El ejercicio del poder siempre se atiene al mismo planteamiento,
mantener la distancia que separa a los gobernantes de los gobernados,
porque si se aproximan la autoridad declina en esplendor. Si con la
democracia representativa se trata de promover cierto acercamiento
entre ambas partes, solamente es un fenómeno puntual en tanto unos
son electores y los otros elegidos. Como de lo que se trata en esa
fase es ir al ritmo de los tiempos ofreciendo —y luego no dando—
más progreso y bienestar a las personas, frente a las posiciones del
contrario político, todos se muestran abiertos. Este proyecto de
apertura y cercanía se mantiene por el tiempo que dura el
procedimiento para acceder al poder, luego cada uno vuelve a su sitio
e incluso los elegidos, pese a declararse profundamente demócratas,
no dudan si llega el caso en caminar abiertamente hacia el
autoritarismo. En todo gobierno, el poder es como es y la autoridad
que lo representa se impone mantenerse en su lugar.
Las cosas cambian cuando la actividad ordenada de gobierno se
transforma en actividad desproporcionada de mandar. Conviene señalar
que la tendencia no está reservada a ninguna posición del espectro
político, porque a cualquiera que, saliendo fuera del guión, se
incline por la tarea de mandar, de inmediato se le ven las
intenciones, sea del color que sea. Basta con que las masas
contradigan sus sabias determinaciones y lo de gobernar se complique
para que el mandatario, por liberal, demócrata y progresista que se
confiese públicamente, saque a relucir el palo y tentetieso.
Con lo que los términos de buen entendimiento y tolerancia de las
épocas electorales desaparecen y los que fueron electores pasan a
ser vasallos sujetos a la voluntad de sus dirigentes por mandato
legal. Incluso en la época de los grandes avances científicos la
situación no ha cambiado, de manera que cuando el mandatario se
siente desafiado y se le agota la paciencia, resulta que todo eso de
los derechos y libertades queda en simple papel mojado. Claro está
que el argumento para justificar lo de mandar siempre es el mismo: el
interés general. El problema radica en determinar quien estaría
capacitado para determinar lo que es interés general, pero para
zanjar la cuestión se asigna en exclusiva al que manda.
Pese a que, en algunos casos, las sociedades avanzan en la supuesta
mejora de la calidad de vida de sus miembros, cuando la legislación
acota todos los espacios de la existencia, ya se ve, en contra de lo
que pudiera parecer, que las cosas no van bien para el ejercicio de
la libertad. Mientras la legalidad permita garantizar la seguridad
jurídica puede decirse que la sociedad ha mejorado, pero si se la
inunda con demasiadas leyes represivas sucede lo contrario. Pese a su
sentido del progreso, las sociedades avanzadas, con cierta sutileza
caminan en esa dirección tanto por intereses del mercado como por
los del ejercicio del poder político. Las leyes penales
tradicionales acotaban los espacios de la acción o la omisión que
se consideraban inapropiados, hoy ya avanzan en la dirección de
tomar posiciones en el pensamiento individual, de manera que
si no se tienen pensamiento limpios se está a las puerta de incurrir
en ilícito penal, basta con abrirlos y expresarlos. A tal punto se
ha llegado que existen delitos de odio, ciertamente
cuidadosamente tipificados, pero que en la práctica suelen ser
utilizados con cualquier fin, aunque sea espurio, y si prospera la
manifestación externa del sentimiento íntimo de la persona pasa a
ser delito. Está claro que no es posible pensar, sentir u opinar
conforme a las convicciones de cada uno, ya que el poder exige ser
castos de corazón. Cierto que odiar no es un sentimiento apropiado
para el que lo experimenta, porque le desgasta emotivamente, pero de
ahí a imponerle la renuncia o entregarse al amor hacia algo o
alguien por ley resulta desproporcionado. Y habría que añadir que
la supuesta bondad con vistas legales solo responde a producir
ciudadanos dóciles.
