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Y era cierto. Durante varias décadas, la figura de Juan Carlos I, no ha tenido
fisuras en el aprecio de una gran parte de la sociedad española. Quizá, porque
se construyó un relato de heroico hacedor de la democracia y salvador glorioso
de esta después. Claro, que para ello se ocultó, durante décadas, cualquier
información relativa a la Casa Real, en
un pacto de silencio que debería avergonzar a todos aquellos que claman, cuando
les interesa, en favor de la libertad de prensa.
Todo funcionó bien hasta que se cruzaron los elefantes en el
camino de la corona y la figura del rey empezó a desdibujarse en el imaginario
de la sociedad, mostrándose como un ser mortal, que como todos los mortales
tiene un lado luminoso y otro oscuro. Pero el rey no es un mortal cualquiera
como usted o como yo, porque no es una persona común, sino que representa a la
más alta institución del Estado, nos guste o no. Y si su vida disipada de
millonario decimonónico, sus líos de faldas, su matrimonio roto y todo lo que
fuimos sabiendo poco a poco empezaron a desvirtuar su figura ante los
españoles, hasta el punto de tener que decir lo que a buen seguro no le hizo
ninguna gracia: “Perdón me he equivocado, no volverá a ocurrir”, su figura
todavía disfrutaba de cierto prestigio, aunque una marejadilla empezaba a
agitar la conciencia de muchos juancarlistas, enseñándoles el camino del
republicanismo. Lo que obligó a los poderes fácticos del Estado a hacerle
dimitir para salvar la monarquía, abdicando en su hijo, actual rey.
Pero los intentos de reflotar un barco con demasiadas vías de
agua, se vienen abajo cuando se empieza a conocer la verdad de un personaje,
que tendrá que compartir en la historia su papel de rey con el de corrupto.
Porque el descubrimiento de sus actividades al margen de la Ley (la corrupción,
por muy real que sea, no se puede calificar de otra manera), como gran
comisionista internacional, que ha utilizado su papel regio para amasar una
gran fortuna (en eso se parece a su abuelo Alfonso XIII), lo que pone en solfa
a la monarquía, que ya es incapaz de cerrar las vías de agua, incluso
enviándolo al extranjero (que manía tiene esta familia de irse al extranjero a
ver si escampa, cada vez que tiene algún problema con la justicia). Y no
digamos, después de esa regularización exprés de una parte de sus deudas
fiscales, penadas con delito de cárcel, que ha dejado en evidencia al gobierno,
a la oposición , a la Agencia Tributaria y a la propia monarquía.
No hay por donde coger el tema. Y si la derecha se ha
empeñado, como está haciendo denodadamente,
en secuestrar para sí a la monarquía, como si fuera de ella, al igual
que la bandera, el escudo, el himno y España entera, mal augurio tiene el
futuro de la Casa Real en España, más todavía, cuando el rey actual guarda un
silencio sepulcral y sospechoso de complicidad con la actuación de su
padre.
Pero dicho esto, tampoco tengo claro que la sociedad española
sea absolutamente republicana. Sobre todo, cuando la República está siendo
acaparada por una parte de la izquierda, como una seña de identidad excluyente
de todos los demás. Es decir, para ser republicano tienes que ser de
izquierdas, sino eres monárquico. Demasiado determinismo infantil. Porque
debemos tener en cuenta una cosa, o varias. Hasta que no haya un partido de
derechas republicano, no habrá República en España, a no ser que algunos
piensen en una república revolucionaria, que tantos días de gloria dio a la II
República española, hasta el punto de sacrificarla en aras de la revolución.
En 1931 se alcanzó la Republica porque se dieron dos
circunstancias: una, que la sociedad urbana española estaba hasta el gorro de
la Restauración, la Dictadura de Primo de Rivera y de una monarquía que solo
defendía a los poderosos, tratando al resto no como ciudadanos, sino como
súbditos. Otra, que en ese contexto una parte de la derecha se identificó con
la Republica, por las mismas razones expuestas anteriormente. Y quizá, en ambos
casos, porque se pensaba que la ética democrática no es compatible con una
institución que obtiene cargos y prebendas públicas solo por haber nacido en
una cuna real.
Todo esto dista mucho de la sociedad española actual, no
dándose ninguna de las dos circunstancias anteriores. Lo que no quita para
creer que está en proceso de maduración hacia la República. Pero en ese
proceso, algunos se están equivocando, al plantear insistentemente el debate
sobre la desaparición de la monarquía, tomando como referencia las fechorías
del rey emérito. A este hay que juzgarle sin privilegios, porque a pesar de lo
que nos quieren hacer ver, ante la Ley es uno más. Por cierto, no estaría mal
que el rey actual renunciara a la inviolabilidad legal en la que se están
amparando los monárquicos para proteger al rey emérito de una larga carrera de
corrupción.
En las circunstancias actuales de crisis sanitaria y
económica aguda, hacer de la caída de la monarquía un asunto de primer orden,
es síntoma de una bisoñez política, muy propia de alguna izquierda, que piensa
que solo es bueno lo que ellos creen. Además, lo que están provocando es un
cierre de filas de la derecha en defensa del rey actual y la corona. Torpeza
absoluta, que nos hará retrasar un montón de años el camino hacia una república
en la que quepamos todos, los que nos consideramos de izquierda y los que se
proclaman de derecha.
La República no es un asunto de derechas e izquierdas, sino
de maduración ética y política de la sociedad, pero sí deben estar
comprometidas con ella unos y otros. Todo lo demás son brindis al sol, que para
lo único que sirven es para enrarecer el debate político y enconar las
posturas.
Si España ha dejado de ser juancarlista, no hagamos que se
convierta en felipista, y tiro porque me toca, en la casilla de la República
nunca caeremos.