. Por ello, de entre toda la gama de
instrumentos de que las ideologías hacen uso para prevalecer unas
sobre otras, el lenguaje no es, ni mucho menos, uno más. Dominar
el lenguaje de un ser humano no es otra cosa que dominar su
pensamiento. Ello explica que, más allá del premeditado
esfuerzo que se viene llevando a cabo en los últimos años para
empobrecer, lo más posible, el lenguaje y, con ello, el pensamiento
de las personas, la lucha por la acuñación de nuevos términos esté
más en boga que nunca antes.
Con el presente escrito abro una serie de artículos que
tendrán este fundamental asunto, la perversión ideológica del
lenguaje, como hilo conductor. En este caso, abordaremos el tema de
los “negacionistas”, que, según parece, constituyen un
subgénero particular dentro de la especie de los “conspiranoicos”.
Todos sabemos cuán insoportables y pretenciosos pueden
llegar a ser estos seres —por
regla general (¡esperemos que alguna universidad se decida a hacer
un estudio sobre el porqué de ello!), hombres—,
cuyo obsesivo afán por “escaparse del rebaño” les lleva, en
ocasiones, a atribuirse a sí mismos una insufrible condición de
iluminados. Sin embargo, a los “conspiracionistas”, más allá de
lo delirantes que puedan llegar a resultar, cabe atribuirles, al
menos, el mérito de comprender que, bajo la reluciente superficie de
informaciones y propaganda que promueven los medios de comunicación
de masas, tras todo ese entramado que constituye el “discurso
ideológico oficial”, el “mainstream”,
deben de existir toda una serie de intereses
ocultos que, para la
mayor parte de las gentes, pasan totalmente desapercibidos.
Tal convicción es
de primero de maquiavelismo, es decir, de primero de política. Y,
dado que nos hallamos en un mundo cada vez más cercano a hacer
cierto el eslogan “todo es política”, pensar maquiavélicamente
es más ineludible que nunca antes.
No obstante, el
problema de que adolecen la mayor parte de los “conspiranoicos”
es que quieren pensar, pero no saben cómo.
Las causas pueden ser muy diversas: desmedido fanatismo, exceso de
soberbia, indisciplina a la hora de estudiar (lo cual, si bien no
enseña, ayuda mucho a poder pensar con cierta coherencia). Sea como
sea, muchos de estos “conspiracionistas”, aun llevados por la
intención de encontrar la verdad sobre las cosas, acaban replicando
la inopia y la barbarie que pretenden combatir. Y es entonces cuando
el “mainstream”,
el “discurso oficial”, los utiliza en su propio beneficio: éste
es el caso de los “negacionistas”.
Porque sí:
cualquier persona con dos dedos de frente ha de verse forzada a
concluir que los “negacionistas” son unos descerebrados; no
tiene, desde luego, fundamento alguno negar radicalmente la
existencia misma del Covid-19. De hecho, dudo mucho que los
“negacionistas” hayan llegado a sus descabelladas conclusiones a
causa de un sincero deseo de conocer la verdad, así como tampoco me
cabe ninguna duda de que los así llamados “antifas”, que están
sembrando el caos en Estados Unidos, tampoco lo hacen movidos por una
voluntad de “justicia social” tan pura e inocente como se nos
pretende hacer ver.
Pero este artículo
no trata sobre psicología de masas, sino acerca del uso que de
las masas hace el poder. Y hay que tener muy claro que, para “los
que mueven los hilos” (¿sonaré demasiado conspiranoico?), tanto
los “negacionistas”, como los integrantes del “Black lives
matter”, como en general todos los pobrecillos que se hacen a sí
mismos partícipes de los movimientos de masas, no son más que
monigotes. Algunos de ellos, los que resulten más convenientes,
serán tratados con mayor indulgencia, revestidos de un velo de
simpatía y, acaso, de adorable ingenuidad, mientras que otros, los
que puedan llegar a acercarse, siquiera tangencialmente, a posiciones
ideológicas molestas, serán ridiculizados y, de ser necesario,
demonizados.
Así se hace
conveniente uso de los “negacionistas”: se exhibe en pantalla a
unos cuantos patanes diciendo estupideces (¡ay, Miguel Bosé, Moreno
mío, esa larga barba tuya no te ha hecho más sabio!) y, de forma
más o menos explícita, se viene a ilustrar con su caso hasta qué
punto hay que estar mal de la chaveta para desviarse de la doctrina
oficial, en este caso acerca del coronavirus. La estrategia es la
misma que ya se viene utilizando con apabullante éxito en los
últimos tiempos: se proporciona al individuo-masa un estereotipo y
una etiqueta, gracias a los cuales, sin el más mínimo ejercicio
reflexivo, esté en posición de anatematizar a diestro y siniestro a
todo aquel de quien sospeche que puede sostener ciertas ideas
prohibidas y deplorables, como que hay ciertas culturas superiores a
otras o que las desigualdades de género tienen una raíz biológica,
por ejemplo.
De tal modo, el
pensamiento propio o, lo que es lo mismo, la forja de una
personalidad genuina, se torna todavía más improbable y costosa de
lo que ya es de suyo en nuestro tiempo, pues el individuo ya no sólo
tiene que sobreponerse a toda una multitud de factores que le empujan
a ser un imbécil, cuando no un desgraciado, sino que, además, de
ocurrírsele hacerse una arquitectura espiritual propia, de tratar de
escapar, de algún modo, de la barbarie, tendrá que hacer frente a
los furibundos odios de una horda de esbirros cada vez más
cuantiosa, en cuanto que tales desquiciados se ven amparados
por una normalidad enfermiza.
Es verdaderamente
fascinante, en fin, cómo una sociedad que se convence a sí misma
sin descanso de ser defensora a rajatabla de la “diversidad”,
procede, con obsesiva insistencia y mediante los medios más viles, a
obturar y, si es necesario, destruir, cualquier conato de verdadera
rebeldía. De tal manera, igual que toda persona que pretenda ayudar,
en lo posible, a mejorar este mundo esquizo, ha de prepararse para la
repudia, la incomprensión y, muy probablemente, el odio, también
todo aquel que disienta del discurso oficial del coronavirus
deberá mentalizarse de que se le tachará de “conspiranoico” o
de “negacionista”.
Pero, ¿acaso no se
tornan, en labios del infame, las injurias en halagos?
¡Conspiremos, pues!ENLACE: https://losengranajeslibres.es/?p=56