Más allá de razonables argumentaciones, que puedan ser utilizadas
para la ocasión, en definitiva, al estrechar el cerco de la ley
sobre las personas, adentrándose en sus sentimientos parece
excesivo, pero sin duda marcha en la dirección prevista. Esto sucede
incluso donde reinan las libertades y dicen acogerse a la línea del
progreso. El adoctrinamiento está ahí, solapadamente presente y
dispuesto para educar —que no a ilustrar— a la ciudadanía en el
dogma político dominante, ya sea ocasional o permanente. El primero
se manifiesta a lo largo de todo el espectro político y el segundo
lo establece la ideología capitalista. En todo caso, al final
resulta que la disidencia de la doctrina pasará a ser
sutilmente calificada de infracción, a ser posible, de naturaleza
criminal para que resulte más enérgico el castigo. Hacer de la
simple crítica apología del mal, porque contradice la
versión oficial, tampoco dice mucho en favor de los nuevos tiempos.
En realidad son fórmulas que impone la democracia al uso, que no
varían en lo sustancial desde las épocas absolutistas e
inevitablemente apuntan en la dirección totalitaria si no se las
pone freno. Y esa es labor exclusiva de la ciudadanía, que por ahora
permanece adormecida, políticamente afectada, primero, por el
consumismo capitalista y, en segundo término, por la pandemia.
Habría que insistir en este planteamiento del mandar, en el que
pese a los derechos y libertades constitucionales reconocidos a la
ciudadanía, los que dicen gobernar atendiendo al interés general,
ya sea en países avanzados o de medios pelos, se ponen en evidencia.
Cabe citar las actuaciones con ocasión de la crisis sanitaria, dando
vueltas y mas vueltas para tratar de incardinar en la legalidad el
ordeno y mando, que según los expertos es preciso para atajar la
difusión del virus, tratando de dejar a flote unos derechos y
libertades, que cada día se hunden un poco más. Bajo la apariencia
de buen hacer y racionalidad sigue latiendo el instinto de
violencia, la vieja fuerza que ha movido el mundo, hoy
suavizada por la represión legal.
A propósito de la situación se quiere confeccionar, más allá de
la infracción común, lo que podría llamarse delitos de
pandemia, para quienes no obedezcan las órdenes de la autoridad
y así darles fuerte. Aunque jurídicamente ya existen suficientes
instrumentos al efecto para sancionar sin necesidad de que se
recargue el ambiente jurídico, parece que con las disposiciones
legales que se repiten casi a diario por aquí y por allá se quiere
demostrar quien está en posesión de la verdad utilizando la
permanente amenaza de la sanción. Una forma de mandar, acudiendo a
las formas de represión más enérgicas cuando las masas no
comparten el criterio apadrinado por la minoría dirigente y se
empecinan en no seguir la doctrina de sus cuidadores y, puesto
que no quieren seguirla, cabe la opción de conducirles a bastonazos
por el camino de la obediencia. Esta claro que combatir la pandemia
con la represión en vez de con soluciones sanitarias efectivas y no
estrictamente burocráticas resulta imprudente, porque ya se ha
demostrado que no lleva a ninguna parte. Lo aprovechable para los
ejercientes del poder es que, aunque con ella no se resuelva el
problema real, no obstante permite reforzar la autoridad.
En cualquier caso lo de criminalizar cualquier disidencia con
ocasión de la pandemia creando delitos o renovarlos para la ocasión
no resulta procedente en el fondo ni en la forma. Máxime cuando los
sistemas jurídicos de los más civilizados, alejados de la sencillez
legal, están sobrecargados de normas farragosas, complejas y
confusas como para agobiar a la ciudadanía con nuevas ocurrencias
para lucirse políticamente. Probablemente hay otras medidas que, sin
recurrir al rigor de la ley, sean más efectivas y asumibles por la
población, con lo que se estaría en línea con la sociedad actual.
El problema es que requerirían imaginación, de la que suelen
andar escasos quienes han ascendido al sitial del poder por voluntad
de la ciudadanía, tras la expresa designación de un partido.