Había quedado con mi cuñada para visitar varias tiendas de
artesanía iraní, por lo cual me levanté pronto y me fui a desayunar en
el restaurante del hotel. Durante el desayuno se me acercó el maître
y me preguntó en inglés si ocupaba la habitación ??? Extrañado, le
contesté, en farsi, que podía hablar conmigo en el idioma iraní y que no
ocupaba tal habitación. El hombre se disculpó, me dijo que buscaba otra
persona y se fue. El incidente me dejó perplejo. Como bien sabes, mis
facciones son muy similares a la de mis paisanos, por lo que no entendía
la confusión del maître.
Más
tarde, tuve la ocasión de volver al mismo restaurante para comer y
cuando me iba, pasé por caja para dejar firmado el recibo de la comida y
me encontré con el mismo maître, que nada más verme, y
lógicamente después del saludo protocolario, me preguntó, esta vez en
farsi, de dónde venía. Le miré y enseguida le contesté: “de España”, y
acto seguido le pregunté: “¿tan evidente es que vengo de fuera?” El
cajero, que también escuchaba la conversación, se acercó y los dos,
cajero y maître, contestaron, con una gran sonrisa, que sí, que
era muy evidente que yo venía de fuera. Yo les rebatí la afirmación,
poniendo de manifiesto que mi apariencia era iraní, hablaba farsi
perfectamente sin ningún acento, no era rubio con ojos azules, ¿cómo
demonios sabían que yo venía de fuera? Me contestó el cajero que lo
notaba por mi forma de vestir, por mi forma de andar y en general por mi
forma de estar. Para ellos era un hecho irrefutable: yo era un
forastero. Me sentí como un extraño en mi propio país. Más tarde, cuando
paseaba por las calles tuve la incómoda sensación de que todo el mundo
me miraba. Creo que en ese momento logré entender el verdadero
significado de la palabra “apátrida”, alguien sin patria.
Este
tercer día visité varias tiendas de artesanía iraní, comprando
suvenires para familiares y amigos, como cualquier turista, poniendo de
prueba mis capacidades de regateo. Se me quitó, un poco, esa sensación
de forastero cuando comprobé que estaba a la altura de cualquier iraní a
la hora de regatear el precio de las cosas, e incluso recibí la
enhorabuena de mí cuñada por mis habilidades.
A
las cinco de la tarde me acerqué a la consulta de mi amigo el médico y
media hora más tarde nos metimos en su coche él, un primo suyo y yo,
camino hacia el norte, hacia las bellas orillas del Mar Caspio.
Ya
había anochecido y para evitar el intenso tráfico de la ciudad, mi
amigo decidió coger el camino de las montañas que bordean Teherán por su
flanco o extremo norte. Me consta que de día es un camino precioso,
aunque un tanto peligroso, ya que abundan las curvas de 180 grados y el
asfalto deja un poco que desear. De noche, tan sólo conductores con
pericia y que conozcan el camino se atreverían a circular por ahí.
Pasamos por el camino de Darband, que luego se entronca con el camino de
Chaloose, llegando a atravesar la cima de la montaña a una altura de
3.200 metros. Yo confiaba plenamente en las habilidades de mi amigo, que
ya de joven era un conductor versado. Poco tardamos en ponerlas a
prueba, cuando de repente nos encontramos con una curva inesperada y
supo controlar su vehículo a la perfección y sortearla sin grandes
dificultades.
Teníamos que cubrir
una distancia de aproximadamente 250 kilómetros, que hicimos en poco más
de seis horas, parando varias veces para cenar, tomar el té y
descansar. Mi amigo llegó a la conclusión de que la próxima vez tomaría
la autovía de Rasht, pues aunque tuviera que recorrer 200 kilómetros más
y atravesar el denso tráfico de Teherán, llegaría antes. ¡Cómo se nota
que nos estamos haciendo mayores!
[Un
amigo iraní afincado en España ha vuelto al país del que tuvo que
exiliarse tras la revolución islámica. Asuntos familiares le devuelven a
la tierra de los ayatolás y de Ahmadineyad, y desde allí me envía sus
impresiones, que, con el disfrute de su permiso, reproduzco en este espacio
a título personal y con cierto retardo para evitarle al protagonista
cualquier tipo de complicación]