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¿Es inocente quien calla aunque no haya cometido el delito? ¿Una venda en los ojos justifica el perdón? El escritor quiere que el lector decida sobre la culpabilidad del silencio del padre Yates. Su posición y actitud ante el escándalo de abusos sexuales en la iglesia católica de Irlanda nos hará tomar partido en esta novela que me ha decepcionado aunque prometía mucho. La sinopsis y un autor que me encanta fueron claves en la elección del libro pero el meollo y la intensidad que esperaba desde el principio no llegaba. Sólo la parte final subió el pico de interés porque es allí donde se concentra TODO. Pero eso no palia el hastío sufrido durante la lectura. Es una de esas novelas que te empeñas por ser el escritor quien es. Las sospechas sobre Tom Cardle, compañero sacerdote de Odran Yates sobrevuelan desde el minuto uno. No hacen faltan detalles, morbo ni escenas aberrantes. Pero en algún momento esperaba que encontrarme una sorpresa, un motivo que agitase el afán por la lectura. No ha sido así. El texto sobrante es demasiado extenso. El planteamiento inicial se derrumba en la creación y desarrollo de la trama. Boyne se centra en la vida y obra de Yates: drama familiar de infancia, motivos de su entrada al seminario en la juventud, su labor honesta como sacerdote en los años setenta donde un cura en Irlanda era referencia en la sociedad, el representante de un oficio al que respetar. Yates deambula en ese mundo entre diferentes etapas donde la desilusión aparece y por tanto las dudas pero siempre regresa al redil donde parece estar cómodo. Es un personaje que se deja llevar –es mi percepción– con grandes dosis de docilidad y muchas de ceguera. ¿Voluntaria o involuntaria? He aquí la cuestión. Ve pero no observa. Oye pero no se pone a escuchar cuando la ocasión merece una especial atención. Intuye pero no profundiza. Así, en el relato de los pasos de Yates por la vida se nos va la novela, con saltos cronológicos al pasado que no hacen sino esquivar la crónica de lo anunciado para alargar el cuento de la existencia del sacerdote. Es cierto que personajes secundarios como su madre, su hermana, un sobrino resultan interesantes. De hecho, como al resto de los mortales con familia moldean su personalidad. Pero casi nunca se pone firme. Se sitúa de soslayo en una huida sin carreras, haciendo mutis por el foro sin ser consciente (¿o sí?), para no ser el elefante de la cacharrería que causa ruido. Es su sino. Las huellas del silencio hipoteca su trama a un final que se hace esperar porque todo estalla ahí. Pero, ¿qué hace el lector mientras tanto, con cientos de páginas por delante cuando la sospecha ha quedado clara tan pronto? El uso del narrador en primera persona contribuye al trabajo que pretende hacer el autor y no consigue: disimular, como que el protagonista no percibe, no se da cuenta, no sabe, no creía, no imaginaba... Y volvemos así a la base de la novela: la culpabilidad, las proporciones del delito cuando cuenta con el mutismo cómplice del entorno, la mancha de aceite para quienes no han hecho “nada”. Pero, ¿Odran Yates no ha hecho nada? No y sí. No abusó de nadie pero sí miró hacia otro lado cuando las alarmas ensordecían. Como lectora llego a esa conclusión. Es lo que desea el autor, que nosotros condenemos o absolvamos. John Boyne trata de exponer para que el receptor de la historia decida. Por mi parte tuve enseguida mi veredicto. Es una pena. Me refiero a que el tema de Las huellas del silencio me parecía muy interesante como también valiente enfrentarse a una cuestión que por desgracia continuará de actualidad hasta que una institución como la Iglesia –cosa que nunca ocurrirá– deje de blanquear y ocultar la pederastia. Por mucho que algunos de sus representantes de impolutas vestiduras ninguneen este crimen mareando la perdiz, achacándolo a garbanzos negros por los que, como mucho, entonan un tímido «perdón». Como si pudieran redimirse de un pecado de magnitudes tan colosales como su desvergüenza.