La maraña legislativa con que políticos
de uno y otro partido vienen enredando al ciudadano madrileño resulta impropia
de un Estado democrático y de Derecho. Existe un principio básico de nuestro
ordenamiento jurídico y que deberían tener muy presentes nuestros gobernantes,
estatales o autonómicos. Se trata del principio de seguridad jurídica, que se
encuentra recogido en el artículo 9.3 de la Constitución Española
Seguridad jurídica consiste
sencillamente en tener la certeza de cuáles son las normas que me corresponde
cumplir como ciudadano. Como no puedo sabérmelas todas, cuando menos puedo
informarme de ellas en el BOE, en el periódico, en la web o en la cafetería de
la esquina. Igual da que sean normas estatales, autonómicas o municipales,
dictadas por un gobierno o un parlamento europeo, estatal o autonómico, por un
consejo de ministros, un ministerio o un consistorio. También da lo mismo que
me gusten o no. Se llama seguridad jurídica precisamente porque me siento
razonablemente seguro de que son esas normas, aunque no me gusten, las que me corresponde
cumplir, porque están sancionadas, vigentes y publicadas en el boletín oficial
que corresponda. Y porque tengo, asimismo, la confianza de que seguirán siendo
esas las normas durante un tiempo, y que la genialidad o el oportunismo del
gobernante de turno no dictará otras distintas todas las semanas.
Se trata, en fin, de saber con un
mínimo de convicción si, bajo estado de alarma o no, estoy transitando por una
zona prohibida para mí, a qué me atengo si incumplo una norma que me impide
moverme por tal sitio, y que me pasará si sencillamente mañana se me ocurre
circular por donde me plazca. Eso es seguridad jurídica.
En tan sólo 23 días, los
madrileños hemos sufrido un despropósito tras otro de normativas y actuaciones
erráticas, descoordinadas, cuando no tendenciosas, que sólo han producido inseguridad
y confusión en los ciudadanos, que ya no saben con certeza ni a dónde, ni
cuando pueden ir, y con el consiguiente perjuicio económico de quienes desconocen
si mañana van a poder levantar la persiana de su negocio. Por si fuera poco,
hemos asistido al más hipócrita paripé de cumbre de presidentes de uno y otro
gobierno en la Puerta del Sol, y de sus representantes, que no han sabido ni
han querido (porque poder, claro que podían) llegar a un acuerdo que nos diera
algo de confianza de que venceremos al virus al menor coste posible.
No es casual que la seguridad
jurídica vaya acompañada en ese mismo artículo 9.3 de la prohibición de la
arbitrariedad de los poderes públicos. Una catástrofe como la que estamos
viviendo no precisa de respuestas arbitrarias, improvisadas u oportunistas,
sino de una eficaz coordinación entre administraciones, al menos a la altura de
otros países donde el virus lo ha tenido más difícil que en el nuestro. Quizá
porque en otros lugares han sido más conscientes de que si aquí hay una
realidad tangible e indiscutible es que hay un bicho que mata y arruina,
actuando en consecuencia y dejando sus rencillas partidistas para otro momento.
Fruto de la arbitrariedad y la
prepotencia es el desfile de normas contradictorias y enfrentamientos entre
administraciones al que asistimos impotentes en Madrid. Enfrentamientos que,
insultando la inteligencia del ciudadano, han querido enmascarar con palabras
hueras, falsas y mudables. Arbitrarios son los infames bailes de cifras de
muertos e infectados, y estadísticas, con que nos desayunamos cada día, como si
cada muerto y cada infectado (una vida humana, no sólo un DNI) no fueran más
que un número que sumar o restar para beneficiar o perjudicar la postura de según
qué partido. Arbitraria e irresponsable, finalmente, es la respuesta en clave
electoralista de muchos representantes, que tratan de convertirse cada cual en
adalid contra el virus a base de decretazo o descalificación al contrario, para
obtener un puñado más de votos en unas u otras elecciones.
Si los que nos gobiernan creen
que los ciudadanos se quedan impávidos como borregos ante esta situación de
desconcierto y arbitrariedad, se equivocan.
Primero vienen el estupor y la impotencia, seguidas del escepticismo y
la incredulidad; luego se suman la indignación y, finalmente, la desafección, no
con un gobierno o un partido, sino con un sistema político en su conjunto cuyas
normas y actuaciones habrán perdido a sus ojos la legitimidad de las urnas. La
miopía de unos y otros les impide comprender lo que la mayoría de los
ciudadanos deseamos, y es que haya acuerdo y coordinación entre los que
ostentan el mando, al menos en cuanto al virus y a nuestro derecho a circular
libremente. Pero lo que más parecen
olvidar es lo más obvio: que, sobre todo, lo que más anhelamos es que este
maldito carnaval de muerte, máscaras, distancias y encierros acabe cuanto
antes, y podamos volver a lo que quede de nuestra vida de hace siete meses.