto
de encubrir la
razón personal del gobernante.
Algo que generalmente nada tenía que ver con la primera, pero
aquella servía para ilusionar a las masas en cuanto a la trayectoria
política a seguir, mientras el gobernante actuaba en la dirección
de asegurar sus intereses personales.
Todo político que se precie no puede eludir la práctica del
maquiavelismo, sencillamente porque en otro caso no sería político.
De ahí que seguir la teoría haya que considerarlo como un acierto
político personal. Claro está que en el fondo habría que desmontar
su parte mitológica, limpiándola de apariencia, y situarla a nivel
de la realidad, para general conocimiento de la sociedad gobernada.
No obstante, en el plano formal, prescindir de la apariencia
supondría dejar sin medios de defensa a los componentes de la clase
política, por lo que, hasta que no se produzca el despertar de las
masas, es preferible que las cosas se queden como están. En tanto se
mantengan en vigencia la democracia representativa y el populismo,
como medio para cosechar votos, el maquiavelismo de la falsa razón
de Estado es imprescindible para hacer política.
Aunque alejada en el tiempo, la doctrina de Maquiavelo continúa
estando de plena actualidad, y de ello hay ejemplos por doquier,
porque casi todo en política es puro maquiavelismo, y así seguirá,
puesto que está diseñado para alentar el personalismo. Como más
cercanos, se observan políticos que juegan a practicar el
maquiavelismo, primero,porque venden la razón de Estado a
la ciudadanía, mientras se aferran a su razón con uñas y
dientes, es decir, al ejercicio del poder personal; segundo, a
tal fin no dudan en meter en casa al enemigo, o sea, pactando con el
competidor más directo en su línea para asegurar la permanencia en
el puesto, a costa de inconfesables concesiones, quizás respetando
aquello de que hay que ganarse al contrario si no se le puede
derrotar. Aunque ese otro personaje le propine bazukazos a diario, el
lema es aguantar como sea, incluso poner buena cara al mal tiempo y
tolerar los golpes, porque de lo único que se trata es de permanecer
en el poder a cualquier precio el mayor tiempo posible —he aquí
ese fin que justifica los medios—. Esto se llama maquiavelismo,
ahora legitimado por una democracia al uso, que no ha superado,
cuanto menos, el tópico de la representación sin mandato
imperativo.
En el caso de ese competidor, cuya pretensión es acceder a la
primera línea del poder, un personaje infiltrado ocasionalmente en
las instituciones estatales, tal vez aprovechando las anomalías
democráticas, como lo es la propia democracia representativa y
el hecho de que él mismo esté donde está, juega con el
maquiavelismo populista de corte radical. Como personalmente no le
cuesta nada, vende su mercancía partidista para tratar de
ilusionar a los desprotegidos de la fortuna, mientras el interesado
trata de medrar a nivel personal en la carrera política, porque
poder y riqueza suelen asegurar el bien-vivir. Aquí la razón de
Estado del que manda se reconduce a promover políticas progresistas
a cuenta de los demás, aunque dejando su peculio a salvo, para dar
aire personal a su figura, asociada a la llamativa estética del
incordio, a la natural verborrea y al puño en alto, al estilo de
algunos líderes de masas de épocas pasadas.
A la sombra de este último personaje, pululan estómagos
agradecidos o los que esperan estarlo a nivel de masas, confiando en
que algo toque en el reparto, y otros fieles asesores que, de
forma subrepticia o hasta que les ve el plumero, practican el
maquiavelismo incipiente de la astucia ramplona allanando
obstáculos en la carrera hacia el poder total, o sea, para no
tener que compartirlo con otros. Aquí entra en juego lo mediático
—en lo que son especialistas—, por su papel en la formación de
la adormecida mentalidad política colectiva, a la que imponen la
doctrina de circunstancias camuflada con populismo de izquierdas, que
se factura como de corte radical —aunque de radical no tenga nada—;
de manera que se trata de eliminar lo que no está en el guión de
aquellos que escarban en la doctrina oficial. Aprovechando la
ocasión que les brinda su estancia temporal en las altas esferas,
practican la manipulación y la influencia sobre los medios,
exigiendo que sean fieles colaboradores en su proyecto de dominación
social. Cuentan con la inestimable participación de medios
temerosos de tal grado de poder, supuestas coincidencias
ideológicas —incluso al otro lado del océano—, amiguetes
agradecidos o simples adoctrinados, a quienes se les
transmite consignas para que operen usando sistemas de censura
contra la disidencia o entre en juego la mordaza.
Sencillamente se trata de controlar la información o la simple
opinión, para que no incordie, utilizando procedimientos típicos de
dictaduras pasadas. Hablan de libertades y de derechos, mientras
intentan imponer su adoctrinamiento de izquierda de pacotilla,
culpando de todos los males, por ejemplo, a la que llaman
ultraderecha, a la que pretenden silenciar. Este progresismo
dictatorial, en su condición de portador de la única verdad, se
postula como el salvador patriótico, dicho sea de los restos que
queden de la patria cuando acaben de hacerla añicos, todo ello ante
la pasividad de la sociedad. Por otra parte, simultáneamente van
barrenando la labor del actor principal del espectáculo político.
Nada que opinar en lo de aferrarse al ejercicio del poder a
cualquier precio, porque está en la genética de la actuación de
los políticos. En cuanto a los que tratan de medrar a su sombra
ejerciendo un maquiavelismo —por utilizar un término suave—
falto de calidad y barriobajero, resulta inasumible y, más todavía,
pese a las exigencias de la política, tolerar que el que se oferta
como aliado esté poniendo cargas demoledoras a los pies de su
protector político.
Hay que señalar la paradoja final de todo este maquiavelismo falto
de calidad y es que, pese a que en teoría parecerían seguirse
practicas políticas contrarias al capitalismo tradicional, resulta
que el empresariado le ha dado su total apoyo —ya que en caso
contrario no estaría en el sitial del poder—. Sin embargo
solamente se trata de una paradoja más aparente que real, porque el
gran capital, el que dirige los destinos del mundo, ha encontrado en
estas políticas llamadas de progreso social un filón que hay
que aprovechar en el mercado, recogiendo el dinero añadido que la
clientela afiliada al reparto, para aliviar desigualdades sociales,
simplemente se dedica luego a despilfarrar.