Las
elites políticas son reacias a considerar el papel que les ha sido
asignado en la democracia representativa. Aquella soberbia natural de
las viejas elites, en cuanto son tocadas por el atributo inventado de
la autoridad hoy no desmerece. En primer término, se trata de
que no han asumido que ya no son elites a la vieja usanza, es decir,
a perpetuidad, sino de poner y quitar. Tampoco están dispuestas a
entender que su función esté permanentemente sujeta al ordenamiento
jurídico. Pese a que se trata de ciudadanos sin especial condición
diferencial del resto, que han sido elevados al sitial del poder por
la simple voluntad del electorado, en una especie de sorteo en el que
ha resultado agraciado el que más suerte tiene, tan pronto toman
posesión del puesto se distancian de lo común y asumen a todos los
efectos su condición de elite. Lo que implica diferencia, distinción
y privilegio.
Esta
supuesta minoría selecta que rige los destinos de todo un
país —paradoja de la llamada democracia— cuenta con un elemento
que la identifica, y es que no está dispuesta a renunciar a los
privilegios que otorga el ejercicio del poder. Desde que toma
posesión de la representación de cualquier órgano de poder, se le
ve el plumero. En ella está latente ese sentimiento de superioridad
que se manifiesta en ocasiones a propósito de que la justicia no le
debe ser aplicada con el mismo rasero que a los comunes, porque
hacerlo así entienden que es degradante para su dignidad. De manera
que eso de que la justicia es igual para todos, se entendería en el
plano formal, porque para su fuero interno —algo tan reservado que
nunca sale a la luz de manera abierta— reclaman que esos
privilegios de elite se hagan extensivos a la aplicación de la ley y
sea benévola con ellos, habida cuenta que son quienes la hacen. En
el fondo late la añoranza de aquellas viejas jurisdicciones
especiales que amparaban a nobles y clérigos, que demolió la
revolución burguesa, precisamente la que trajo el modelo de
democracia que permitió la construcción del nuevo edificio de
gobierno y la llegada de las nuevas elites.
Es
de dominio público que las resoluciones judiciales que lo son
conforme a las previsiones de los gobernantes se acatan con firmeza,
así como que las resoluciones que solo afectan a la ciudadanía
dicen que hay que respetarlas siempre. El problema surge cuando tales
resoluciones no gozan del favor de las elites políticas porque les
son desfavorables. Aquí lo del acatamiento se debilita, surgen dudas
y hasta críticas. Incluso se va más allá y se pone en cuestión la
función de juzgar, tratando de demoler su independencia buscando
abiertamente el sometimiento a la elite política, como una pieza más
de la burocracia técnica estatal. Al margen de la crítica o de los
planteamientos doctrinales, no son infrecuentes los posicionamientos
personales de políticos ejercientes en contra del sistema judicial,
porque no ha fallado a su gusto en un asunto en el que están
comprometidos sus intereses.
Cuando
ya sin respeto a los formalismos políticos, alguno de sus
profesionales reclama el control sobre la función de juzgar, en
realidad trata de desmontar el Estado de Derecho, fundamentado en la
teórica división de poderes, y con ello asumir uno todas las
funciones estatales. En el fondo están tirando piedras contra su
propio tejado. Pero es tal la prepotencia que acompaña a todo poder
político, si no se le somete a control legal, que no quiere entender
que si la democracia representativa supone la entrega del ejercicio
del poder a las elites de partido conforme a las normas jurídicas
por las que se rige el Estado, son reglas que hay que respetar,
porque en caso contrario supone la vuelta al poder absoluto. Llegados
a ese punto, ya no tiene cabida esa democracia, en virtud de la cual
han sido elegidos para ejercer el poder.
Esa
tendencia de la elite gobernante hacia el poder absoluto tiene su
punto de partida en el control del legislativo por el ejecutivo
cuando es mayoría, sin que la llamada oposición tenga otra función
que representar su papel. El legislativo pasa a ser la correa de
transmisión de la voluntad del ejecutivo. En tales situaciones queda
el recurso de la independencia judicial, cuando no ha sido
contaminada por otros medios, pero si la justicia no puede ejercer
libremente y con independencia su función, como último reducto de
control a los gobernantes, el Derecho, que tiende a convertirse en el
derecho del que gobierna, acaba siendo simple derecho del poder.
La elite gobernante tiene entonces el poder absoluto y cumple sus
aspiraciones secretas. Entonces el ciudadano pasa a ser una marioneta
al merced del que maneja los hilos.
La
cuestión de atentar utilizando cualquier medio no legal contra la
independencia judicial es más grave de lo que pudiera parecer. Poner
en cuestión su función, lo que no es mostrar disconformidad con sus
resoluciones, bien tratando de presionar, controlar o simplemente
desautorizar la actividad judicial públicamente por miembros de otro
órgano estatal, al margen de todo procedimiento legal, es
desestabilizar el sistema, pidiendo una justicia desigual para ellos
y sus favorecidos. Al postular solapadamente una justicia desigual,
en la que se tenga en cuenta la condición de ejerciente del poder
frente a la de cualquier ciudadano común, realmente se demanda que
se reconozcan mayores prebendas para las elites gobernantes de las
que ya existen —como es el caso del aforamiento en la que se
cuestiona la función del juez natural— y emerge otro riesgo
añadido, que se instale la desigualdad legal. De ahí a que las
elites temporales se conviertan en elites perpetuas producto de la
clase política sea un paso previsible. Y ya, para completar, que lo
que comenzó siendo electivo se convierta en designación directa.
Dejando al descubierto que en una democracia de ciudadanos libres e
iguales —al menos en teoría—, resulte que que hay privilegiados
que pretenden gobernar al margen de su propia legalidad.
Si
la justicia no es realmente igual para todos, si el ultimo
instrumento de control efectivo y permanente de la actividad de
gobernar, establece distinciones entre elites y comunes,
privilegiando de cualquier forma a las primeras, la igualdad legal ha
pasado a ser una leyenda. Asimismo, si de forma mas o menos
encubierta la función de juzgar pasa a ser una pieza más del
gobierno y el pueblo no cuenta con otros elementos de control sobre
su actividad que las elecciones a ciegas cada cierto tiempo,
es que el Estado de Derecho ha retornado a los tiempos del Estado
absolutista o, peor todavía, camina hacia una dictadura de partido.
Por fortuna, pese a las acometidas, la justicia continúa su camino
sin inmutarse.