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Reseña realizada por Begoña Curiel.
Bevilacqua regresa a su pasado en primera línea de la lucha antiterrorista en el País Vasco. Con un nuevo asesinato que investigar, la última novela de la saga del subteniente de la guardia civil y su compañera Chamorro profundiza en las marcas y el rastro del dolor que dejan la inutilidad de las guerras. El mal de Corcira es más Bevilacqua que Chamorro o el dúo que conforman. Un incidente los separará pero ella lo seguirá acompañando en la distancia, en un papel de “confesora” de sus recuerdos y reflexiones. A Bevilacqua le adjudican el caso del asesinato de un hombre en una playa de Formentera. De paso Silva nos servirá de “guía turístico” por las islas que conectarán la investigación con ETA puesto que el fallecido era un antiguo colaborador de la banda criminal. La trama irá en busca de sospechosos pero la esencia del El mal de Corcira reside en la memoria del horror vivido y la fractura abierta hace más de tres décadas en la sociedad vasca con secuelas que superan la barrera de la disolución de ETA. La novela transcurre entre presente y pasado pero me interesa ante todo el debate interior de Bevilacqua sobre el infame universo de los gudaris (como se denominaban los miembros de la organización). Con su personaje principal Silva trata de explicar o al menos entender los perversos argumentos de los que se valía la filosofía etarra para justificar atrocidades, mientras analiza las dudas de quienes estaban dentro: entre quienes se aferraban ciegos al volante y los que empezaban a reconocer el fracaso de la lucha armada. El autor nos cuela en salas de interrogatorios y conversaciones con familiares del fallecido sobre los funestos años de plomo. La narración ofrece las dos versiones –algo parecido a un ejercicio periodístico– para que el lector llegue a sus propias conclusiones: la visión de las trincheras policiales y la de los gudaris que se apropiaron de un lenguaje propio como base de su argumentario de luchadores y enemigos del País Vasco. Siempre me pareció diabólico cómo robaban palabras y expresiones a quienes no pensaban como ellos para usurpar su significado, interpretándolo a su antojo, construyendo sus recurrentes lemas de pintadas y pancartas que simbolizaban el terror que despertaban, en una permanente campaña de exaltación dialéctica. El tiempo no ha hecho sino corroborar la intuición que percibíamos quienes entonces éramos adolescentes en aquel desquiciante meollo. Ha dicho Lorenzo Silva en varias entrevistas que tenía pendiente esta novela, que desde hace años se preparaba para adentrarse en este terreno que –como demuestran titulares facilones de prensa– sigue minado y continúa utilizándose en beneficio propio. No esperaba menos de Silva; valoro muy mucho su manera de abordar cuestiones espinosas y eso es sin duda, lo que más me gusta de esta novela. Tira el autor de veinticinco siglos atrás, del análisis de Tucídides en boca de Bevilacqua para explicar «por qués». Las razones que concatenan el mismo error una y otra vez, como si se buscasen el tropezón en las mismas piedras para justificar la comisión de idénticas o similares fechorías. Todo está condenado a repetirse si se enarbola la verdad particular como única y absoluta. Un «porque lo digo yo y punto», que es así como suena en mis oídos cuando ya no hay argumentos más o menos sesudos que valgan. Sí, ha sido una buena lectura. No insisto más en lo que de sobra sabe hacer Lorenzo Silva; escritura trabajada pero sencilla aunque se adentre en profundidades y preguntas complejas. Son varios los libros leídos de Bevilacqua y Chamorro (creo que es el quinto) pero el trasfondo El mal de Corcira “me toca” especialmente dentro más allá de lo narrativo y literario. Descansaré un poco de la saga pero nunca de Lorenzo Silva.