Frecuentemente
el accionista minoritario suena a capitalista, cuando resulta que
generalmente suele ser ajeno al proceso productivo empresarial,
permanece inoperante y solo aspira a percibir el dividendo que
corresponde a su inversión. A este personaje de cortos vuelos
económicos le anima el natural deseo de riqueza, mientras que el ser
capitalista es otra cosa. Del otro lado, la obtención de beneficios
es la característica de la empresa capitalista, pero no es
infrecuente que, a pesar del rendimiento económico, la empresa que
se considera como tal no sea realmente capitalista, porque quien la
dirige está más a obtener riqueza personal que capital. Visto desde
una y otra parte, lo del capitalismo, pese a que en su actividad
están en juego las cosas del dinero, escasea. De manera que hablar
de este tipo de accionista es hacerlo de cualquier hombre común que,
al igual que deposita su dinero en el banco confiando en la seguridad
y no se le puede considerar capitalista, lo hace en la bolsa de
valores esperando multiplicarlo, aunque asumiendo el riesgo de
minorarlo, pese a que no entre en sus planteamientos la posibilidad
de perderlo, salvo en situaciones excepcionales que adquieren
categoría histórica. Sin embargo la inseguridad de la inversión
siempre está presente respondiendo a la propia dinámica bursátil,
pero además puede incidir la operativa empresarial espuria. Es en
este último punto donde las cosas adquieren la dimensión de estafa,
y los poderes públicos han tratado de evitar en lo posible, para que
el accionista minoritario no sea víctima de prácticas bursátiles
inadecuadas.
La
burocracia protectora, a través de órganos de vigilancia
especializados, se dice que vela por los intereses de los
accionistas. Tal propuesta sería plenamente válida si no se viera
afectada por los males endémicos de la burocracia. Su frecuente
lentitud operativa la suele situar a años luz de las estrategias que
utilizan los más astutos en el plano empresarial y bursátil para
engañar a los pequeños inversores, que son una mayoría, y
apropiarse de su dinero, por lo que el control no impide que pasen a
ser potenciales víctimas desprotegidas. Si se dirige la mirada hacia
la legislación, a menudo prolija, confusa y enrevesada, las
posibilidades de disponer de una auténtica protección burocrática
son limitadas. A lo que se añade el papel del accionista en la
gestión de la empresa, puramente testimonial pese a la normativa,
siempre arrollado por el voto de la mayoría accionarial de carácter
minoritario que decide por él; de tal manera que aquella puede hacer
y deshacer cuanto convenga a sus intereses con total libertad,
amparada por los formalismos legales. El resultado de tal estado de
cosas es que los más aventajados campean por libre escapando a todo
control efectivo en actuaciones poco claras. En cuanto a la política
de prevención, resulta que todos los avisos y llamadas a la
prudencia inversora no sirven para nada, ante una realidad que en la
práctica camina regida por el poderoso efecto sentimental de la
apariencia. Con todo ello, el papel de los guardianes del mercado
queda limitado a sancionar de vez en cuando, para que sirva de
ejemplo, alguna que otra irregularidad bursátil de alguien que por
exceso de confianza o prepotencia empresarial se ha pasado de frenada
despreciando una legislación en la que estos accionistas tienen un
papel simbólico en las decisiones empresariales que afectan a su
inversión y un sistema de control que en definitiva se limita a
cumplir con el obligado papeleo, pero nada más. En definitiva, pese
a las campañas propagandísticas ocasionales, y puestos en el
terreno real, de protección al accionista nada de nada.
Inicialmente
se parte de una falsa realidad, ya que se habla de empresas
capitalistas cuando resulta que hay demasiadas pululando por el
parqué que no lo son, aunque se etiqueten como tales. Son aquellas
que colocan la riqueza personal de empresarios y gestores por encima
del valor capital que corresponde crear, a través de la inversión
en términos de producción, a la empresa. Publicitan valores éticos,
mientras expolian todo lo expoliable sin contemplaciones, ante la
pasividad de los poderes públicos. En general hay una característica
común que se repite en el tiempo y aleja a muchas empresas del
código capitalista, acercándolas a ser simple objeto de saqueo para
incrementar la riqueza de los empresarios que las han diseñado.
Otras que, aun cumpliendo en parte con los principios de la doctrina
capitalista, se dedican al despilfarro, distribuyendo alegremente las
ganancias entre una serie de beneficiados propios y ajenos de la
sociedad. Finalmente quedan esas que nacen muertas en términos de
negocio, ya que acceden al escenario bursátil solo con la finalidad
de recaudar, tomar la recaudación y dejar caer la empresa para
recuperarla a bajo precio, salir de cotización y repetir el proceso.
