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Reseña realizada por Begoña Curiel.
Escribir “Y Dios en la última playa” en una de las décadas más sanguinarias del terrorismo de ETA tuvo que ser todo un reto literario y personal. Casi treinta años después de su publicación leo este sorprendente libro que en 1981 ganó el premio Planeta. Cristóbal Zaragoza se atrevió a analizar el debate moral en la mente de un joven terrorista. Sólo el contexto histórico y cronológico otorga ya un indudable valor añadido a los literarios que también tiene la novela. Josechu quiere entrar en la organización para ser un «héroe de carne y hueso». ¿Y cómo lo hace? En la primera página –impactante el arranque– mata a un coronel que ETA ya tenía previsto ajusticiar. En la segunda página afirma Josechu: «Ahora, después del tiempo pasado, sé que el enemigo no existe más que dentro de nosotros». Zaragoza nos cuenta, y esa es la novela, el tiempo intermedio y la evolución del chaval entre su primera acción y la posterior reflexión. Se suma al comando liderado por Papadoc, junto a su hermano Mikel, Mostachos, perrito faldero del jefe, Zin, amigo de la infancia de Josechu y Gayolita, la única mujer del grupo. El escritor los va construyendo mientras interactúan con el personaje principal. Los porcentajes en calidad y cantidad de cada uno varían pero todos ellos son necesarios para la historia. Hay que sumar a Begoñita, novia del chaval, que deja de serlo y sin embargo estará presente durante toda la novela porque vive en la cabeza del joven. Esa con la que piensa tanto –aunque la coherencia se ausente a ratos–, habla al resto y para sí mismo. Y Dios en la última playa es un continuo soliloquio del protagonista que viaja entre pasado y presente. Todo gira a su alrededor. Su presencia altera lo que supuestamente está consolidado en el comando. Él podría representar a pequeña escala la trastienda de los grupos que de forma itinerante ejecutaban las órdenes que llegaban de arriba. Zaragoza ofrece su versión literaria con un análisis de las distintas psicologías conviviendo en la misma banda terrorista. No es una novela política. Se adentra en la mente de sus miembros: cómo piensan, por qué entraron en ETA, si tienen consciencia y/o dudas sobre la validez y ética de sus actos, ¿por qué motivos siguen cuando asoma el arrepentimiento?... Es un contenido realmente interesante, mucho más –insisto– colocándote en la fecha de publicación de Y Dios en la última playa, cuando la disolución de ETA no se imaginaba o al menos, ni se barruntaba la esperanza de su final. No “se lee igual” una historia de estas características en 1981 que en 2020. Me abstraigo para ponerme en la situación de ese primer año. Si a día de hoy aún siento escalofrío al recordar y analizar “la cuestión ETA”, cuando me sitúo en la fecha con este libro en las manos, el escalofrío alcanza una dimensión terrible. Especialmente llamativa es en la novela la presentación de los diálogos del protagonista, donde no siempre hay principios y finales sino que a veces, intercalan voces, pensamientos y hechos. Hay que hacerse con esta dinámica porque al principio amenaza con volver un poco loco al lector, aunque eso sí, son estos diálogos los que contribuyen a dar ritmo a la novela. Los saltos cronológicos –que entran y salen de pronto– tampoco ayudan demasiado a situarse con rapidez. Pero una vez “pillé el tranquillo” acabaron gustándome estas fórmulas un tanto caóticas y arriesgadas. La aparición de Dios en el título está más que justificada porque aquí el concepto de la fe vale para una cosa y la contraria. Lo mismo “justifica” el acercamiento a la violencia que contradice tal argumento. O sea, que entre ceguera, ganas de sangre, fanatismo, odio y religión cada uno usa a su antojo teorías e ideología para respaldar actos y objetivos por muy cruentos que sean. Añadidos por supuesto, “los daños colaterales”, o sea, el asesinato de quienes “pasaban por allí”. La mística revolucionaria de la que se hacía envolver ETA para voltear la tortilla a su antojo –al más puro estilo de las sectas– y captar a sus fieles se desmenuza entre las disquisiciones de Josechu y sus contactos y conversaciones con Papadoc. Me gusta cómo ha descrito el aura misteriosa que rodea al líder, hombre cultivado y sereno –supuestamente– del que poco o nada saben sus socios, al que nada se discute, que desaparece y aparece como por arte de magia. Independientemente de la realidad o ficción que le rodea, Cristóbal Zaragoza ha conseguido crear un personaje monstruoso en todos los sentidos, con halo de fantasma y oráculo, representativo de los jefes que manejaban los hilos y sangrías con parabellum y bombas adosadas. Quiero mencionar un detalle que sobrecoge por su simbolismo. La gaviota que aparece con una fuerza brutal al principio y al final de la novela. Es un pájaro, sí, pero parece mucho más en esta historia. Por cierto, una de esas historias que se contará muchas veces y para la que habrá otras tantas interpretaciones. Lo vemos y leemos a diario unas veces con pesar (por el infame uso político de las heridas), otras con cierta satisfacción (aunque nunca podrá haber alegría plena con tanta vida destrozadas) porque muchos tratan de asentar la paz a la que aspira el País Vasco tras una etapa que nunca olvidaremos quienes de una u otra manera la vivimos y sufrimos. Queda claro que Y Dios en la última playa me ha impactado, siendo consciente en todo momento de que la literatura, aun con una base histórica real, es literatura. Pero esta es de la “de pensar y aprender” y de la que no deja indiferente. Sólo por eso, resulta imprescindible para quien por los motivos que sean, le ocupe o preocupe una cuestión tan delicada y amarga como el destructivo huracán que supuso ETA no sólo para Euskadi sino para todo el país. Por cierto, hasta la edición y formato de la novela es peculiar. No es un libro que vayáis a encontrar con facilidad, por eso, que me la regalaran ha sido una sorpresa que agradezco. Junto a Y Dios en la última playa el libro incluye la obra finalista del mismo premio Planeta de 1981: Llegará tarde a Hendaya de Jose María del Val. Veremos cuándo me pongo a ella.