Por lo que parece y según se lee y escucha por ahí, lo de ocupar
la casa de cualquier ciudadano se ha puesto tan de moda que casi se
ha convertido en una obligación el tolerarlo. Está claro que la
pandemia ha pasado a ser una especie de patente de corso para que lo
desaprensivos puedan hacer de casi todo, excepto no ponerse la
mascarilla o desobedecer a los agentes de la autoridad, porque tal
conducta ya sería objeto de sanción. En lo que se refiere al resto
de la ciudadanía, pulula por algunos medios sociales la tolerancia,
de la que los más avispados buscan la forma de sacar tajada
aprovechando la impotencia o la candidez del prójimo. A río
revuelto, parece que cada uno va a lo suyo y nadie se moja.
Empezando por los que se escaquean de trabajar, quienes no pagan lo
que se deben por aquello de los ricos y los pobres o los que
aprovechan esa barra libre que una parte de los inquilinos han
entendido que se da a los alquileres, resulta que la cosa no va por
buen camino para el ciudadano común.
Frente a todo esto y mucho más que se podría sacar a colación, se
insiste en hablar de Estado de Derecho, de seguridad jurídica y toda
la parafernalia político-jurídica habitual. Incluso, sin el menor
rubor, se proclama a los cuatro vientos el derecho de propiedad, a la
inviolabilidad del domicilio, a la intimidad y demás derechos
ornamentales. Resultando que en el caso de la ocupación de viviendas
cualquiera puede entrar en casa ajena, aprovechando un descuido y
alegando que está vacía, para privar a su legítimo dueño del
derecho a hacer con ella lo que considere conveniente. Todo con la
total pasividad del sistema, ante lo que solamente cabe la opción de
acudir al maestro armero para reclamar, porque las leyes no
están para atender semejantes insignificancias —posiblemente
porque hay otras de mayor calado social—. Cierto que los
tribunales, se dice que agobiados por tanto trabajo y la escasez de
medios, con el tiempo acaban por reconocer el derecho a recuperar la
casa propia, pero seguramente de ella solo se recuperarán los
cascotes. También es cierto que hay medios legales para abreviar tal
trámite, pero poca cosa, porque ahora al robo se llama ocupación y,
como los ocupantes dicen pertenecer al gremio de los nuevos pobres
—caracterizados por disponer de un smartphone de ultima generación
y ser clientes fijos de la tarifa plana hay que—, hay que mostrarse
tolerantes y permitir que se apropien y destrocen bienes ajenos. A
esto se llama ser solidarios con los necesitados y, a lo que
estos hacen, alguien llama justicia social.
Ya no basta eso de dotarse a cualquier precio de un techo bajo el
que cobijarse, la deriva que ha tomado la ocupación de bienes que no
les pertenecen no solamente se incrementa en cantidad, sino en
calidad. Se impone entre las preferencias para ser expropiados por la
ocupación los artículos de lujo. Por eso las residencias cuatro
estrellas están en el punto de mira de los pobres de
smartphone porque, llegada la época estival, el aire
acondicionado y la piscina alivian los rigores de este sol que abrasa
—probablemente no solo por la inconsciente actividad humana—.
Tales necesidades son comprensibles, pero no así los medios
empleados para satisfacerlas. Aunque menos aceptable es la
inoperancia de los poderes públicos en este tema, atentos a recaudar
y a repartir como buenamente se puede, y no demasiado interesados en
resolver con eficacia algunos de los problemas que afectan
directamente a parte de la ciudadanía.
Estamos ante una ocurrencia más de las que proliferan en estos
tiempos de progreso social,
en la que ciertos expolios de la propiedad de las personas
obligadamente deben ser entendidos como justicia
social, tolerada por
los gobernantes e incluso asumida en tales términos. Justificada por
quienes se empeñan en justificar lo injustificable respecto al
destino que hay que dar a los bienes de los demás, al igual que
sucede con los expropiadores de los ricos, los okupas se adhieran a
la fiesta del todo
gratis con dinero ajeno,
siempre que no toquen su propia riqueza, que generalmente va más
allá del smartphone.
En el plano operativo, los jueces hacen lo que les ordena la ley, de
conformidad con el sistema, mientras en el caso de los gobernantes
publicitan políticas sociales para parchear las cosas, más
interesados en el voto y en la problemática de los foráneos que en
la de los nativos. Ante esta situación, al ciudadano que le toca
pasar impotente por el hecho de la ocupación de sus bienes, se le
condena injustamente a pagar la factura por algo que no ha consumido
y a callar. Demasiada seguridad jurídica en los textos legales para
que luego se desvanezca a pie de calle, en la que impera la vía
de hecho.