Pongamos
tres ejemplos de plena actualidad, que vienen a coincidir en el
endeudamiento desproporcionado que arrastran las respectivas empresas
y el oscuro panorama que se presenta ante sus respectivos accionistas
minoritarios.
Que
una sociedad haya sido diseñada para ser objeto de saqueo
empresarial por parte de quienes la controlan accionarialmente, se
pone de manifiesto en tanto se va sacando de caja más de lo que se
recauda y acaba en los bolsillos particulares en forma de bonus,
dividendos improcedentes y otros caprichos de los miembros de la
cúpula dirigente. Para continuar el proceso, como el dinero de la
caja no les parece suficiente, sobre la base de su sistema de
producción de capital, se realizan ampliaciones y se acude a la
financiación accionarial para proseguir la huida hacia adelante,
hasta que la deuda resulta insostenible. La jugarreta final es que la
empresa acaba enfrentándose a la quiebra, pero la astucia mercantil
sigue funcionando. Basta con que si queda algo aprovechable se saque
de la sociedad matriz y se transfieran los activos a otra que se
controla y, una vez vaciada, se entregue la primera a los accionistas
y deudores, que se quedan fuera, sin valor sus acciones, con dos
palmos de narices y sin dinero. Por contra, la nueva sociedad sigue
funcionando, dirigida por los mismos, a la caza de nuevos inversores
para seguir con el mismo negocio.
Cuando
una empresa viene explotando ese filón que parecía inagotable,
porque no había competencia, resultaba tan ilusionante que el
despilfarro era la práctica a seguir. Creyendo que aquello nunca iba
a acabarse, se beneficiaba a muchos, desde trabajadores a gestores,
aunque no fuera en la misma proporción. Incluso se repartía el
dineral de los beneficios, debidamente formalizado, entre
compromisos, amiguetes, medios publicitarios y cualquiera que
conociera las claves para aprovecharse de la situación y se pusiera
a la cola para tomar su parte del pastel. Mientras el filón producía
en abundancia la cosa marchaba, aunque no tanto, porque con el
generoso reparto hay que acabar pidiendo créditos para expandirse y
continuar satisfaciendo a los fieles beneficiados. El problema viene
cuando el filón se agota o se ve afectado por los recién arribados
al negocio. La deuda pasa a ser monumental y hay que seguir guardando
las apariencias. Llegados a este punto, se trata de vender activos
para aliviarla, pero con ello reducir el soporte del negocio
empresarial. Total que lo que antes se valoraba en 20 ahora se queda
en 3, 2, 1 y 0,001, a la espera de que aparezca un experto para
eludir lo del concurso de acreedores, compre lo poco que queda para
venderlo como chatarra o reflotarla. En este caso los accionistas y
demás acreedores contemplan estupefactos cómo se ha evaporado su
dinero.
Otras,
ya salen muertas al mercado, pero para disimular se las infla con
ayuda de la publicidad, recogen en efectivo metálico su valor
ficticio y a saquear temporalmente lo que se pueda por los gestores
mientras tenga un nombre que suene en el mercado. Luego ese nombre se
desprestigia por quien quiere comprarla a precio de saldo, hasta que
hecha la gran operación llega el día en que la caja esta vacía de
tanto tirar de ella y hay que acudir a la bancarrota, pero para no
llamar la atención del personal, es mejor marear la perdiz durante
meses en torno a unos céntimos de cotización, para en un acto de
generoso desprendimiento el gran mayoritario, que fue comprando
acciones y hasta deudas a precio de retal, se quede con todo el
pastel, repartiendo en el mejor de los casos una milésima más del
céntimo en que artificialmente ha venido manteniendo la cotización
de la acción con el fin propuesto. El gran accionista ha hecho su
negocio, legalmente no se se le puede reprochar nada, la sacará de
bolsa para evitar controles y no tardará mucho en retornar, ya
saneada la empresa y debidamente adornada, para completar la
operación. Entre los accionistas, solo quedará la natural sorpresa
ante la fórmula utilizada para engañarles, la que, aunque clara
desde los inicios, nadie quiso poner remedio.
Todo
esto sucede en el mercado a plena luz, legalmente y en presencia de
los supervisores, sin responsabilidades para los estrategas del
engaño, casi siempre legal, al accionariado de base, salvo en casos
muy puntuales y simbólicos. La víctima siempre es el pequeño
accionista que, creyéndose seguro al amparo de la legalidad y la
burocracia protectora, acaba por quedarse sin un céntimo de la
inversión realizada. Es esto lo que en ocasiones sucede con el
llamado juego de la bolsa. Los de siempre, se forran y, los otros, se
quedan a dos velas, ya sea con leyes, con vigilantes o con cualquier
otra medida de protección de sus intereses.