Siete millones de venezolanos han tenido que armar sus maletas en los últimos ocho años. Curiosamente, este periodo de la crisis humanitaria más profunda del siglo presente se inicia con el fatídico 2012. Año en que Hugo Chávez, héroe de la independencia de Venezuela, autoproclamado como segundo Libertador de América, convertido así en dios y soberano, idolatrado por la muchedumbre que le aclamaba caudillo, se despedía de su terruño para no volver a pisar Caracas nunca más. Es una lástima que la historia la escriban los poderosos, por suerte nunca se desmentirá la verdad del rumor popular, una muerte en la Habana, una despedida vespertina, un nunca más. Merecía morir en el lugar en que nació su ideología, el castrismo, y así fue. Pero como todo visionario, antes de emigrar en su carroza hacia el Olimpo y reunirse con sus ancestros de la sabana, requería legar un líder, o mejor dicho, una marioneta a la medida de Cuba. Nicolás Maduro representaba entonces su mejor opción, adoctrinado en la escuela de la diplomacia, curtido en champán y salmón servido en las casas de los pocos ricos de Cuba, los de arriba, los dueños de la soberanía. Tras casi una década en el poder, su obra mágica, tan triste como el cuadro decrépito de Ortiz, pintado por Miguel Otero Silva, continúa vigente. Hoy Casas Muertas se repite en círculos concéntricos que abarcan cada espectro de la vida nacional. Nicolás se ha convertido en un digno alumno de la escuela de tiranos, con su lenguaje escatológico y homofóbico, con su cara de victima, su discurso violento y sus facciones de representante del pueblo, triste caricatura de un Gran Hermano Mayor que vigila cada rinconcito de tu corazón y pensamiento. El verdadero legado ya no son los panfletos vencidos por el tiempo, las moribundas consignas revolucionarias, la ideología de izquierda, después de un buen trecho entre aquel ayer, porque así parece el momento de la despedida del genio de la hecatombe, su único legado es la muerte y el desastre.