En un panorama global gobernado por el gran empresariado, en el que
la producción, el consumo y la movilidad de capitales ya no
encuentran barreras estatales, porque la mayoría de los Estados han
acabado plegándose a sus intereses, las tesis sociales avanzadas que
se arrogan las izquierdas, aunque sean anticapitalistas por
exigencias del guión, son indudablemente útiles para el proyecto
capitalista. Prometer y no dar para ilusionar políticamente a la
gente es una fórmula de entretenimiento colectivo con el efecto
añadido de generar expectación y hasta tendencias de apoyo a nivel
de masas, y en esto son especialistas los se ofertan como gobiernos
progresistas casi siempre situados en la banda avanzada del espectro
político, con lo que tienen cierta facilidad para atraer a los
desesperanzados. Si las promesas llegan a materializarse, no hay que
descartar su efecto económico en el panorama general de cualquier
Estado y, todavía más, en la marcha del mercado. Buena parte del
desarrollo de los principios sociales, sigue el camino de la
demagogia soportada en la retórica asociada a la propaganda
electoralista de las izquierdas del puño en alto, que habla de un
reparto justo por ellas dirigido, y se entiende que es justo si
domina el despilfarro de las rentas públicas y con ello la
desigualdad de los que tienen que contribuir obligadamente sin
percibir nada a cambio. Los privilegiados son unos pocos pobres por
necesidad, los afectados todos los demás y las beneficiadas las
empresas capitalistas que controlan el mercado, teniendo en cuenta
que es allí donde van a parar las limosnas del susodicho reparto.
Curiosamente, ya en la era digital, las izquierdas siguen teniendo
gancho también entre los favorecidos, acaso por una suerte de
resentimiento ancestral, y mantienen fija la cuota de los llamados
vulnerables por ver, si como dicen, cae algo de efectivo metálico
para aliviar las penurias que obligadamente impone la cultura del teléfono móvil para acortar distancias virtuales entre las gentes.
Frente a una derecha dormida en los laureles, la izquierda de la
estética del esperpento, de los derechos crecientes, de las
libertades ficticias, de su particular forma de entender la justicia
social y del cachondeillo en general para animar al personal e ir
tirando, se ha ganado el interesado aprecio del empresariado
capitalista, que cuenta con ella en sus grandes proyectos. La ha
sacado de aquel papel panfletario que a nivel del subsuelo soñaba
con la revolución, ahora ya se mueve en los suntuosos despachos,
corta y rasga en los gobiernos. Es una cuestión de utilidad para el
mundo del dinero, porque está claro que en la sociedad de las
imágenes venden más los que dominan la técnica de lo mediático y
han sabido mantenerlo bajo control, excluyendo aquello que no
sintoniza con sus posiciones. Su discurso conecta con las masas
porque está plagado de utopías irrealizables solo posibles
acudiendo al desastre económico. En el plano del poder y el
mantenimiento del orden no hay que dudar que la izquierda es
efectiva, no duda en montarse simples dictaduras que con el acertado
manejo del control mediático pueden vender libertad para los suyos y
pasar por democracias de juguete. Aunque procura no parecerlo, su
sentido de la libertad es publicitario, porque la doctrina y la
censura acechan permanentemente, ya que a tal fin disponen de medios
afines y de un nutrido personal adscrito a la vigilancia de todas las
opiniones para condenar al silencio a quien no juegue con sus cartas
marcadas. Diestros en el navajeo político desempolvan viejas deudas
a la menor ocasión o dejan que se desborde la pecina de los demás
para vender a las masas su pureza. En cuanto a su sentido de la
igualdad social, siempre ha sido proverbial, por eso sus líderes
disfrutan de mansiones de lujo y los afiliados de base de una
vivienda social.
Con semejante curriculum comercial no es extraño que el
empresariado haya tolerado que la plana mayor de las izquierdas
cobre protagonismo, porque sencillamente viene bien al negocio acudir
al complemento de una ideología abierta que defiende la pluralidad
para incorporar más clientes fijos al mercado. Hay cierta antinomia
en dejarles jugar conforme a sus reglas, es decir, capitalismo versus
anticapitalismo, pero está claro que en lo que es negocio todo vale,
basta con que sea económicamente rentable. Por eso no existe el
menor pudor en que continúen usando el rotulo de anticapitalistas en
sus pasquines, ya que en la práctica viene a ser como no decir nada,
dado que los ataques al capitalismo depredador a base de palabras son
fuegos de artificio, que de un lado dan aspecto de libertad al
sistema entre las buenas gentes y de otro aporta cierta aureola de
grandeza al sistema capitalista de puertas abiertas.
Ya en el plano político, en el terreno estatal y doctrinal, las
buenas relaciones existentes entre el empresariado y el
anticapitalismo de rótulo quedan reflejadas en forma de retribución
por sus servicios para engatusar a las masas, permitiéndose el
acceso de sus líderes a los puestos de mando de los Estados. Claro
está que, se dice, que eso es labor del electorado y hay que darlo
por válido, aunque con reticencias, porque las redes del poder no se
tejen solo con el voto de los electores. La estrategia del capital de
promocionar a sus teóricos, y solo teóricos, oponentes, tiene su
parte institucional. Con el capitalismo global, el papel del
Estado-nación debe ser replanteado porque resulta incompatible con
las tesis del globalismo económico, puesto que debe pasar a ser una
entidad abierta al mundo donde la idea de nación solo sea
identificativa. Doctrinalmente, las tesis de los ultraderechos y
libertades desbordadas que invitan a hacer a cada uno lo que quiera,
lo de dar vuelos a las minorías de poder y embarcarse en causas
quijotescas suelen figurar entre los proyectos de izquierdas para
ganar clientela política y dividir las firmes convicciones
ciudadanas. Alejados de la realidad están a la anécdota, porque las
ocurrencias dan aire de modernidad, aunque debiliten el papel de los
Estados, y es esto lo que viene bien al mercado global, unos Estados
sumisos al capitalismo. El anticapitalismo ha pasado a ser la
comparsa paradójica del nuevo capitalismo, ambos van en la misma
dirección tratando de construir Estados figurones con el fin de
vender mejor, en el caso de las empresas, y de ganar en cotas de
poder, los otros, aumentando la clientela con ilusos y
desfavorecidos.
Hay una realidad, y es que el anticapitalismo de izquierdas de corte
progresista va ascendiendo en poder político y social porque es útil
al mundo del dinero, genera pobreza para los Estados y riqueza para
el mercado. El papel asignado hoy a la izquierda anticapitalista,
desplegando utopías que atentan contra el sentido común y la
racionalidad con fines electoralistas, no es otro que hacer el juego
al capitalismo en su proyecto global, porque le permite echar por
tierra los valores nacionales que hasta la globalización eran el
gran obstáculo para el desarrollo del capitalismo. Todo esto, y es
de lo que se trata, contribuye a alimentar el mercado, debilitar al
Estado-nación y sembrar confusión en la sociedad.